sábado, septiembre 17, 2005

¿POR QUÉ, DIOS MÍO?




Nací en el campo, en la sierra de Aracena. Tenía ocho hermanos y todos fuimos criados amorosamente por nuestra madre. A medida que pasaba el tiempo fuimos creciendo y disfrutando de todo lo que la vida nos ofrecía en la finca. Nos levantábamos temprano y salíamos a buscar el alimento diario acompañando a nuestros mayores. Había una gran amistad entre todas las familias y nos protegíamos unas a otras de los peligros que acechaban en el monte. 

Desde pequeño admiraba la salida del Sol en la montaña, aparecía poco a poco asomando la cabeza por encima de la línea fina de la sierra hasta que salía en poco tiempo, apareciendo sobre ella como un disco de oro. Entonces el monte se llenaba de  luces y sombras y la vida comenzaba a mi alrededor: los pájaros cantaban y volaban de un lado a otro; las flores se abrían para tomar su porción de luz; las ovejas y las cabras se encaminaban en manada por los campos en busca de la hierba fresca, vigiladas de cerca por Tomy, el viejo mastín español que acompañaba al pastor en su recorrido diario.

Yo jugaba con mis hermanos y nos revolcábamos en la hierba; luego, cuando apretaba el calor, nos tendíamos bajo las encinas. Comíamos cuando teníamos hambre, dormíamos cuando teníamos sueño; no teníamos horarios rígidos, hacíamos lo que queríamos hasta que llegaba la noche y volvíamos a  casa para cenar y dormir.

Los amos de la hacienda nos querían mucho,. Desde pequeños nos acariciaban mucho y a veces nos presentaba a sus hijos para que jugaran con nosotros. ¡Éramos tan felices!
Una mañana de invierno, cuando salíamos de la casa para ir al monte nos esperaba una sorpresa: un camión estaba aparcado junto a la puerta, de forma que para salir de la casa teníamos que subir por una rampa y nos vimos de pronto encerrados en la caja del camión. Éramos cien criaturas allí apretadas unas contra otras, y en la parte de arriba había un segundo piso en el que también se hacinaban otras cien. Estábamos asustados y nos apretábamos unos contra otros para protegernos de lo desconocido. Observábamos al amo hablando con el conductor y entregándole unos papeles; luego el camión inició la marcha, echándonos los unos contra los otros en cada curva, en cada bache…

Estuvimos viajando todo el día sin comer y haciendo nuestras necesidades allí mismo, pues no podíamos movernos. La noche nos alcanzó, y también el frío. Llegamos a un pueblo cuyo nombre, Guijuelo, yo había escuchado pronunciar a mi amo cuando hablaba con el conductor, y el camión entró en un corral muy grande, donde ya había otros  camiones. El aire era espeso, olía a sangre y a muerte. Se escuchaban chillidos de compañeros míos dentro del edificio. Nos hicieron descender del camión con gritos y palos, dirigiéndonos a una puerta en la que sólo podíamos pasar de uno en uno, pues era muy estrecha. Una vez dentro del pasillo que había detrás de la puerta las paredes se estrechaban súbitamente, apretando los costados de mis compañeros, que chillaban e intentaban librarse de aquél abrazo. Era inútil, una vez sujeto por los costados fuimos conducidos a través de un túnel. Vi que un chorro de agua caía sobre el hermano que me precedía, y luego una cosa metálica bajó del techo y se posó sobre su cabeza. Mi hermano dio un terrible chillido que me asustó aún más. El suelo se movía continuamente, llevándonos hacia adelante. De repente cayó el agua sobre mí, mientras que mi hermano, que parecía atontado, seguía su marcha hasta otra ducha. El electrodo bajó del techo sobre mi espalda y comprendí porqué había gritado mi hermano anteriormente: el dolor que sentí era insoportable. Íbamos en cadena, unos detrás de otros; primero nos caía un chorro de agua, luego bajaba el electrodo; después otra ducha, y otra vez el electrodo. Así tres veces seguidas. Yo estaba muy mal, me dolía todo el cuerpo tras las descargas, sentía calor, me quemaba… Hubiera bebido agua si hubiese podido, pero la cinta metálica seguía su marcha, conduciéndonos hacia delante; no había forma de escapar de ella. Vi a mi hermano caer por una rampa y a un hombre que le esperaba y que insertó una hoja brillante en su garganta. Vi con horror salir la sangre del cuello de mi hermano. Otra vez sentí la descarga eléctrica sobre mi espalda y me hubiera caído si no me sujetaran las paredes metálicas.

Antes de desvanecerme, vi como un hierro largo con un gancho bajaba del techo y se llevaba a mi hermano colgando boca abajo; luego desapareció en una puerta de fuego. Ya no pude ver más… Mi último pensamiento fue hacia El Creador, le pregunté por qué me había traído al mundo, cuál era mi misión, ¿por qué, por qué…?

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