Foto de internet
Las cinco de la tarde en Algar, un pueblo de la sierra de Cádiz. La escena se desarrolla en un bar muy antiguo que conserva sus techos originales de gruesas y oscuras vigas de madera; sus paredes lucen encaladas. Al fondo se muestran productos artesanales de palma, pita y mimbre que venden a los turistas.
El sol entra por el umbral de la puerta y pinta un marco de dos metros de luz en el suelo del espacioso local.
Al lado izquierdo hay una barra de bar atendida por “La Conchi”, una bella mujer de unos cuarenta años, ojos grandes, negros; va vestida con una blusa blanca semitransparente y con gran escote, que muestra un atractivo canalillo entre sus erguidos senos. Lleva una falda rociera, roja y larga hasta los tobillos, acabada con volantes; calza unas alpargatas del mismo color y suela de esparto. En ese momento está al otro lado del mostrador y se dispone a llevar una bandeja con una botella de vino fino de Jerez y un platito de chicharrones a una mesa ocupada por cuatro hombres, que juegan a las cartas dando gritos y puñetazos en la mesa.
Junto al marco de luz proyectado en el suelo hay un hombre sentado en una silla y con las piernas estiradas. Lleva puesta una gorra de paño con visera y unas viejas gafas de lentes redondos; tiene un cigarro en una mano y le da caladas de vez en cuando mientras lee el periódico.
De pronto el salón se oscurece y todos miran hacia la entrada del local: la silueta de un hombre alto y corpulento aparece en ella. No se le ve la cara a contraluz, pero todos le conocen. Lleva un sombrero de palma y un puro en la mano. Permanece de pie en la puerta, sabiendo que todos le miran porque impide la entrada del sol. Sabe que es el centro de atención y disfruta de su momento de gloria, saboreando su puro y lanzando luego una bocanada de humo gris que se eleva hacia el techo. Lleva una enorme navaja cruzada entre el cinturón, su empuñadura plateada refleja la luz del suelo...
El hombre avanza un paso y grita:
—¿Dónde se esconde Manuel, ese chulo de mierda que intenta ligarse a mi mujer? Que salga y dé la cara, que lo voy a machacar. ¡Le voy a dejar tantas heridas que van a tener que untarle yodo con una escoba!
—¿Y eso lo vas a hacer tú solo? —responde el aludido desde una mesa del fondo.
—¡Sí, yo solo!
—Pues a mí me lo pones con leche, Conchi.
Todos los presentes sueltan la carcajada y el hombre, furioso, corre hacia Manuel, pero no ve la pierna extendida del que lee el periódico junto a la entrada y tropieza, se cae hacia adelante y se abraza a la cintura de Conchi, que trastabilla y deja caer la bandeja al suelo.
Paco, el marido de Conchi, que era uno de los que estaban en la mesa jugando a las cartas, se levanta de golpe, tirando la silla hacia atrás, agarra por el cuello al hombre que permanecía abrazado a su mujer y le arrea un puñetazo.
—¡Corten! ¡Corten!... ¡Joder, eso no estaba en el guión! —grita un hombre medio enano desde un rincón de la sala—. Estoy hasta los cojones de tanto inútil. ¡En qué mala hora se me ocurrió grabar la escena en este pueblo de mierda!
Al oír eso, Rafael, el hombre que había causado el tropiezo con su pierna extendida exclamó, dirigiéndose hacia el director de cine:
—¡Eh, eh., eh…! Quieto parao, que a ti te tengo ganas de verdad… Como le faltes el respeto al pueblo, te arreo un guantazo que vas a dar más vueltas que una noria un domingo de feria. ¿Pero qué te has creído tú, so capullo? Las calles de Algar están limpias y por ellas pasean personas, peatones y seres humanos muy honrados. Mierda es Madrid, tu ciudad, que está llena de drogadictos y violadores, huele a podrido y estáis todos enfermos de la contaminación.¡Eso sí que es un pueblo de mierda! ¡Si no hay más que mirarte a la cara para ver que no comes caliente desde la República! Pasas más hambre que los pavos del Nicolás, que se comieron el candado de la puerta creyendo que eran lombrices. Tú lo que tienes que hacer es callar y trabajar para que el pueblo salga bien y bonito y que venga mucha gente a turisquear. ¡Pues no digo yo lo que hay!…
— Di que sí, Rafa, ¡ole tu labia! —grita la Conchi.
El director hace con la mano un gesto de aburrimiento y mueve la cabeza negativamente. Resignado, recoge su cuadernillo y sale del bar.
Mientras sale el director, Paco vuelve a la carga: agarra una botella vacía de una mesa cercana y le arrea un botellazo al hombre que ha permanecido sujeto a la cintura de la Conchi mientras se desarrollaba la discusión anterior. El otro la sujeta con más fuerza para no caerse.
—¡Chiquillo, suéltala ya!, que te estás aprovechando de la situación y no vas a vivir para contarlo.
—¡Paco, por favor, déjalo ya!, que nos vamos a buscar una ruina –exclama Conchi, apretando al hombre medio inconsciente contra ella.
—¿Qué lo deje? ¡Déjalo tú primero, mujer, que parece que le estás dando teta!
En ese momento entra en el bar Antonio, el guardia municipal, un hombre alto y obeso que al ver la escena pone los brazos en jarras y dice:
—Ya me extrañaba a mí que ustedes supieran comportarse como es debido. ¡Vaya imagen se van a llevar los señores cineastas de vosotros! ¡ Joder, con lo fácil que es hacer las cosas tal como os la dicen!
—¿Cineasta? Astas es lo que te están saliendo a ti desde que te casaste, so idiota. ¿No ves que todo ha sido un accidente?— exclama Rafael
—¿Idiota yo? ¡Queda usted detenido por faltar a la autoridad! Señoras y señores: se suspende el rodaje hasta nueva orden.
Del libro «CUENTOS DE INVIERNO»
Registro de la Propiedad Intelectual de la Junta de Andalucía.
clave: CA— 42- 09
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Un saludo!