domingo, septiembre 25, 2005

UN PASEO POR LA ORILLA DEL RÍO MAJACEITE




      El puente del Jueves Santo, cogí mi coche y me fui a acampar, solo, a un lugar que conocía desde mi juventud. Bajo unos frondosos árboles, en la orilla del río Majaceite, monté mi tienda de campaña y saqué mis artes de pesca, disponiéndome a pasar allí unos días de tranquilidad, lejos del bullicio de la ciudad.
 Recorrí, dando un paseo, aquel maravilloso lugar y no pude evitar al recordar las horas felices que pasé a tu lado  allí, vida mía, el sentir una gran emoción y como un nudo en la garganta: cada árbol, cada roca, cada recodo del río me recordaban algo de ti. No pude evitar sentir una tristeza inmensa, ni que se me escapara alguna que otra lágrima al observar que, al igual que nuestro amor, el paraje estaba muerto, abandonado...
Sabiendo que lo nuestro no tiene remedio, y que esto que te escribo, conociéndote como te conozco, quizás no quieras ni leerlo, te cuento de todos modos lo que vi, por si quisieras leerlo, que sepas que, aunque deseo estar solo, aunque intento olvidar lo que no puedo, y que por eso viajo y de ti me alejo, a todos los sitios que voy me recuerdan tanto a ti, que por muy recomendado que sea el lugar, aunque sea el más tranquilo o el más bello, sin estar tú a mi lado, yo lo encuentro muerto...
Sí, hoy he vuelto a aquel sitio y lo que vi, así te lo escribo:

He vuelto a aquel lugar,
a la orillita del río,
donde estuvimos los dos
un mes dándonos cariño.

Me instalé bajo aquel árbol
donde estuvimos unidos.
Pero ya no tenía hojas,
ni acariciaba su sombra.
Seco iba el lecho del río...
Y agonizando en el tronco,
dos corazones unidos,
grabados hace ya tiempo
con tu nombre y con el mío.
¿Por qué se ha secado el árbol
y ya no lleva agua el río?
¿Dónde estás, amor, ahora?
¿A quién le das tu cariño?
Allí donde hubo fresca hierba,
hoy sólo crecen espinos
Y solos, sobre aquel tronco,
dos corazones unidos...
Qué triste   vida, Dios mío,
cuando nuestro amor se ha ido.


Autor: Juan Pan García.  Registro de la Propiedad Intelectual de la Junta de Andalucía
Clave 1996/ 2371. Sección 1
Nº CA- 1632




viernes, septiembre 23, 2005

La tormenta de terror


Vivimos bajo una gran tormenta de terror: terror en Nueva York, en Madrid, en Londres... Y hace un par de días, cuando la gente se disponía a lanzarse a la carretera para disfrutar de unas merecidas vacaciones, ansiadas después de un año de trabajo, van estos desalmados de ETA y colocan unas bombas al pie de la autopista que conducen a Andalucía. ¿Qué pretenden, qué quieren esos asesinos? ¿ No les basta con tener humillados a sus conciudadanos vascos, que viven bajo el manto del miedo, que acuden a manifestaciones porque los conoce el vecino y puede que sea un etarra y si no van sufrirán las consecuencias?, que viven a costa de chantajear a sus empresarios y deportistas; que están arruinando un país, el vasco, que tenía la renta per cápita más alta de España, obligando a las empresas a irse de allí.¿ Piensan que asesinando a la gente indiscriminadamente, van a votar por ellos?, ¿ Quién puede desear vivir bajo el gobierno de unos descerebrados que matan al disidente, al que se opone, al que ofrece otras alternativas?Hace unos años, vinieron a Sevilla a colocar sus bombas... ¿Qué coño hacen esos en Andalucía?, ¿también quieren gobernarnos?Vivimos bajo una terrible tormenta del terror, ¿hasta cuándo? ¿Cuándo la Sociedad se levantará de una vez contra ellos?


LA TORMENTA


Hoy, grandes nubes negras

de sangre y de truenos

que vienen del Norte

amenazan a mi ciudad


Descargan toda su furia

sobre la verde hierba

y pisadas de barro, de sangre y de odio

la paz de las calles vienen a robar.


Cuando el viento empuje a esas nubes

alejándolas o destruyéndolas...

Me da igual,

y el Sol vuelva a brillar,

y la gente pueda salir a la calle

y los niños vuelvan a jugar...


Entonces, brillarán aún más bonitas

Las rosas y amapolas

que florecen en los parques

y jardines de Sevilla


Y yo... yo miraré hacia arriba

y saludaré a la blanca paloma

que, por fin vuela alto, en libertad.

jueves, septiembre 22, 2005

El Tío Pep

El tío Pep dejó la azada y se enderezó un poco sobre sus piernas abiertas y arqueadas. Se quitó su gorra negra, sacó un pañuelo y se secó el sudor de la frente y de la cara. Era ya viejo, pasaba de los cuarenta y cinco, y a esa edad los labradores de Vergel eran viejos.Se fijó en la cima del monte Segaria, cuyo perfil parecía una mujer recostada sobre la falda, presentando al Este su cara serena, de roca oscura. A un lado, en el camino, la mula aguantaba el calor atada a la carreta, y la perrita dormía a la sombra de un naranjo, a dos pasos del carro. El tío Pep, se aflojó la faja negra que rodeaba su cintura, sujetando unos pantalones blancos de lona, arremangados en la base, a dos palmos sobre sus blancas alpargatas. Se ajustó el pantalón y volvió a ponerse la faja, dándole dos vueltas a la altura de sus riñones.Recordó a su padre cuando él era pequeño y lo traía a la finca sobre el mismo carro.
– La tierra es lo que más vale, hijo. Todo lo que tengas, inviértelo en tierras; cuando lo necesites, ahí estará ella para corresponderte. Lo demás, no vale nada.
Y allí estaba… Mirando aquellos naranjos, que habían sustituido a los algarrobos, quienes sustituyeron a los olivos. ¡La tierra! ¡Su tierra! Aquellos marjales sobre la ladera del Monte Segaria habían costado muchos sacrificios, muchas penalidades, muchos esfuerzos. Sus padres habían levantado con sus manos las paredes de piedra de medio metro de altura; habían traído tierra buena, roja, del llano; habían rellenado los huecos dejados entre las paredes de piedra y la ladera del monte, convirtiendo así, tras muchos años de trabajo el agreste paisaje en una hermosa finca de marjales escalonados que comenzaban en el llano y se elevaban hasta casi cien metros de altura. Por el lado derecho de la parcela subía la acequia de cemento, con sus compuertas en cada nivel, que él había construido con sus propias manos, para traer el agua desde el Pozo del Rincón, perforado más arriba, que abastecía a los campesinos del lugar, pagándose el agua a sesenta pesetas por hora de riego.
Sacó su reloj del bolsillo de la camisa y se dio cuenta de que ya era tarde. Volvió caminando por el lado del caballón que había construido para dirigir el agua cuando regase al día siguiente y al llegar al camino le dio unas palmaditas a la mula, diciendo:
–Ya está bien por hoy. Tenemos que ir a ver al ama.
Se volvió una vez más a mirar su terreno, aquél que había acabado con la salud de su padre, de su madre, y que estaba acabando con la suya propia. ¡La tierra es lo único que vale! A su único hijo, de diecisiete años, se le vino atrás el tractor con el rotovator en marcha, y lo destrozó. Desde entonces su esposa estaba como ausente en un sanatorio de Denia.
Estaba colocando las herramientas en el carro, cuando un hombre pasó por el camino y le saludó:
– ¿Qué tal, tío Pep? ¿Ya ha acabado por hoy?
– Sí, ya… tengo que ver a mi mujer; se me ha hecho tarde.
– Pero, qué más da. La pobre ya no le reconoce siquiera.
– Ella no; pero yo sí sé quién es ella.
– Bueno, adiós…-dijo el hombre sin saber qué contestar.
Y el carro se puso en marcha hacia el pueblo. Salió del camino y se colocó sobre el arcén de la carretera de Pego. El tío Pep, sentado en el fondo y recostado sobre una esquina, dirigía las riendas, mientras que la perrita no cesaba de ladrar a todo el que pasaba a su lado. Miró una vez más hacia la mujer recostada de piedra que se alzaba majestuosa sobe todo el valle, y murmuró:
– Te has portado mal conmigo, mal, muy mal. Has acabado con toda la familia. ¡Maldita seas!

lunes, septiembre 19, 2005

CARTA DESESPERADA DE AMOR




Hoy he decidido escribirte, y tú pensarás que nunca debí de hacerlo, pues lo nuestro terminó
y de lo que hubo, que ahora se sepa, tienes miedo, pues sólo fue para ti un infantil juego,
y aquellas promesas jóvenes se las llevó el viento.
Mas hoy tengo el alma triste y en mi corazón amargos recuerdos, de cuando éramos niños
y jugábamos en el pueblo. Aquel bonito pueblo tendido a la vera del río, donde pasaban las horas muertas los pescadores empedernidos.
De todas aquellas niñas que estaban en el colegio, tú eras mi preferida, ¡la más bonita del pueblo!
Nos quisimos y con locura nos dábamos, temblorosos, los ansiados besos...Y nos prometimos tantas cosas, que guardábamos en secreto...Y quedaron en promesas... Sólo eso...
Promesas que un día se rompieron por la crueldad de la vida, que no entiende nada de amores y mucho de dinero...
Te buscaron un buen marido: elegante, educado; tenía una casa que parecía un palacio
y era tan rico como un banquero... Parecía ser tu padre, tal era de viejo. Pero eso, ¿qué importa? al fin y al cabo, todo era un arreglo.
A su lado, yo era joven y te quería... Sólo eso...
No dudaste ni un momento en elegir el camino, el mejor para tus sueños: Buena casa, bonito coche nuevo, y buenos dineros.
Hombre rico que no depara en gastos para tus caprichos. Del museo de su casa, eres el mejor y más caro objeto. No escatima en gastos: buena ropa, perfumes caros...Y todo lo que sea necesario para obtener tu amor y comprar el silencio de tus recuerdos.
El dinero, dicen, no da la felicidad; la compra. Y ese hombre educado, rico y con talento,
aunque para tu edad viejo, quizás haya conseguido realizar sus proyectos: Tiene su vida resuelta, y a la mujer de sus sueños... ¡La más bonita que había en pueblo!
Pero..., ¿y tú?, ¿qué piensas de todo esto?
¿Cuántas noches en la oscuridad de tu habitación, en tu lecho, pensabas que era otro el que te acariciaba, el que te amaba, llenando de besos tu cuerpo? ¿Es en él en quien piensas cuando te besa en tus senos...?
Es cierto que los años pasan, y que el amor es pasajero...Quizás pienses algún día que has sabido elegir bien, cuando pasen los años y lleguemos a viejos... Entonces se te habrá marchitado el esplendor de tu juventud, y sólo te quedará tu dinero...
¿Tendrás suficiente para comprar el tiempo perdido? ¿Llegarás a conocer lo que es el verdadero amor?
No creo que puedas.
Sin duda que no te faltarán los amigos, y que tendrás aventuras... Pero nunca tendrás un amor como el que conociste en tu juventud, y que rechazaste por dinero.
Yo tengo escrita nuestra historia en forma de poesía, que a veces leo en mi cama, aunque me amarga la vida. Espero saber expresarme de forma que tú me entiendas, pues en eso también difiero de tu marido: yo no tengo títulos, ni nobles ni académicos.
Sólo una cosa tengo: pena por ti, un dolor inmenso, y el amor...Ese amor que a pesar de todo, aunque me está matando, por ti siento.
Lee la poesía que te envío y haz después lo que quieras con ella. Sólo te pido que recuerdes por un momento qué día es hoy, si es que aún está en tus recuerdos.
La he titulado con tu nombre: " La Rosa".
LA ROSA
A orillas del Guadalete,
entre el astillero y el viejo puente,
hay una casa grande con un jardín
lleno de flores y plantas verdes.
Allí crecía un rosal
con una rosa roja,
de aquel jardín en flor,
de todas, la más hermosa.
Sobre sus verdes hojas
destacaba la rosa roja,
y sus tallos de terciopelo
atraían las mariposas.
Un día de primavera,
que lucía un bello sol,
una abeja exploradora
por casualidad la vio.
Se enamoró de la rosa
y al instante se acercó;
llegó a besar sus pétalos
y a tocar su corazón.
Se hicieron muchas promesas
y ... ¡ se entregaron los dos !
Pero un día, cuando se acercaba,
un golpe la derribó... ,
cortando sus ilusiones,
destrozándole el corazón.
A la rosa la cortaron
para alegrar otro hogar,
y el rosal quedó como vacío,
ya no tenía nada que mirar.
En un jarrón de oro
han puesto la bella flor,
para llenar la casa
de perfume y de color.
Muy dolorida, la abeja,
llena de pena y dolor,
arrastrándose por el suelo,
hizo un esfuerzo y..., ¡ voló !
Desde entonces , la abejita,
se conforma con mirarla
a través de la ventana,
y sin poder dejar de amarla.

Más hoy estoy especialmente triste, pues como cada año hoy, a solas con mis pensamientos, celebro el aniversario del día, marcado en mis recuerdos, en el que juramos para siempre amarnos, y nos dimos nuestro primer beso.
Aquel día todo me parecía hermoso, ¡yo alucinaba! Fuimos andando a la playa; pensábamos pasar allí el día, pero nos quedamos hasta el alba...
Todo lo que recuerdo de aquel día te lo cuento en esta carta, cada detalle, cada momento
pasado junto a ti, vida mía..., que fueron para mí los más felices de mi vida:
Las amapolas en el trigal,
los geranios en las ventanas;
tus labios rojos
en tu carita blanca.
Unas rocas,
allí en la playa,
rompían las olas
de espumas blancas.
El Sol en el horizonte,
el despertar del alba,
la belleza de tus senos,
la suavidad de tus nalgas...
Los pinos, que daban sombra,
el trajín de las gaviotas,
la expresión de tu cara
cuando te besaba en la boca.
Una vela allá a lo lejos,
por las azules aguas,
y en el cielo azul,
nubecillas blancas.
Tumbado al sol en Las Dunas,
al canto de las chicharras,
viendo cómo movías el culo
caminando hacia la playa.

FIN

domingo, septiembre 18, 2005

En el nombre de Cristo



La comitiva, compuesta de dos coches y una docena de motos, pasó rauda por la carretera, sin que los niños del colegio tuviesen tiempo de ver al Caudillo, y permanecieron allí sobre la cuneta saludando con sus manos y gritando “Viva Franco” hasta que el último vehículo desapareció de la vista en una curva. Las monjas solían llevar a los alumnos a esperar al Jefe del Estado en aquel lugar cada vez que se enteraban de que iba a pasar por allí  para pronunciar uno de sus discursos desde el balcón del Palacio de Oriente.

El colegio del Niño Jesús estaba situado en una colina, en el kilómetro 3 de la carretera que va desde Fuencarral al Pardo. Era un colegio mixto, donde unos treinta niños y otras tantas niñas vivían al cuidado de las monjas. Los niños estaban separados de las niñas durante todo el día: clases separadas, dormitorios separados y patios de recreo separados. Entre ellos se encontraba Miguel. Allí trabajaba su madre, en la lavandería. El chico, que estaba estudiando el bachillerato en Málaga, acudía allí durante las vacaciones del verano y en las de Navidad para estar junto a su madre, y ayudaba en las tareas del colegio para ganarse los gastos de la manutención: cortaba leña para la cocina, se encargaba de encender las calderas para el agua caliente y la calefacción, regaba y cuidaba de los jardines, etc. Los chicos y las chicas solamente se podían ver  cada mañana en la capilla del colegio durante la misa y en el rosario por la tarde. También comían juntos en el comedor.
Había una chica, Mari Carmen López, una andaluza, natural de Alhama de Granada, de la que Miguel estaba muy enamorado. Él procuraba sentarse en la mesa de forma que pudiese verla mientras comía. Cada vez que sus miradas se cruzaban, ella se ruborizaba y a veces le sonreía.
La monja debió de pensar que había algo entre ellos, pues un día la madre superiora llamó al chico para decirle:  “Ya eres mayorcito para sentarte en el comedor con los niños”. Y le ofreció un puesto de trabajo en una granja cercana al colegio.
Tenía Miguel entonces 17 años y se había matriculado en la Universidad Laboral para el curso siguiente, según le había anunciado doña Carmen Pardo, la presidenta de aquella fundación, que a cambio de que su madre y sus hermanas trabajasen para ella como limpiadoras y lavanderas se comprometió a " hacer de él un hombre de provecho.”  Ella ya se había encargado de pagar los cuatro años de beca de su bachillerato en un instituto de Málaga, como alumno interno. Pero luego le dijo que la Universidad sería para el año siguiente, pues necesitaba que él continuase en la granja hasta que ella encontrase otro hombre que quisiera trabajar en ella, pues uno de sus empleados se había marchado a Alemania.
Eran los comienzos de la gran emigración de la mano de obra española para los países ricos de Europa. Doña Carmen le dijo al chico que tenía que trabajar en la granja de su propiedad, que estaba junto al colegio, y que debía de comer y dormir en ella, en una habitación que tenía preparada para él. Pero, eso sí, no podría dejar de asistir a la capilla del colegio, sobretodo los domingos, para oír la misa.
A Mari Carmen la enviaron a su casa con su certificado de estudios, pero unos cuatro meses más tarde murió una señora mayor que trabajaba en la cocina y las monjas le preguntaron a la madre de Miguel  si conocía a alguien de confianza  que tuviera interés en trabajar en el colegio, pues era difícil entonces el encontrar criada por tan poco sueldo como el que ellas podían pagar. Hay que añadir que el colegio se hallaba en medio del campo, a tres kilómetros de la parada del coche de línea que realizaba el trayecto desde Fuencarral hasta la glorieta de Cuatro Caminos. La madre del chico, que le notaba triste por la ausencia de Mari Carmen, le dijo a la superiora que la chica estaba buscando trabajo y que quizás le interesara el puesto. Fueron a su casa y la contrataron. De esta forma, Mari Carmen y Miguel pasaron a ser  empleados del colegio, con los domingos libres.

Miguel y Mari Carmen se citaron un domingo en Cuatro Caminos, en la parada del coche de Fuencarral. Él acudió al encuentro casi una hora antes, muy preocupado, pues era su primera cita con una chica. Cuando ella llegó, se quedaron un momento mirándose, sin saber qué decirse, pues la disciplina de las monjas había hecho de ellos personas tímidas, reprimidas, incapaces de iniciar una conversación con alguien del sexo opuesto: no estaban preparados para aquel momento. Miguel le propuso de ir al cine, y  se puso muy colorado al pedírselo, el corazón le latía con fuerza y las palabras le salían atropelladamente. Temía que le dijera que no, pues, en ese caso, no sabría adónde llevarla para divertirse y estar a solas. Quizá al Retiro a pasear, o a alguna sala de fiestas; pero recordó que no sabía bailar ni nunca había entrado en una sala de fiestas. Ella aceptó ir al cine. Miguel recordaba el título de una película que le habían recomendado unos amigos y que él había visto el día anterior en un anuncio de la cartelera: “Una mujer decente”, por Catherine Valente. La proyectaban en el cine Príncipe Pío. Al día siguiente no recordaría nada más, no vieron nada de la película. Estaban juntos y eso era lo que buscaban. Allí, en la penumbra del anfiteatro, los dos hundidos en las butacas, se miraban muy nerviosos. Miguel le cogió la mano, le pasó el brazo por encima de sus hombros y la atrajo hacia él. Ella, nerviosa, se dejaba hacer. La besó en la cara, sus mejillas ardían… Estaban como encendidas; su piel suave, sin perfume de ninguna clase, desprendía, sin embargo, un olor muy agradable, como cuando se besa una criatura de dos o tres añitos. No sabían besarse en la boca, pero lo intentaban. Lo hacían tal como lo veían hacer en las películas, que entonces eran censuradas y las imágenes con largos besos cortadas. Las monjas del colegio, cuando proyectaban películas en el salón de actos, solían poner la mano delante del haz de luz del proyector, para impedir la visión del beso del final de las películas.
Miguel  la besaba en los labios, que ella mantenía entreabiertos con su cabeza recostada sobre él. Poco a poco fueron aprendiendo, pues aquellos torpes besos les iban excitando cada vez más y antes del final de la sesión sus bocas ya habían encontrado la forma de acoplarse, y el saborear la miel de sus caricias fue coser y cantar.
El chico estaba locamente enamorado de ella y pasaba el día y la noche pensando en la forma de volver a verla, lo que le iba a decir y dónde y cómo la besaría la próxima vez. Una de las veces que salieron juntos, en una barca del estanque del Retiro, se prometieron para siempre; trabajarían para ahorrar durante unos años y luego darían la entrada de un piso y se casarían…
Eran dos chiquillos que se portaban como adultos, sin el paso previo por la adolescencia, consecuencias de las enseñanzas religiosas del colegio en las que sólo se contemplaban las relaciones amorosas dentro del matrimonio, y el único fin de éste el tener hijos. “Jamás imaginé que se pudiese amar tanto a una persona. Yo vivía para ella, nada me importaba si no estaba relacionado con ella: mi vida era ella”, decía Miguel años más tarde.
Un día fueron a Galerías Preciados para ver cosas, era su cumpleaños y Miguel quería hacerle un regalo. Deseaba darle una sorpresa, pues ella no le había dicho nada sobre la fecha de su aniversario, sino que fue él casualmente quien se había enterado. De pronto alguien les llamó, se trataba de una compañera de trabajo de ella, que también libraba ese día. Al día siguiente todo el colegio sabía que Mari Carmen y Miguel eran novios. Fue poco antes de la hora de la comida cuando les llamó la superiora y, allí mismo, delante de todos, les dio unas bofetadas y les lanzó toda clase de insultos, a pesar de que ya no formasen parte del alumnado del colegio, sino empleados, y con dieciocho años de edad cada uno.
A Mari Carmen la mandaron a su casa, expulsada. Fue acompañada en el coche del centro por una mujer mayor, soltera, miembro de Acción Católica, que llevaba una carta para los padres de la chica en la que se decía, textualmente:”Había sido sorprendida cometiendo actos pecaminosos, inmorales, en un lugar público, en compañía de un alumno del colegio menor de edad. Por lo que se la enviaba de vuelta a sus padres para que éstos la educasen apropiadamente”. Fue inútil que la muchacha clamara diciendo que “Todo era mentira y que ella no había hecho nada malo: era su tarde libre y tenía el derecho a ir adonde le diese la gana.” Esas palabras fueron la excusa para que la señora que la acompañaba la abofetease allí mismo, delante de su madre.
Un rato antes, cuando había llegado a su casa, su madre se alarmó al verla allí a esa hora, acompañada por el chofer del colegio y la señora Julia –así la llamaban en el colegio.
– ¿Qué es lo que pasa, hija? –preguntó
– Aquí le traigo a su hija, señora. Cuide bien de ella, si no desea usted que se haga una mujer mala -dijo la militante de Acción Católica.
Le dio la carta a la asustada mujer que, al leerla, se echó las manos a la cabeza y luego la emprendió a golpes con la inocente hija, bajo la mirada complacida y sádica de la solterona Julia, quien nada sabía del dolor que sufre una madre al recibir un mensaje como el que ella le había llevado.
El padre de la chica trabajaba de albañil y a esa hora no se encontraba en la casa ¡Sólo Dios sabe qué le hubiera ocurrido a la pobre si en lugar de ser la madre hubiera sido el padre quien leyera el primero aquella calumniosa carta!
En cuanto a Miguel, después de recibir la reprimenda, le dieron una carta a Anselmo, su jefe en la granja, y le ordenaron que le sacase el billete y lo metiese en el tren Expreso de Andalucía. Anselmo no debería volverse hasta que viese salir el tren. Además, le ordenaron dirigirse a la Comisaría de la estación de Atocha y decirles a los inspectores que en aquel tren viajaba un chico menor de edad (La mayoría de edad estaba estipulada en los 21 años), que había sido expulsado del colegio por mala conducta, con el fin de que estuvieran atentos y le vigilasen,”no sea que se escape…”
–explicó la superiora. Luego, volviéndose hacia el chico, le dijo:
– Despídete de la Universidad, desgraciado. ¡Cuántos hubieran querido tener las oportunidades que tú has tenido!
Anselmo era un buen hombre, natural de San Martín de La Vega, y trabajaba en la granja del colegio desde hacía seis años. Le daban un buen sueldo, vivienda, luz, carbón y agua. Tenía a su cargo dos chavales, procedentes del colegio, y cuidaba de cuatro mil gallinas. Anselmo no estaba de acuerdo en la forma que las monjas habían zanjado el asunto, pero él velaba por su puesto de trabajo y obedecía ciegamente en todo lo que se le ordenaba. Así que llevó a Miguel hasta Atocha…
El tren salía a las once y media de la noche, y sólo eran las nueve cuando el chico le rogó a su jefe que lo dejase dos horas libres para ir a solucionar un asunto. Le dio su palabra de honor de que a la hora de salida del tren él estaría dentro, sentado en su asiento, y Anselmo confió en él. Miguel salió de la estación y se montó en el tranvía que subía por Delicias hasta Usera.


Hacía frío aquella noche de diciembre y una neblina húmeda formaba círculos alrededor de las luces de las farolas. El muchacho miró una vez más su reloj: las diez y media. Sólo faltaba una hora para la salida del tren, y Anselmo le esperaba en la estación. “Se juega su puesto de trabajo al confiar en mí”, pensó Miguel, que iba de un lado a otro en la acera para entrar en calor, sin dejar de mirar hacia una ventana situada en la tercera planta de aquel inmueble.
Por fin la ventana se iluminó y una mujer se asomó, mirando hacia un lado y el otro de la calle. Cuando vio al chico se detuvo un momento, y luego, sin decir nada ni hacer algún gesto, cerró la ventana. Entonces Miguel se decidió: atravesó la calle, entró en el portal de la casa y subió los tres pisos que le separaban de ella. Esperó un momento para recuperar el aliento y llamó a la puerta. Se escuchó un chasquido al deslizarse el cerrojo y la puerta se abrió: un hombre alto, fornido se quedó mirándole, sorprendido, sin decir palabra. Al fondo de la habitación y detrás del hombre, Mari Carmen y su madre le miraban en silencio. Tenían los ojos enrojecidos y un poco hinchados, como de haber llorado mucho. La chica de pronto se echó a llorar de nuevo y fue a encerrarse en una habitación.
– ¿Qué desea? –, preguntó bruscamente el hombre, que miraba al chico desconcertado y, viéndole tan nervioso y temblando, le dijo que entrara en su casa.
– Mire usted– dijo Miguel al cabo de unos instantes–, a Mari Carmen la han despedido del colegio, acusándola de estar haciendo cosas indecentes con un alumno. Yo…yo soy ese alumno, y le juro a usted, por mi madre, que todo eso que dicen no es cierto; yo a su hija nada malo le hice, ni en público ni en privado. Nadie nos ha sorprendido haciendo algo incorrecto. Lo que pasa es que nos han visto juntos, mirando unos escaparates en Galerías preciados.
– Bueno, y… ¿Qué coño hacíais allí? –preguntó el padre de la chica.
–Era su cumpleaños y yo quería hacerle un regalo para que tuviese de mí un recuerdo, pues yo la quiero, la quiero mucho, y aún más la respeto. Y no la he tocado, ¡se lo juro! Tan sólo sus manos acaricié. Eso no lo ha visto nadie, pues no lo hice en público, que tampoco sería malo, sino en el cine, en secreto. Fue allí donde le dije una y mil veces que la quiero, y que casarme con ella algún día, cuando yo sea un hombre y tenga mi futuro encarrilado, es lo que más deseo. Ahora… No sabe usted cuánto siento que por mi culpa haya perdido su trabajo; que a ustedes les hayan dado este disgusto tan grande, y que a ella, sin haber hecho nada malo, de tal forma y en público la hayan pegado. Si eso es ser cristiano… ¡Malditos sean, que yo reniego..!
– Bueno, hombre… Por el trabajo no te preocupes. Ella está en casa y no le hace falta trabajar, que para eso estoy yo, y me basto. Tiempo tendrá de hacerlo ella, aún es muy joven. Para eso y todo lo demás… Por la carta, no temas, ya la he olvidado, pues conociéndola como la conozco sé que no pudo hacer nada de lo que pueda avergonzarme.
La madre, que había permanecido todo el tiempo callada, le preguntó:
– ¿Y a ti qué te han hecho, hijo?
– Lo mismo que a Mari Carmen: Salgo para Córdoba esta misma noche, con una carta idéntica a la que ustedes han recibido para mis padres.
– Pero, ¿tus padres no trabajan en el colegio?
– No, ya se fueron hace unos meses. Aguantaron todo aquello porque la Presidenta decía que me iba a pagar la beca de la Universidad, pero al ver que lo que hizo fue ponerme a trabajar en su granja, haciendo el mismo trabajo que un hombre pero sin cobrar el mismo jornal, comprendieron que todo era un camelo y que nos querían explotar. Yo seguía allí sólo por estar junto a Mari Carmen…
– Bueno, chico, que tengas suerte –dijo el hombre, cortando la conversación y estrechando su mano. Pero, aunque Miguel insistió en ello, no le dejó ver a su hija para despedirse
Cuando Miguel salió de aquella casa, antes de volver la esquina, se volvió una última vez para mirar hacia la ventana. Sorprendió a la muchacha que estaba mirándole. “Tenía un pañuelo en su mano y me pareció que lloraba, pues se llevó el pañuelo a su cara mientras que agitaba la otra mano para decirme adiós. Yo me acerqué de nuevo a la casa, pero de pronto apareció su madre y cerró la ventana”, me decía Miguel años más tarde en París, mientras contemplaba la Torre Eiffel iluminada desde la ventana de mi habitación.
Cuando Miguel llegó a la estación de Atocha vio a Anselmo junto a la puerta de la entrada. Le notó muy nervioso, dándole continuas caladas al cigarrillo. Anselmo respiró con alivio al verle y lo llevó rápidamente al asiento que le había reservado. El andén de la vía 2, en la que se situaba el Expreso de Andalucía, estaba lleno de gente. Había algunos que hablaban con los viajeros a través de las ventanillas; otros, que les pasaban las maletas. El humo de la chimenea de la locomotora cubría el alto techo de la estación y el hollín volvía a caer, dejando una finísima capa oscura sobre el pavimento. La máquina de vapor lanzó un silbido, anunciando el comienzo del viaje. Anselmo le dio un abrazo al chico para despedirse mientras que, moviendo la cabeza de un lado a otro, decía:
– No es justo lo que han hecho contigo… ¡Cuánto hay que aguantar en la vida, Dios mío...! ¡Suerte, chico!
El tren comenzó a moverse cuando Anselmo le dijo:
– ¿Cómo te has atrevido? – preguntó, adivinando el lugar adonde el chaval había ido– ¿Te imaginas que su padre te hubiera pegado? Después del disgusto que se habrán llevado al leer la carta y con todo el cabreo que tendrán… vas tú y te presentas solo en su casa… ¡Estás loco, hijo, estás loco de atar!
– Creí que debía de ir a dar la cara y explicarlo todo. No me arrepiento de haberlo hecho.
– Bueno, amigo… Adiós y mucha suerte.
Mientras duró el viaje, Miguel no cesaba de darle vueltas a todo lo que le había sucedido en Madrid, en lo pronto que había pasado de ser el hombre más feliz del mundo a ser el más desgraciado. Estuvo a punto de romper la carta que le habían dado para sus padres, para ahorrarles el disgusto; pero no lo hizo, “¿Qué me importaba a mí lo que pensaran mis padres? Para ellos, lo peor es que yo había perdido el trabajo y ahora tendrían que mantenerme; en cambio yo… yo había perdido a Mari Carmen, y con ella lo había perdido todo, hasta las ganas de vivir” –pensaba Miguel mientras el paisaje y las ciudades desfilaban lentamente ante la ventanilla del tren-. Se acordó del poema del rey moro que perdió Alhama, se lo había leído varias veces en el instituto malagueño, y comprendió el dolor que debió de sentir al perder la ciudad que lo era todo en su vida, donde tenía su trono, su ejército y el harén con sus amadas doncellas; pero, según dicen, él tuvo la culpa de todo. Él, en cambio, perdió a su Mari Carmen, de Alhama de Granada, sin tener ninguna culpa, sin haber faltado a nadie: “La perdí por una infamia, dicha por una monja, superiora ella, que se llama cristiana”. Tenía pues eso en común con Boabdil, el rey moro de Granada: los dos perdieron lo que más amaban en la vida por una Causa llamada cristiana.


Siete años más tarde, Miguel volvió a Usera. Fue cuando la revolución estudiantil del año 1968. Durante todos esos años había trabajado duro en París, sin olvidar la promesa que le hizo en aquella barca del parque del Retiro: ahorrar para comprar un piso y casarse… Por eso volvió, aunque nunca había recibido respuesta a sus numerosas cartas. Conducía un coche nuevo, un Renault Caravelle, un precioso coche deportivo y descapotable. También traía consigo una cartilla de un banco francés con un saldo de varios miles de francos, de los nuevos. Fue a su casa; no había olvidado la dirección: calle Julio Merino, nº 4-3º derecha. Miguel llamó a la puerta muy nervioso, estaba ansioso de verla para llevarla a buscar un piso, el que ella quisiera, para formar su nido de amor, el lugar donde pudiese vivir junto a ella y amarla para siempre… Pero no fue ella quien le abrió la puerta… Fue una mujer anciana y enferma, que había alquilado el piso hacía ya algún tiempo. No supo decirle nada de la chica que buscaba. Preguntó en todas las puertas de aquel bloque de viviendas por si la conocían, por si sabían adónde se había ido a vivir… Todo fue en vano, nadie sabía adónde se habían mudado aquellos andaluces de Granada que vivían en la tercera planta.
Entonces Miguel fue al colegio. Pensaba que tal vez la hubieran readmitido al cabo del tiempo, pues es de cristianos el perdonar, aunque nada había de malo en lo que habían hecho. Le recibió insultante, como una fiera, aquella misma mujer solterona de Acción católica, o del Opus Dei, no se sabía bien lo que era, y le dijo: “Jamás la he vuelto a ver, pues en este centro sólo hay sitio para personas decentes y buenas.” Al oír eso, el chico le dijo, recalcando bien sus palabras para que ella lo entendiera:
– Si eso es así, ¿qué haces tú aquí, hija de perra?
A la señora Julia le entró tal sofoco que casi se muere allí mismo. Acudieron a ayudarla su asistenta y una cocinera. “Yo arranqué mi deportivo y salí de allí como una fiera. Estuve dando vueltas con el coche por Madrid, esperando un milagro, algo en lo que ya no creía, pero que, por si acaso, se cumpliera..., ¡que llegase a verla! Fui al barrio en el que ella me había dicho que sus padres pensaban comprar una vivienda cuando pudieran… Entré en una Peña Flamenca, que tenía un letrero sobre la puerta que decía: Casa de Granada. Nada, todo fue en vano. Aquel mismo día me volví a París, porque sin ella, ¿qué hacía yo en España?”

Acabado su relato Miguel, restregó la colilla del cigarrillo en el cenicero que yo le había puesto sobre el alféizar de la ventana, lejos de mí, pues me molestaba el humo. Luego se acercó, miró las notas que yo había escrito en mi cuaderno y me dijo:
– Espero que, si algún día ve esta historia publicada, sepa que yo sí que volví a cumplir mi palabra. No por ser más hombre que nadie, ni por honor, sino porque durante todos estos años jamás pude olvidarla. ¿Qué habrá sido de ella, de mi Carmen, la de Alhama? Aún ahora, después de tanto tiempo, cuando recuerdo con nostalgia el pasado, pienso: ¿Qué hubiera sido de mi vida si entonces yo la hubiese encontrado? ¡Que seas feliz, Mari Carmen, donde sea que estés! Y mirando hacia mí, con los ojos brillantes por la emoción, me dijo:
– ¿Has escrito eso?

– ¡Venga Ya! Vámonos a dar una vuelta por ahí – respondí–. Te estás poniendo ya muy pesado con tu historia. ¿Estás seguro de que a alguien le puede interesar publicarla? Es difícil, muy difícil… Vamos al Olimpia, hoy actúa una artista española; te gustará.
– ¿Quién es?
–Ya lo verás, es una sorpresa.

FIN



Registrado en el Registro de la propiedad Intelectual CA—1632

sábado, septiembre 17, 2005

¿POR QUÉ, DIOS MÍO?




Nací en el campo, en la sierra de Aracena. Tenía ocho hermanos y todos fuimos criados amorosamente por nuestra madre. A medida que pasaba el tiempo fuimos creciendo y disfrutando de todo lo que la vida nos ofrecía en la finca. Nos levantábamos temprano y salíamos a buscar el alimento diario acompañando a nuestros mayores. Había una gran amistad entre todas las familias y nos protegíamos unas a otras de los peligros que acechaban en el monte. 

Desde pequeño admiraba la salida del Sol en la montaña, aparecía poco a poco asomando la cabeza por encima de la línea fina de la sierra hasta que salía en poco tiempo, apareciendo sobre ella como un disco de oro. Entonces el monte se llenaba de  luces y sombras y la vida comenzaba a mi alrededor: los pájaros cantaban y volaban de un lado a otro; las flores se abrían para tomar su porción de luz; las ovejas y las cabras se encaminaban en manada por los campos en busca de la hierba fresca, vigiladas de cerca por Tomy, el viejo mastín español que acompañaba al pastor en su recorrido diario.

Yo jugaba con mis hermanos y nos revolcábamos en la hierba; luego, cuando apretaba el calor, nos tendíamos bajo las encinas. Comíamos cuando teníamos hambre, dormíamos cuando teníamos sueño; no teníamos horarios rígidos, hacíamos lo que queríamos hasta que llegaba la noche y volvíamos a  casa para cenar y dormir.

Los amos de la hacienda nos querían mucho,. Desde pequeños nos acariciaban mucho y a veces nos presentaba a sus hijos para que jugaran con nosotros. ¡Éramos tan felices!
Una mañana de invierno, cuando salíamos de la casa para ir al monte nos esperaba una sorpresa: un camión estaba aparcado junto a la puerta, de forma que para salir de la casa teníamos que subir por una rampa y nos vimos de pronto encerrados en la caja del camión. Éramos cien criaturas allí apretadas unas contra otras, y en la parte de arriba había un segundo piso en el que también se hacinaban otras cien. Estábamos asustados y nos apretábamos unos contra otros para protegernos de lo desconocido. Observábamos al amo hablando con el conductor y entregándole unos papeles; luego el camión inició la marcha, echándonos los unos contra los otros en cada curva, en cada bache…

Estuvimos viajando todo el día sin comer y haciendo nuestras necesidades allí mismo, pues no podíamos movernos. La noche nos alcanzó, y también el frío. Llegamos a un pueblo cuyo nombre, Guijuelo, yo había escuchado pronunciar a mi amo cuando hablaba con el conductor, y el camión entró en un corral muy grande, donde ya había otros  camiones. El aire era espeso, olía a sangre y a muerte. Se escuchaban chillidos de compañeros míos dentro del edificio. Nos hicieron descender del camión con gritos y palos, dirigiéndonos a una puerta en la que sólo podíamos pasar de uno en uno, pues era muy estrecha. Una vez dentro del pasillo que había detrás de la puerta las paredes se estrechaban súbitamente, apretando los costados de mis compañeros, que chillaban e intentaban librarse de aquél abrazo. Era inútil, una vez sujeto por los costados fuimos conducidos a través de un túnel. Vi que un chorro de agua caía sobre el hermano que me precedía, y luego una cosa metálica bajó del techo y se posó sobre su cabeza. Mi hermano dio un terrible chillido que me asustó aún más. El suelo se movía continuamente, llevándonos hacia adelante. De repente cayó el agua sobre mí, mientras que mi hermano, que parecía atontado, seguía su marcha hasta otra ducha. El electrodo bajó del techo sobre mi espalda y comprendí porqué había gritado mi hermano anteriormente: el dolor que sentí era insoportable. Íbamos en cadena, unos detrás de otros; primero nos caía un chorro de agua, luego bajaba el electrodo; después otra ducha, y otra vez el electrodo. Así tres veces seguidas. Yo estaba muy mal, me dolía todo el cuerpo tras las descargas, sentía calor, me quemaba… Hubiera bebido agua si hubiese podido, pero la cinta metálica seguía su marcha, conduciéndonos hacia delante; no había forma de escapar de ella. Vi a mi hermano caer por una rampa y a un hombre que le esperaba y que insertó una hoja brillante en su garganta. Vi con horror salir la sangre del cuello de mi hermano. Otra vez sentí la descarga eléctrica sobre mi espalda y me hubiera caído si no me sujetaran las paredes metálicas.

Antes de desvanecerme, vi como un hierro largo con un gancho bajaba del techo y se llevaba a mi hermano colgando boca abajo; luego desapareció en una puerta de fuego. Ya no pude ver más… Mi último pensamiento fue hacia El Creador, le pregunté por qué me había traído al mundo, cuál era mi misión, ¿por qué, por qué…?

jueves, septiembre 15, 2005

El abuelo va a la boda

EL ABUELO VA A LA BODA (Dos versiones,:1 tal como se habla en la sierra de Cádiz y 2, en Castellano oficial.

En la explanada que hay ante la estación de Atocha, junto al semáforo situado en la calle Delicias, un hombre mayor se dirige a un joven que espera, como él, que el disco se ponga en verde. El viejo va y le pregunta:
– Hola, amigo, ¿me podría decí uzté aonde cae la plaza Ecpaña? Ec que vengo de Algá, de la provincia de Cai, zoy andalú, ¿zabe ucté?, y creo que ma perdío. He venío pa una boda: ze caza mi hija, la shica, y tengo quencontrala ante, ¿no cree ucté?
El joven le miró de arriba abajo. Encontró a un anciano bajito, risueño; la cara quemada por el sol y una barba canosa de tres o cuatro días. Portaba una boina negra protegiéndole la cabeza, un pantalón gris a rayas finas, negras, conjuntado con una camisa blanca bajo un chaleco negro. El viejo dejó la maleta de madera en el suelo, sacó un pañuelo y se secó el sudor, mientras miraba hacia la ancha avenida que llevaba hasta el centro de Madrid. Entonces el joven le preguntó:
– ¿Va usted a pie o va a coger el transporte público?
– ¿Y ezo que tié que vé con mi pregunta?
– Hombre, sí. Si va usted a pie le indico un camino más corto, todo derecho; si va acoger el bus, le indico donde tiene que cogerlo y el número de línea.
– Ah, ya… Dígame ucté el camino má directo pa ir yo andando, que mi méico ma concejao que ande musho, por latenzión, ¿sabe ucté?
– ¿Y no se perderá usted, abuelo?
– ¡Nooooo…! ¡Qué va! Yo ya a vivío aquí. Cuando era mozo. Entonce to ecto era má shico; no había tanto coshe. Yo trabahaba en el cine.
– ¿En el cine?
– Zí, de acomodaó, allá por Cuatro Camino. Vivía a entro del local, en una habitación al lao de la máquina. Por la tarde bahaba pa acompañá a lo zeñore cliente hacta zu butaca. Como era zezión continua y la gente podía entrá a cualquié hora, llevaba yo mi alinterna pa enfocá al número del aziento. Yo tenía un zueldo muy bajo, pero contaba con la propina de la gente.
El joven miró su reloj, impaciente, y le dijo:
– Bueno, si quiere usted ir andando siga usted todo recto…
– Zi, ya, ya… ¿No lectaré molectando, verdad? Perdone usted, es que ma dao alegría de podé hablar con un mushasho y demostrale que yo conozco ecta capitá. Mire, zí, me daban musha propina, y zi había alguien que no me la daba, lectropeaba la pilicula.
– Sí, y… ¿Cómo?
– Mire ucté: una vez vino un matrimonio catalán, de ezo que no gaztan ni zaliva pa hablá. Lo llevé hacta zu butaca, y me dieron… ¡un céntimo! Mazcushao ucté? ¡Un céntimo! Cuando lo normá era un duro. Po, mira hijo, ya ere como de la familia, porezo tablo azí: La pilicula era de zucpenze: musho muerto y musha policía. Cuando má emocionante ectaba el rollo, me puze atrá del matrimonio catalán, me incliné un poquillo y le dije en la oreja al tío tacaño eze: Eze tío que sale con la barba é el azezino. Ahora va y la mata. ¡No vea tú cómo ze puzo el tío! Empezó a dá voce y a maldecí y vinieron miz compañero a zacarlo afuera.
– Vaya, qué bien. Bueno, abuelo, que me tengo que ir, que tengo una cita y llego tarde. Ya sabe: todo recto, y si tiene dudas, pregunte un poco más lejos.
– ¿Una cita? Ezo tá mu bien, hijo. A la muhere no hay que hacela ecperá, que luego ze lo cobran. Una vez…
– ¡No, no, es con el dentista! Me voy, que llego tarde. ¡Adiós!
El abuelo agarró su maleta y cruzó la calle, murmurando en voz baja:
–Ya guelve la priza. ¡Nunca macoctumbraré a viví en la capitá!


EL ABUELO VA A LA BODA

En la explanada que hay ante la estación de Atocha, junto al semáforo situado en la calle Delicias, un hombre mayor se dirige a un joven que espera, como él, que el disco se ponga en verde. El viejo va y le pregunta:
– Hola, amigo, ¿me podría decir usted dónde está la plaza de España? Es que vengo de Algar, de la provincia de Cádiz, soy andaluz, ¿sabe usted?, y creo que me he perdido. He venido a una boda: se casa mi hija, la pequeña, y tengo que encontrarla antes, ¿no cree usted?
El joven le miró de arriba abajo. Encontró a un anciano bajito, risueño; la cara quemada por el sol y una barba canosa de tres o cuatro días. Portaba una boina negra protegiéndole la cabeza, un pantalón gris a rayas finas, negras, conjuntado con una camisa blanca bajo un chaleco negro. El viejo dejó la maleta de madera en el suelo, sacó un pañuelo y se secó el sudor, mientras miraba hacia la ancha avenida que llevaba hasta el centro de Madrid. Entonces el joven le preguntó:
– ¿Va usted a pie o va a coger el transporte público?
– ¿Y eso que tiene que ver con mi pregunta?
– Hombre, sí. Si va usted a pie le indico un camino más corto, todo derecho; si va a coger el bus, le indico donde tiene que cogerlo y el número de línea.
– Ah, ya… Dígame usted el camino más directo para ir yo andando, que mi médico me ha aconsejado que ande mucho, por la tensión, ¿sabe usted?
– ¿Y no se perderá usted, abuelo?
– ¡Nooooo…! ¡Qué va! Yo ya he vivido aquí. Cuando era mozo. Entonces todo esto era más pequeño y no había tantos coches. Yo trabajaba en el cine.
– ¿En el cine?
– Sí, de acomodador, allá por Cuatro Caminos. Vivía dentro del local, en una habitación situada al lado de la máquina. Por la tarde bajaba para acompañar a los señores clientes hasta su butaca. Como era sesión continua y la gente podía entrar a cualquier hora, llevaba yo mi linterna para enfocar el número del asiento. Yo tenía un sueldo muy bajo, pero contaba con las propinas de la gente.
El joven miró su reloj, impaciente, y le dijo:
– Bueno, si quiere usted ir andando siga usted todo recto…
– Si, ya, ya… ¿No le estaré molestando, verdad? Perdone usted, es que me ha dado alegría de poder hablar con un muchacho y demostrarle que yo conozco esta capital. Mire, sí, me daban muchas propinas, y si había alguien que no me la daba, le estropeaba la película.
– Sí, y… ¿Cómo?
– Mire usted: una vez vino un matrimonio catalán, de esos que no gastan ni saliva para hablar. Lo llevé hasta su butaca, y me dieron… ¡un céntimo! ¿Me ha escuchado usted? ¡Un céntimo! Cuando lo normal era un duro. Pues, mira hijo, ya eres como de la familia, por eso te hablo así: la película era de suspense: mucho muerto y mucha policía. Cuando más emocionante estaba el rollo, me puse detrás del matrimonio catalán, me incliné un poquito y le dije en la oreja al tío tacaño ese: ese tío que sale con la barba es el asesino. Ahora va y la mata. ¡No veas tú cómo se puso el tío! Empezó a dar voces y a maldecir y vinieron mis compañeros a sacarlo afuera.
– Vaya, qué bien. Bueno, abuelo, que me tengo que ir, que tengo una cita y llego tarde. Ya sabe: todo recto, y si tiene dudas, pregunte un poco más lejos.
– ¿Una cita? Eso está muy bien, hijo. A las mujeres no hay que hacerlas esperar, que luego se lo cobran. Una vez…
– ¡No, no, es con el dentista! Me voy, que llego tarde. ¡Adiós!
El abuelo agarró su maleta y cruzó la calle, murmurando en voz baja:
–Ya vuelven las prisas. ¡Nunca me acostumbraré a vivir en la capital!

miércoles, septiembre 14, 2005

EL CACHORRITO



Una fría mañana de enero, sobre las once y media, David salió de la escuela muy preocupado. Andaba cabizbajo, con la mochila llena de libros sobre su espalda, pensando en lo que le había ocurrido en la clase unos minutos antes, y llegó a la conclusión de que aquél no era su día: con una goma elástica, colocada entre sus dedos pulgar e índice, se había dedicado a lanzar bolitas de papel a sus compañeros de clase, con tal mala fortuna que le había dado a uno de ellos en un ojo y lo habían tenido que llevar al botiquín, de donde salió con el ojo tapado y llorando a mares.
El maestro se enfadó mucho con David, y le recriminó que no estudiase, que sólo sabía hacer maldades. Lo echó de la clase y le dijo que llamaría a sus padres y les informaría de su comportamiento. “Y todo por culpa de ese imbécil, que no aguanta ninguna broma; es un quejica", pensó David mientras caminaba hacia su casa. Luego, calculando las consecuencias de su acción, concluyó: " Mejor es que me hubiera quedado hoy en la cama con dolor de cabeza".
De pronto, al pasar junto a unos contenedores de basura, escuchó un ruido, algo así como un quejido. Sin pensarlo dos veces, David levantó la tapadera del contenedor y se quedó asombrado: un perrito pequeño, como una bolita de lana, de unas cinco o seis semanas de edad, trataba de mantenerse en pie sobre una bolsa de basura; emitía pequeños ladridos y todo su cuerpo temblaba de frío y de miedo. David lo cogió entre sus brazos y decidió quedárselo.
Mientras avanzaba hacia su casa, recordó que sus padres estaban en contra de que la gente criase animales en los pisos: falta de espacio, de higiene; había que vacunarlos, sacarlos a la calle para hacer sus necesidades —cosa mal vista por los peatones—; riesgo de mordeduras, tener que gastarse dinero en veterinarios y alimentos, ect. Además, no era el día más apropiado para intentar convencer a sus padres: el maestro ya los habría llamado por teléfono, diciéndoles lo que había pasado en la clase. “Ese tío es un chivato", dijo en voz baja sin darse cuenta, y el perrito le miró sin entender nada.

Decidió esconder al perro en el jardín de un chalet deshabitado que había junto al edificio donde vivía. Le hizo un pequeño refugio con unas maderas en una esquina del jardín; lo ató a una rama del seto que limitaba la parcela con una cuerda que encontró en un contenedor de basuras, y le puso un pequeño bozal que hizo con el cordón de su zapato, para evitar que el animalito ladrase y que alguien lo descubriera.
Al entrar en su casa recibió sin rechistar la reprimenda que le dieron sus padres, quienes le castigaron en su habitación sin salir, sin ver la televisión y sin juegos de ordenador: sólo debía de hacer los deberes que tenía aún pendientes.

Desde su ventana, situada en el primer piso del inmueble, David vigilaba el refugio del cachorro. Por las noches apenas dormía, y se levantaba para mirar por la ventana cada vez que escuchaba algún ruido. No miraba tampoco  sus libros ni hacía los deberes.
David apenas comía: le daba al perrito la mitad del bocadillo que su madre le metía en la mochila para la hora del recreo; luego, por la tarde, le daba parte de su merienda.

Un día, David se asustó mucho cuando llegó de la escuela y no halló al cachorrito en su escondite. Vio la cuerda y el bozal en el suelo, pero ni rastro del perro. El chico lo buscó por los alrededores, pensando que el animal se habría soltado y estaría husmeando por allí cerca. Al no encontrarlo, David se puso muy triste, y una gran opresión le invadió el pecho; las lágrimas se le saltaron y comenzó a llorar, mientras que continuaba la búsqueda por las calles cercanas.
Fue hasta la Perrera Municipal, pues sabía que el coche municipal pasaba de vez en cuando y recogía los perros abandonados para matarlos al cabo de unos días si no aparecían sus dueños. Allí vio numerosos perros de diferentes razas y tamaños, los cuales sólo tenían una cosa en común: la mirada triste y la cara de pena que tienen todos los perros que han sido abandonados por sus amos al darse cuenta de  que ya nadie los quiere...

David no encontró a su perro entre aquéllos. Entonces salió a la calle y se sentó en la acera, puso su cabeza entre los brazos y lloró amargamente la pérdida de su cachorrito. Estuvo así durante casi una hora; luego pensó que, de todas formas, él no podía guardar en secreto indefinidamente al cachorro: algún día sus padres lo habrían descubierto y se lo habrían quitado para echarlo a la calle, abandonado a su suerte; o lo habrían llevado a la perrera. "Mejor es que lo haya perdido ahora, que apenas nos conocemos, que no más tarde, cuando fuese grande y nos hubiésemos hecho amigos", dijo para sí.
El chico se fue despacio hacia su casa, con la esperanza de que alguna familia buena se lo hubiese encontrado y lo criase bien, ya que él no podía hacerlo. Al entrar en casa, sus padres le dieron un beso y le dijeron:

— Felicidades, David, hoy cumples diez años. Hay tarta de cumpleaños para merendar, y puedes invitar a tus amiguitos.

David no dijo nada, agachó la cabeza y se fue a su habitación murmurando: "¿Qué me importa a mí la tarta, ni mi cumpleaños? Los mayores sólo piensan en celebrar  fiestas. ¡Tonterías! A la hora de la verdad todo es mentira: no les importa nadie, no quieren a nadie; van a lo suyo".
Al abrir la puerta de su habitación, David se quedó boquiabierto, con los ojos grandes abiertos y sin poder hablar: sobre su cama, con un lacito rojo alrededor del cuello, y meneando alegremente su rabito, se encontraba su perrito.
David saltó de alegría y fue corriendo a cogerlo, lo abrazó y le dio muchos besos, mientras que el animalito movía su cola y le lamía la cara, loco de contento.

Los padres de David habían notado que al niño le ocurría algo, pues apenas comía. El chico se guardaba la comida en la mochila y les decía: " Para luego". Al salir al jardín  escucharon  un ruido, algo así como un maullido, se acercaron a mirar y descubrieron al perro, atado y con el bozal, dentro de un agujero cubierto de tablas. Estaba lleno de pulgas y muy sucio. Se lo llevaron a su casa, lo bañaron y decidieron quedárselo para David.

— Pero, ya sabes: si no estudias y no te portas bien en la escuela, lo echaremos a la calle —le dijeron al chico.
David se abrazó a ellos y los besó. No dijo nada, pues estaba muy emocionado y a punto de llorar de alegría.
Aquel año, David sacó un Notable en todas las asignaturas. Bueno... en todas no, sólo le quedaron dos para recuperar en septiembre; pero él les prometió a sus padres estudiar mucho durante el verano.

FIN

martes, septiembre 13, 2005

LA MOTO

¿Dónde estoy?, ¿cómo he llegado hasta aquí? Me he despertado hace un par de minutos y me veo acostado en la hierba, cerca de una carretera. Me duele terriblemente la cabeza. Por lo demás estoy bien, como flotando en el agua; no siento nada. ¿Y Sonia? ¡Sonia…..! Aún es de noche, veo las luces del tráfico en la carretera; muy cerca debe de haber una sala de fiestas o una feria, veo destellos de luces de colores. ¡Buena la cogí anoche! Estuvimos celebrando con unos amigos el cumpleaños de mi novia, Sonia, y después de cenar nos bebimos una botella de JB entre las dos parejas. Luego, Juan y Merche, se fueron a una discoteca. Sonia prefería la cama de un hotel, y nos fuimos a buscar habitación en el Caballo Blanco, en la playa de Valdelagrana, a 60 kilómetros de Algar, mi pueblo. No recuerdo mucho más… No sé porqué estoy tumbado sobre la hierba en este prado. Quizás preferimos a última hora echar un polvo al aire libre: el amor a la luz de la Luna es más sano y más romántico. Y más barato: la habitación en ese hotel no baja de los 200 Euros. En fin… ¡Sonia! ¿Dónde está ésta? Intento levantarme, pero no puedo, no tengo fuerzas. Parece que se me han dormido las piernas y los brazos, no los siento siquiera. Tengo mucho frío, eso sí que lo siento, a pesar del equipo de cuero que llevo puesto. Esta tía no habrá sido capaz de abandonarme aquí solo en el campo, porque si es así, me las va a pagar ¿Qué se ha creído ésa? Ah, ahí viene… oigo sus pasos y veo una luz que se acerca, es la luz de una linterna… ¿Dónde llevaba Sonia una linterna? Sonia… ¿Eres tú? ¿A dónde has ido?

– No te muevas, y estate tranquilo –me dice una voz desconocida detrás del foco de luz.

De pronto, el sonido característico de un helicóptero, que se hacía ensordecedor a medida que se iba acercando, me llegaba del cielo, y un potente haz de luz me enfocó. Quise taparme los ojos para protegerme de él, pero no podía mover mis manos. ¿Qué estaba ocurriendo?
El helicóptero se posó a unos metros de mí y bajaron dos personas, un hombre y una mujer.

– Pero… ¿Qué pasa aquí? ¡Eh, oigan! ¿Quienes son ustedes, qué están haciendo? ¿Y mi novia, dónde está mi novia?
– ¡No se mueva, por favor…! No se preocupe ahora por su novia, tranquilícese y no haga ningún movimiento; puede ser peor para usted.
– Qué tal está –le preguntó la chica al hombre que tenía la linterna.
– Bastante mal… Tiene las piernas rotas por varios sitios, no siente dolor y no se puede mover. Creo que es cosa de médula. Otro caso de silla de ruedas permanente.
– Lo vamos a poner sobre la camilla y le trasladaremos rápidamente al hospital de Jerez. ¿De acuerdo?

El helicóptero despegó, llevando en su vientre al herido con el equipo médico. Abajo quedaron las luces intermitentes del coche de la Guardia Civil de Tráfico y la ambulancia, en la que trasladaban el cadáver de una chica joven, que tenía la cabeza abierta y la cara desfigurada por las heridas. La Harley Davidson que había arrancado la valla de protección que enmarcaba la curva estaba tirada y destrozada en el terraplén de la cuneta.

FIN

lunes, septiembre 12, 2005

Homenaje a la Mujer Trabajadora


El día 8 de marzo de 1908, en la fábrica de tejidos Cotton, en Nueva York, ciento veintiocho mujeres que protestaban por la explotación a la que eran sometidas, trabajando en inhumanas condiciones durante interminables jornadas a cambio de un simbólico salario, fueron quemadas vivas dentro de aquella factoría. Así se puso fin a sus reivindicaciones.
Deseaba yo hace tiempo rendir un homenaje, un reconocimiento sincero al valor de aquéllas, que denominadas “Débil Sexo”, demostraron hace tantos años su oposición al “Derecho” legislado por unos hombres que en un país llamado “Libre” eran dictadores de hecho. Explotadores sin escrúpulos hicieron pagar con sus vidas la osadía de enfrentarse a ellos.
Más yo no sabía que decir de nuevo sobre aquellos hechos, que después de tanto tiempo ya todos conocemos, y pasaron los años sin descubrir nada nuevo. Hasta que un día, ¡por fin!, me llegó el momento: una mañana fría de invierno en el hipermercado Pryca, en su aparcamiento:
Ese día, a las nueve de la mañana, de poniente era el viento y tan sólo cinco grados de temperatura marcaban los termómetros en una ciudad tan cálida como es El Puerto. En una gran explanada dedicada a los aparcamientos cuatro mujeres solas, rodeadas de treinta guardias armados, gritaban unas consignas y aguantaban una pancarta.
En homenaje a estas mujeres, representantes de otras que trabajan en las fábricas, almacenes y tiendas, o en sus propias casas, he escrito este artículo en reconocimiento al valor que aquel día demostraron y que muchos hombres, considerados como el “Sexo Fuerte”, no tuvieron.

Todo comenzó en la noche del 13 de diciembre de 1988. Pasaban unos minutos de la una de la madrugada cuando yo me dirigía hacia mi casa caminando por la calle Larga. Hacía mucho frío en la calle a esas horas. Yo estaba muy preocupado por los acontecimientos que se avecinaban al amanecer del nuevo día.
Unas horas antes, en el local de Comisiones Obreras de la calle Luna, nos habíamos reunido la Ejecutiva de mi sindicato conjuntamente con la U. G. T. para preparar la huelga general del día siguiente, que quedaría señalada en la Historia con el nombre de 14 D. Además de los miembros de la Ejecutiva asistieron unos compañeros experimentados en dirigir a los " piquetes informativos". Algunos de entre ellos se pasarían de largo en su cometido y terminarían en los juzgados. Como ocurre siempre. Uno de ellos, que pertenecía a la " Izquierda Sindical " del propio sindicato C.C. O. O, informó del último descubrimiento en el arte de impedir que la puerta de un comercio o de un banco fuese abierta al público. Puesto en pie ante todos nosotros nos dijo:
"Hay que olvidarse de meter silicona en las cerraduras. Si la policía nos coge con un bote de silicona en los bolsillos, vamos derechos a la cárcel. En su lugar haremos.... (No voy a decir el método, para evitar que cualquier irresponsable que lea esta página lo ponga en práctica). De este modo no podrán meter la llave, y tendrán que llamar a un cerrajero para cambiar la cerradura. Y mañana no encontrarán a ninguno que lo haga. Así de simple. Si cada uno se encarga de un par de puertas, no habrá ningún negocio abierto en el centro. De los restantes se encargarán los piquetes."
Por otra parte, se esperaba una fuerte oposición por parte de las fuerzas de seguridad del Estado. El Gobierno de Felipe González aseguraba que garantizaría con todos los medios disponibles la libertad de acudir al trabajo de aquellos que no secundaran la huelga. Y yo ya conocía cómo actuaban los guardias en las manifestaciones, tenía la experiencia de los conflictos recientes de Astilleros Españoles. Sí, estaba preocupado por lo que se nos venía encima.
Días antes habíamos debatido la necesidad de emplear el arma de la Huelga General. Como trabajador me dolía que fuese a un Gobierno de izquierdas al que nos enfrentásemos. Por primera vez en la historia de España un sindicato socialista, defendiendo los intereses de los trabajadores, le plantaba cara a un Gobierno compuesto por compañeros de partido y de sindicato con una huelga general. ¡Tantos años luchando por instalar a los nuestros en el poder y ahora los teníamos enfrente! Algunos votaron por el diálogo; pero otros, los más radicales, decían: " Ya han tenido su oportunidad, nos han engañado desde que llegaron al poder: hay aún más parados que antes, nos han bajado las prestaciones sociales, y han puesto en vigor el "decretazo" de los medicamentos: ya no nos pagan ni la Couldina. Y para colmo vienen ahora con los contratos basura... "
Finalmente se decidió apoyar la huelga con todas sus consecuencias.
Habíamos quedado citados en las cocheras de los autobuses de El Puerto a las seis de la mañana, para impedir por todos los medios que los autobuses saliesen a la calle.
Lo que más me había impresionado aquella noche fue que a las doce en punto se fue la señal del televisor del local del sindicato. Estábamos todos allí reunidos y esperábamos el Telediario para conocer los datos que nos informasen de las probabilidades de éxito de la huelga, pues según las encuestas la participación sería ínfima, menos de la mitad de los trabajadores. Pero cuando vino el apagón de Televisión, sin telediarios ni noticias de ninguna clase, comprendimos que el éxito estaba asegurado: los trabajadores de Televisión Española, el arma manipuladora de la información con que contaba el Gobierno, estaban con nosotros. Más aún: ya habían comenzado ellos su huelga. Enseguida nos pusimos a concretar el cómo, dónde y con quién debíamos vernos al amanecer.
No logré conciliar el sueño aquella noche y a las cinco de la mañana ya estaba tomando café. Me asomé a la ventana para ver qué tiempo hacía: todavía era de noche y bajo los focos del alumbrado público los coches descansaban bajo una capa fina de hielo. Un viento helado de poniente me obligó a cerrar rápidamente la ventana. Me puse el pasamontañas y el chaquetón y me dirigí hacia las cocheras de los autobuses, al otro lado de la vía férrea. No sería el primero en llegar, pues una fogata grande iluminaba las puertas de hierro de la cochera y alrededor de ella se calentaban cinco o seis compañeros del sindicato. El vaho del aliento formaba una neblina alrededor de sus caras; se movían continuamente, golpeando alternativamente con cada uno de sus pies en el suelo y alargando sus manos hacia el fuego para entrar en calor. Me acerqué a la candela y uno de ellos me ofreció una botella de rebujo. Me eché un trago sin pensarlo. Debía de ser una mezcla de coñac y de cream, o de cream y vino, o quizás todo junto. El caso es que el brebaje estaba bueno y sentí rapidamente el calor en el cuerpo. Pregunté cuál era la situación y el Delegado Sindical del Transporte me dijo: " Un autobús ha salido antes de que llegáramos nosotros. Aquí estaba Manolo solo y el chofer le ha dicho que si tiene cojones que se ponga delante, que lo aplasta. Pero ya se han encargado de pararle los pies cerca de la plaza de toros. Los otros, ahí dentro están. Dice un chofer que a él tendrán que matarle para impedirle que salga, que está de contrato y le han dicho que si no sale está en la calle. Ése es el que nos va a dar más problemas, los otros nos han dicho que no van a salir, pero no nos fiamos; como nos vayamos todos, ésos sacan los coches. ¿Tú qué crees?"
— No, estoy pensando en lo que ha dicho ese hombre: " Si no salgo, estoy en la calle". Es contradictorio. Tiene gracia. Parece una adivinanza.
— ¡Coño! Te estoy poniendo al corriente de todo y tú estás pensando en otra cosa. Encima con cachondeo...
— Y qué quieres, ¿que me ponga con cara de mala leche para que se acojonen ésos de ahí dentro? ¡Venga ya, hombre! Piensa de forma positiva: ésos son trabajadores como nosotros, no te olvides, y están agradecidos de que estemos aquí porque así tienen la excusa para secundar la huelga sin que les sancionen.
El otro compañero me volvió a dar la botella y le di otro trago, luego miré el reloj y les pregunté:
— ¿Vamos a quedarnos aquí mucho tiempo? Porque yo creo que si de aquí no van a salir los autobuses, con tal de que se queden un par de hombres para informar de cualquier novedad los demás podíamos ir a ayudar en otro sitio. Al Pryca, por ejemplo.
— El Pryca no abre hasta las diez, son las siete... Vamos a quedarnos aquí tal como acordamos— dijo otro.
Nos quedamos allí al lado del fuego. Pronto comenzaron los chistes y las anécdotas ocurridas en otras situaciones parecidas. Yo seguía pensando en el hipermercado, en los más de doscientos trabajadores con contratos precarios: por horas, por días, por meses, en prácticas ect. Y me preguntaba qué harían ellos cuando llegara la hora de entrar a trabajar.
Una muchacha que era delegada sindical en aquella empresa nos había dicho que la dirección del centro había amenazado con despedir a todas aquellas personas que no acudiesen a sus puestos de trabajo a la hora de siempre. También nos dijo que cuando cerró el Pryca a las diez de la noche varias furgonetas de guardias civiles habían aparcado junto a las puertas de entrada y que iban a permanecer allí las veinticuatro horas del día de huelga.
A las nueve de la mañana, controlada la situación del transporte público, nos fuimos hacia Pryca. A esa hora arreciaba el viento y tan solo cinco grados de temperatura marcaban los termómetros en una ciudad tan cálida como es El Puerto. En una gran explanada dedicada a los aparcamientos cuatro mujeres solas, rodeadas de treinta guardias fuertemente armados, gritaban con fuerza unas consignas y aguantaban una pancarta que invitaba a la huelga.
Me acerqué a ellas con admiración. Tenían las caras y las manos amoratadas del frío; llevaban puesto sus uniformes de empleadas del hipermercado y en el pecho una tarjeta identificativa como delegadas sindicales. Sus falditas eran cortas, como casi siempre en las vendedoras de las grandes superficies y ellas trataban de alargarlas tirando de ellas hacia abajo para cubrirse del viento. Un oficial de la Guardia Civil se acercó y nos dijo que no formásemos grupos de más de tres personas. ¡Nos quedamos de piedra! Recordábamos épocas ya lejanas en las que era frecuente oír esas palabras. El oficial continuaba allí amenazando y algunos de los nuestros, acojonados ante el cariz que tomaba el asunto, aconsejaban que nos separásemos. Entonces una mujer se enfrentó al oficial y le dijo: "¿Pero usted de dónde sale, hombre? ¿De las cavernas? ¿No se ha enterado todavía de que estamos en D-E-M-O-CRA-CIA (lo escribo con mayúsculas porque la mujer le deletreó gritando cada una de las palabras al guardia), y que podemos reunirnos donde queramos, cuando queramos y cuantos queramos?"
El oficial se fue con sus guardias y se quedaron murmurando y mirándonos con una mirada encendida. Yo pensé en aquel momento que como recibiesen la orden de cargar se iban a desquitar con creces en nuestras carnes. Pero allí estaban aquellas mujeres para defendernos...
Llegó la hora de abrir el hipermercado. Sólo el director estaba en la puerta, desafiante. Todo el personal había entrado a trabajar, excepto las cuatro mujeres del Comité que se hallaban con nosotros frente a las puertas de entrada. Ellas, sujetando su pancarta y dando consignas a sus compañeras de trabajo e invitándolas a salir; nosotros, silbando y gritándoles al director y a unos hombres que salieron a acompañarle, seguramente los encargados.
Pero pasaba la hora y no entraba nadie a comprar. Los clientes llegaban y se quedaban mirando el espectáculo: tantos guardias, tantas armas... para tan solo cuatro mujeres y una docena de huelguistas que las acompañaban... Finalmente daban media vuelta y se largaban diciendo: " Ya vendremos otro día. Hoy haremos huelga". O sea, que el dispositivo ordenado por el Gobierno para proteger la libre entrada al hipermercado se había vuelto en su contra y causaba el efecto contrario: los clientes se negaban a efectuar sus compras rodeados de militares armados. A las once de la mañana el hipermercado cerró sus puertas y las mujeres se abrazaban a nosotros locas de alegría. ¡Como si nosotros hubiésemos hecho algo! Sólo de ellas era el mérito del triunfo.

Aquella noche del 14 D, impresionado por el valor que había visto durante la jornada de huelga en aquellas mujeres del Pryca, quise mostrarles mi admiración y escribí el siguiente informe que se puso en el tablón de anuncios del Sindicato y se repartió entre ellas:

EL PIQUETE
Temblorosas, frente a los guardias
Cuatro mujeres esperan,
Portando una pancarta
De invitación a la huelga.
Es el Comité de Empresa
De ese centro comercial
Que, a sus trabajadores
Desea bien informar.
Frente a los guardias,
Están solas...
Ellas, con su pancarta
Y mucho frío;
Ellos, bien abrigados y con pistolas...
El Pryca quiere abrir
Y a su suerte las abandona:
“Para impedir que abramos
sois muy poquita cosa”.
Y comienzan a llegar clientes
Que asombrados observan
Tan gran despliegue de guardias
Ante personas indefensas.
Se paran unos momentos
Y luego dan media vuelta...
"No, hoy no compraremos.
¡Ésta será nuestra huelga! "
Por fin, el director dice
Con cara de tristeza:
"Ante la escasez de clientes
Pryca cierra sus puertas".
Y un grito de triunfo
Se oye en la explanada...
En la lucha, desigual
Se ha ganado la batalla.
Cuatro mujeres solas
Estuvieron frente a los guardias
Temblando de frío y de miedo
Aguantaron su pancarta.
Vuestro es el triunfo, compañeras
Vuestra es la medalla...
Habéis logrado cerrar el Pryca,
Y a pesar de los guardias...
El tener de nuestro lado
A tan valientes compañeras
Es lo que enorgullece a la clase obrera.

domingo, septiembre 11, 2005

El camino a "El Juncal"

Fue escrito y difundido en miles de octavillas entre la población y transmitido por la emisora local, la SER, con motivo de las manifestaciones y cortes de la carretera N-IV, Madrid-Cádiz, protagonizados por los alumnos, padres y vecinos de las barriadas de la Zona Norte de El Puerto de Santa María, para protestar por la falta de seguridad a la entrada y salida del colegio. Durante una semana hubo cortes en la N-IV, que produjeron retenciones de vehículos de veinte kilómetros. Los antidisturbios cargaron con saña contra los manifestantes, en su mayoría padres y madres de alumnos. Este documento fue mi pequeña colaboración con mis compañeros de la Asociación de Padres de Alumnos del C.P.”El Juncal”, además de manifestarme junto a ellos.
El Ayuntamiento, gobernado por el PSOE, había convertido el camino de “El Juncal” en una carretera para el Aqua Park -una instalación de ocio veraniega-, con una enorme circulación de vehículos. No había arcenes y, por ese motivo, los padres que llevaban a sus hijos al colegio tenían que andar por el campo sembrado para no ser atropellados.

EL CAMINO A “EL JUNCAL”

Por la mañana temprano
por el camino de El Juncal
lleva una mujer, andando,
a sus hijos a estudiar.

Y una niña chiquitilla
se inclina en la orilla
y coge, para su madre,
un ramo de florecillas.

Un perrito pequinés,
de color canela,
en la puerta del colegio espera
la salida de su ama y compañera.

Con la carita recién lavada,
cargados de libros para estudiar;
los ojos todavía con sueño,
van los niños a “El Juncal.”

Jaramagos, amapolas, violetas y margaritas
y algunos almendros en flor
bordeaban el camino al colegio,
por donde iban los niños, sin temor.

Ese camino era nuestro,
antes que del Aqua Park,
que a base de mucho dinero
nos lo quiere ahora robar.

Nunca hubo un accidente
en ese camino vecinal
y ahora, que es carretera,
ya se empiezan a contar.

Ciudadano portuense
que pasas por “El Juncal”
¿Es justo que mi hijo muera
porque el tuyo vaya a disfrutar?

Espero que lo comprendas
y no te pongas a mal
si cuando vayas al “Parque Acuático”
no te dejamos pasar.

Hay otro camino
para ir al Aqua Park,
sin peligro para nadie
y para bien de la ciudad.
Que arreglarían algunos problemas
de alcantarillado y demás.

Nosotros lo hemos propuesto
y no nos quieren escuchar
pero, si tú también lo exiges
quizás lo podamos lograr.

El camino sería más largo
(unos doscientos metros más)
pero, ¿qué es eso comparado
con la vida de un chaval?

Aquí te mandamos el plano
para que puedas comprobar
que pasa por el Casino
hasta la Venta Millán.
Donde podrás comer mariscos,
A tu vuelta del Aqua Park.

sábado, septiembre 10, 2005

EL ASFALTO





El sol se estrella contra el asfalto y deja marcadas las huellas de los neumáticos. Su cegadora luz produce aristas de fuego en las veloces máquinas que me rozan al pasar en busca de su destino.
Me he quedado solo, no sé cómo ha ocurrido.


Polvo, sed y fuego recorren todo mi cuerpo. Por una larga y serpenteante carretera española, donde la muerte acecha a cada instante, corro en busca de mis amigos.

Me he quedado solo y no sé cómo ha sucedido. Paramos un momento en la gasolinera y salí a hacer pis y estirar las piernas; cuando volví ya se habían ido. No se habrán dado cuenta, pienso mientras camino. ¿Y el niño que jugaba conmigo en el asiento trasero, también me ha olvidado? Siete años cuidándole, amando sus gritos y sus gestos, sufriendo sus bromas, defendiéndolo ante cualquier peligro… Minutos antes de parar me dio una chocolatina y yo le lamí su mano, agradecido.

El sol se estrella contra el asfalto, llagas de luz en mis ojos, ampollas en mis dedos. Polvo, sed y fuego recorren todo mi cuerpo… Y un terrible chirrido de frenos precipitados, de neumáticos arrastrados, de cristales rotos, de…

viernes, septiembre 09, 2005

EL DÍA DE ANDALUCÍA

El próximo día 28 de febrero será el Día de Andalucía. Como ocurre desde hace 25 años, ese día se celebrará en Sevilla una gran fiesta en el Parlamento Andaluz, donde se entregarán medallas a los recién nombrados “Hijos Predilectos”, se pronunciarán infinidad de discursos de alabanzas a la labor que se ha hecho durante todos los años transcurridos desde que se inició la andadura democrática… Y entre esos discursos, se hará mención a todos aquellos “hijos que se fueron a otras comunidades” acuciados por la necesidad, en busca de trabajo…Y, como todos los años, se les asegurará que “La Madre Andalucía piensa en ellos en este día especial…” Luego, cumplida toda esta pantomima, se dirigirán hacia el comedor para degustar una maravillosa comida, preparada especialmente para todos los políticos y sus invitados.
Desde esta página deseo decirles a esos señores que no hay motivos para celebrar esa fiesta. Una fiesta que, por lo general, sólo celebran ellos: en muchas empresas se trabaja, aprovechando que es festivo y que las horas trabajadas se cobrarán como extras. Y eso siempre viene bien a las mal equilibradas economías de los andaluces de a pie.
No, Señorías, no hay gran mérito en la labor que han hecho ustedes en estos veintitantos años que están administrando la Comunidad, mientras más de un millón de andaluces se vean en la necesidad de emigrar para poder alimentar a sus familias. El problema enquistado de Andalucía es la falta de trabajo. Ése ha sido el mismo desde siempre: lo conocieron mis abuelos, quienes se tuvieron que enrolar en el Ejército en diferentes guerras, obligados por el hambre; Fue el mismo problema de mis padres, que tuvieron que dejar su casa y su pueblo para irse a Valencia para poder criar a sus hijos. Lo fue también el mío, durante la dictadura, que tuve que emigrar a Francia por las mismas causas: La falta de trabajo. Y lo es también ahora, cuando ustedes gobiernan, Señorías, para mis dos hijos mayores, que se han tenido que marchar, junto a otros cuatro mil gaditanos, a Castellón.
¿No les da vergüenza, Señorías, de celebrar el enorme éxito de la labor de La Junta cuando cientos de miles de andaluces continúan abandonado sus casas, sus familias y sus amigos para poder subsistir? Andalucía ha dado un gran salto cualitativo sí, es cierto; pero eso sólo lo han notado ustedes, los políticos, que se mantienen aferrados a sus sillones legislatura tras legislatura; cobrando unos sueldos envidiables, que jamás hubieran soñado poder cobrar en sus anteriores profesiones, mientras condenan a millones de andaluces a malvivir con salarios y pensiones de trescientos Euros al mes.
Si Andalucía, como madre, no olvida a sus hijos residentes en otras comunidades, debemos decir aquí, sin ambages, que no deja de ser una mala madre: En la actualidad una madre que abandona a sus hijos, maltratándolos o privándoles de sus necesidades más vitales es condenada en el Código Penal; está cometiendo un delito. ¿Por qué he de pensar diferente de “Nuestra Madre Andalucía” si me veo obligado en mi vejez a privarme de la compañía y de las muestras de cariño de mis hijos, porque no reciben de “Su Madre” la asistencia debida para cubrir sus necesidades?
En la vida diaria, a veces se les da a los hijos de un matrimonio la posibilidad de elegir con quién de los dos, el padre o la madre, desea vivir. Y el niño elige según sea el trato que haya recibido por parte de los dos contendientes. Referente a la “Madre Andalucía,” hay muchos miles de hijos que ya están renegando de ella y se dejan adoptar por otras comunidades.
¿Qué progresos celebran ustedes, cuando el mal endémico de Andalucía es el mismo, generación tras generación? Es cierto que los jóvenes están mejor preparados y que la inmensa mayoría de ellos estudia en la Universidad, pero, ¿de qué les vale eso si luego no les dan empleo?
Señorías, para finalizar, sigan ustedes comiendo y bebiendo para olvidar, escondan la cabeza como el avestruz…El problema sigue ahí: la juventud de nuestra tierra se ve obligada a marcharse para ser explotada, discriminada en otros lugares. Cuando pasen los años y cuenten a sus hijos y nietos –futuros charnegos, godos, gitanos, castellanos o cualquier otro calificativo discriminatorio de los que reciben en las comunidades que les acogen- el motivo de su exilio y salgan a relucir los nombres de los culpables de su situación, los de ustedes como gobernantes de Andalucía, ellos dirán:”Ése también estaba en la Junta. Y mientras él cobraba como Diputado y como Alcalde, además de como Consejero de algún banco, caja de ahorros o empresa, yo me vi obligado a vivir con una ayuda de cuatrocientos euros al mes; por eso emigré”.

Firmado: JUAN PAN GARCÍA

jueves, septiembre 08, 2005

Carretera y manta



Buscarse la vida…Nada hay más triste como el abandonar el hogar, la familia y el entorno natural en el que uno vive para buscarse la vida, el sustento de la familia. Significa estar lejos de casa, en tierras extrañas, solo, y pagando precios abusivos de hospedaje impuesto por avariciosos comerciantes, que parecen empeñarse en que sus eventuales clientes jamás vuelvan a verlos.
Representantes de comercio, trabajadores temporeros, transportistas, técnicos de montajes industriales, o chavales que cumplen destino en el Ejército son las víctimas del obligado destierro.
Entre ellos estuve yo bastante tiempo: me vi obligado por la falta de trabajo en El Puerto a abandonar mi casa e ir hasta Carboneras (Almería) para participar en la construcción de la central térmica de Endesa.
Mi plan era volver a casa una vez al mes, pues la central eléctrica se hallaba a más de quinientos kilómetros de Cádiz, demasiados para realizar el viaje semanalmente. Entonces no había autovías, sino una pésima carretera que atravesaba por en medio de cientos de pueblos y ciudades, donde parecía haber más semáforos que habitantes.
¡Qué despacio pasaban los días! Los contaba uno a uno para saber el tiempo que quedaba para volver a mi casa y pasar unas horas, pocas, con la familia. Los domingos los pasaba dando vueltas por el pueblo, de bar en bar, tirando el dinero que tanto sudor me costaba; aburrido y soportando los abusivos precios que me cobraban por cualquier cosa los comerciantes, que se creían que el dinero nos llovía del cielo, como el bíblico maná.
Finalmente, un día tomé la decisión: los viernes, a las cinco de la tarde,  acababa mi trabajo y yo saldría volando para mi casa, cruzando montes y barrancos con mi viejo compañero: un SIMCA 1000. 
Tendría que ir deprisa, pues a las ocho de la mañana del lunes debía de estar en mi puesto de trabajo, si quería conservarlo.
Entre esos dos días, más de mil kilómetros me hacía, desde Cádiz hasta Carboneras. ¡Qué larga es la carretera! Carreteras llenas de interminables obras para las nuevas autovías, que hacían temible el viaje de cruzar Andalucía. ¡Qué larga es la carretera, Dios mío, cuando se viene desde tan lejos a pasar tan solo un sábado y el domingo!
Se van contando los kilómetros, las ciudades, los pueblos… Hasta que al fin se llega a casa, donde te esperan, aún levantados, la mujer y los hijos. ¡Qué inmensa alegría le embarga a uno al llegar a su casa, abrazar y besar a los suyos, sentirse de nuevo en su hogar y coger en brazos al más chico!
Qué tristeza, en cambio, cuando llega la noche del domingo… Hay que volver al trabajo y, después de acostarse los niños, viajar durante toda la noche para estar por la mañana en el sitio.
Un día de aquellos, que me sentí muy solo en mi habitación, escribí esto que quiere parecerse a un poema. Vaya en honor de todos aquéllos que, de una forma u otra, se hallan ahora mismo en la misma situación que yo he vivido. Lleva por título” El regreso a casa”


EL REGRESO A CASA
Se pierden en el horizonte,
parecen que no terminan,
las carreteras andaluzas
por cansancio me dominan.

Quiero llegar al Puerto
¡Acelera! ¡Acelera!
Para pasar la noche
junto a mi compañera.

Yo elegí el camino:
la carretera costera.
Pasé por Almería
por Málaga y Marbella

Fuengirola y Algeciras
ya se han quedado detrás.
Me estoy acercando al Puerto
que es donde quiero llegar.

Asomada a su balcón,
viendo los coches pasar,
me está esperando mi esposa
para poderme abrazar.

Y los cuatro retoños míos,
que tanta guerra me dan,
aunque ya estén dormidos,
cuando yo llegue se despertarán.

¡Qué larga es la carretera!
¿Cuánto más falta ya?
Ya estoy viendo Valdelagrana
y ahora el puente Nuevo, el Penal…
y enseguidita, “El Tejar”.


miércoles, septiembre 07, 2005

¡Ay, Cádiz, Cádiz..!

De nuevo en España se habla de la sequía, de las restricciones de agua. Y aquí, en nuestra provincia, nos amenazan con volver a los cortes de suministro, después de aguantar toda clase de insensateces y tropelías, como son el construir una central térmica y varios campos de golf en una zona donde escasea el agua. Éste es mi consejo para todos los gaditanos: Dejad por un momento de pensar en el fútbol y en los carnavales; cuidad un poco más a nuestra ciudad amada. Le escribo a Cádiz porque es la capital, en donde se hallan los centros oficiales del Gobierno, pero mi corazón está con toda la provincia porque gaditanos somos todos.


CÁDIZ, LA MARGINADA

¿Qué habrás hecho tú, Cádiz,
la "Tacita de Plata",
para que el Reino de España
te tenga tan marginada?


Hace treinta años
que tienes  autovía,
la única de pago
de toda Andalucía.

Cerraron los cuarteles
alrededor de las murallas
y cientos de talleres
en la Zona Franca.

Ahora son tus Astilleros
los que estorban en Madrid
y se han propuesto cerrarlos
sin pedirte opinión a ti.

¿Qué será de Cádiz
sin sus grandes Astilleros,
donde se reparan  barcos
de todo el mundo entero?

Mira si eres desgraciada
Cádiz, Tacita de Plata,
que estás rodeada de mar
y sufres cortes de agua.

No puedes beber tu cerveza,
también cerraron tu fábrica,
y el agua que bebes ahora
es del Norte y embotellada.

¿Qué habrás hecho tú, Cádiz,
que te tienen tanta rabia?
Sólo se acercan a ti
en las elecciones y en las Regatas.

Yo que tú, amada Cádiz,
Cuando vengan a pedirte el voto
esos que mandan en España,
les enseñaría el culo
y les haría un buen corte de mangas.

Y de esos que te administran,
que dicen a todo "Sí, Buana"
cuando son de su partido
los que mandan en España,
¡Quédate con sus caras!
¡Nunca jamás les votes!
¡Que vallan a robar a otra parte,
o que se queden en sus casas.

Juan Pan


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