El artista que firma esta foto dispone de una amplia colección de óleos de desnudos en internet. Con supermiso he tomado éste para ilustrar mi cuento.
Me encuentro sentado en la terraza de un bar bebiendo cerveza frente a mi amigo. Lo miró directamente a los ojos y me pregunto cómo puedo soportar su presencia, su desvergüenza y su falta de moral y de sentimientos. Me escandaliza pensar que alguien crea que por ser mi amigo tengo la misma forma de pensar que él, “Dime con quien andas y te diré quién eres”. Es falso. Es más, pensar eso de mí me ofende.
Mi amigo es de esos que dejan tirada a su pareja después de haber consumado el acto sexual con ella. No le importa si eso hace sufrir o no a la dama; él va a lo suyo y una vez logrado su propósito de poseerla, la abandona. Primero intentará copular dos o tres veces más, antes de abandonarla; después se olvidará de ella. Y buscará otra. Así es el amigo que me acompaña en la terraza de la cafetería cada día a las doce.
Es tan maleducado que, incluso cuando está conmigo, mira descaradamente a las féminas que vienen por la acera, se levanta y se acerca a ellas. No importa si vienen solas o acompañadas, él ignora a los que sobran y va directamente hacia la que ha elegido. A mí me abochorna, la verdad, y en más de una ocasión he pedido disculpas por las molestias que mi amigo ha ocasionado. Porque, ¡claro!, a él le da lo mismo, pero a mí me conoce todo el mundo en mi barrio y se sorprenden al verme acompañado por ese donjuán descarado y sin escrúpulos.
¡Si incluso se folló a su propia hermana! Y a su madre no porque la pobre se enfadó mucho, le presentó cara y le arreó una ostia en la primera ocasión que él le tiró mano al culo…
La verdad es que no disfruto de mi cerveza ningún día; me paso el rato pensando en lo que voy a hacer si mi amigo intenta alguna vez violar a alguna de las bellezas que pasan a nuestro lado por la acera. Porque si se le mete por los ojos, lo hace, estoy seguro.
Y en tal caso, no tendría en cuenta de si yo estoy delante ni si el bar está a tope de gente… no, él a lo suyo. Lo único que desea en la vida es comer, dormir y follar. No piensa en otra cosa. A mi amigo no le interesa la lectura, ni los programas del corazón de las cadenas televisivas, ni los juegos de ordenador, ni los msn por el móvil, ni encerrarse en un cine o campo de fútbol; él solo quiere follar al aire libre: en las calles, plazas y playas, y sobretodo en el césped de los parques públicos y jardines privados. Él no se corta, no. No teme a las alarmas ni a los guardias.
Y, claro, eso a mí me gusta también, por eso estoy con él, a ver si así aprendo y ligo yo con alguna de las amigas que acompañan a la que belleza que él elige.
Una vez, una de ellas me sonrió y yo la invité a sentarse a mi mesa. Ella lanzó a su amiga una mirada cómplice y aceptó. Se sentó frente a mí y yo pedí un “rebujito” para ponerla a tono; pero antes de que llegase el camarero se levantó escandalizada al ver que mi amigo, sin pensárselo dos veces, se acercó a su amiga y allí mismo delante de cien o más personas le metió mano y le daba besos de lengua. Vimos con horror que sus brazos se convertían en tentáculos de pulpo que la rodeaban y la hizo caer al suelo asustada y gritando. Tuvimos que levantarnos rápidamente y separarlos. Y salieron las dos tremendamente alteradas y llamándonos maleducados y enfermos mentales y asegurando que llamarían a la policía y nos denunciarían la próxima vez que no nos comportásemos decentemente.
Y otro día se levantó cuando vio venir a unas turistas preciosas, de algún país del norte de Europa. Pero aquéllas le adivinaron la intención y se cambiaron de acera sin dejar de mirarnos, precavidas.
— Son unas pijas, no les hagas caso –le dije a mi amigo–. Ésas creen que porque tienen dinero y traen la documentación y los papeles en regla son superiores a otros que viven en las calles ilegalmente. Al fin y al cabo son como ellos, y como nosotros: también les gusta comer bien, dormir y follar sin mesura. Eso sí, son de razas y culturas diferentes, y acostumbran a hacer lo mismo, pero de diferente manera.
Y ese día lo convencí y se quedó sentado, observándolas, hasta que desaparecieron en la esquina de la calle.
Hoy, lo primero que he hecho al llegar al bar, es advertir a mi amigo que como no se comporte como es debido y me vuelva a avergonzar en público, no saldrá más conmigo; y olvidaré la promesa que hice cuando me lo presentaron: cuidar de él y ser comprensivo con sus defectos, porque tiene la mentalidad de un niño. Pero ya no me valen esas excusas, ya me pone muy nervioso con sus caprichos.
Y parece ser que me ha entendido: permanece quieto desde hace rato, sentado a mi lado en el suelo, con dos palmos de lengua afuera, mirando a todo el que llega sin moverse ni armar escándalo.
Y es que cuando mi perro quiere es un sol. Ay, Lucero… ¡Cuánto te quiero!