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lunes, octubre 08, 2012

EL RÍO JUANES




1976, El río Juanes, en Buñol (Valencia)

El SEAT 600 D avanzaba despacio cargado con la familia completa: mi esposa, mis tres niños, la abuela y yo. El vehículo seguía un camino de albero y levantaba una espesa polvareda a su paso, produciendo toses y lágrimas en los ocupantes.
–Papi, cierra la ventanilla que me ahogo! –decía Rebequita, mi hijta, de 4 años.
–No, papi, que hace mucho calor – respondía David, su hermano.
–¡Athissssssssssss! ¡Attchisssssssss!– Extornudó la abuela, arrojando la dentadura bajo los asientos. 

Atravesé un prado de hierba y llegamos a una plazoleta abierta en medio de un bosque de pinos, donde se hallaban varios vehículos estacionados. “Zona de ocio del Río Juanes”, anunciaba un letrero clavado entre dos troncos.
 Ante nosotros se presentaba un valle agreste, hundido  entre montañas pobladas de pinos y abundantes rocas que se alzaban orgullosas en las alturas, dominando el valle.
 En un mapa pintado sobre  azulejos se mostraban las atracciones del lugar: Una pista de motocross, una charca donde tirarse desde una roca de tres metros de altura y  una cueva oculta tras una gran cascada de agua.
 Había un restaurante junto al aparcamiento, y pegado a la pista de las motos habían construido  un banco de piedra de unos diez metros, acondicionado con diez anafes para preparar paellas.
Mi mujer puso a Moisés, el  hijo más pequeño, en su carrito y se dispuso a preparar la comida en un fogón de aquellos. La abuela comenzó a partir leña de unas ramas secas que había amontonadas. Yo fui  en busca de la cascada con Rebeca y David, y desaparecimos entre los árboles que seguían el cauce del río.

 Apenas había pasado media hora desde que nos fuimos, cuando una moto perdió el control y se fue hacia  la zona de cocinas, cayendo encima de la paella que cocinaba mi esposa, volcándola. La moto se incendió y todos corrían dando gritos, dejando tirado al piloto. Carmen cogió en brazos al niño y huyó hacia el restaurante. No se dio cuenta de que la abuela no la seguía porque ésta, al ver aparecer la moto, había retrocedido unos pasos, tropezó con un palo y cayó de espaldas sobre la leña.
Al oír el griterío la gente salió del restaurante  con extintores y cubos de agua, y al poco rato lograron apagar el fuego antes de que el depósito de la moto estallara.
 Carmen lloraba presa de los nervios por el miedo pasado. “Un poco más y la moto me cae encima”, decía a todo el que quería oírla. A la abuela le dolía la espalda.

Mientras tanto, nosotros llegamos a la cascada, situada a un kilómetro más abajo siguiendo el río, a tiempo de ver a Pepe, un amigo mío, soltero, que también solía ir al río Juanes en su flamante Reanult 12, cuando se disponía a lucirse ante varias mujeres  jóvenes que nadaban en la charca. Pepe se colocó en  una roca frente a la catarata y se lanzó al agua, con tal mala fortuna que cayó en un lugar poco profundo y se dio de bruces contra el fondo.

Como tardaba en salir y el agua se tornaba roja, las muchachas fueron a rescatarlo. Entre cuatro o cinco chicas  lo llevaron a la orilla y le prestaron los primeros auxilios. El pobre hombre tenía un corte en la nariz y sangraba mucho, pero estaba consciente y pronto se puso en pie.
Mi hijo David, de cinco años de edad, había desaparecido y todo el mundo se puso nervioso dando gritos y llamándolo. Una muchacha se lanzó al agua y buceó por la charca para comprobar si había sucedido lo peor.
De pronto se escucharon unas voces tras la cortina de agua de la catarata y vieron que aparecía el niño por un extremo de la cascada, donde había un pasillo que conducía al interior de la cueva.

– ¡Papa, papá, en la cueva hay murciélagos!
 Y todos respiramos al verle. Yo le abracé y entré en la cueva para ver los murciélagos. Las chicas continuaron nadando en la charca como si nada hubiera sucedido.
Al medio día, yo con mis hijos,  y Pepe y las chicas, regresamos para comer  paella. Cuando mi esposa nos vio llegar, se levantó de un salto y salió al encuentro para abrazarnos.
–¡He vuelto a nacer, he vuelto a nacer! –decía, abrazándonos fuerte, mientras unas lágrimas bajaban por sus pómulos.
–¡Vaya, hoy no ha sido un buen día! –exclamé– A ver, cuéntame qué te ha pasado.
Una vez relatado todo lo sucedido, nos sentamos todos a una mesa del restaurante y pedimos una paella para celebrar que todos estábamos bien.
Pero aún no habían acabado los problemas: desde la mesa, observé  mi coche y vi que tenía una rueda pinchada. Y, más tarde, cuando la estaba cambiando, una avispa se posó en mi mano.
–¡No te asustes ni te muevas! – dijo Pepe– Si no te mueves, ellas no te pican.

No me moví ni tuve miedo, pero el bicho me clavó el aguijón y me dolió tanto que se me saltaron las lágrimas.
 ¡El campo! ¡Qué alegría poder vivir en plena naturaleza!

Fin


lunes, septiembre 17, 2012

LA PLACE BALARD



No es oro todo  lo que reluce y muchas veces las personas o las entidades y naciones presentan de sí mismas una imagen muy distinta a lo que son en realidad. “En casa del herrero, cuchara de palo”, se suele decir.
 
Y digo esto porque  jamás he visto más  muestras de  chauvinismo y racismo que las que descubrí en la Francia de la Liberté, Egalité, Fraternité en la década de los años sesenta.
Francia, símbolo de la Libertad, de la Revolución, de la Democracia, la misma que regaló la maravillosa estatua  que da la bienvenida a todo el que llega a Nueva York, es también es el lugar en que he sufrido la mayor vergüenza y  humillación de mi vida como ser humano. Sucedió en la plaza Balard, delante de la fábrica Citröen.

 Vista aérea de la antigua fábrica Citroen el distrito XV, junto al Sena
  
Corría por entonces el mes de septiembre de 1962. Cinco semanas antes, yo había abandonado mi trabajo, fijo pero mal pagado, en Vergel (Alicante), y había  salido de España como turista, pues  no me concedieron un contrato en la Oficina de Emigración  porque no cumplía  los requisitos: ser mayor de edad y haber cumplido el servicio militar.
Ya  llevaba casi dos meses en París sin encontrar trabajo estable y ello me angustiaba, pues  si al cabo de tres meses no obtenía un permiso de trabajo ni podía justificar que disponía de dinero suficiente  para vivir como turista, la policía me expulsaría de Francia.
Intentaba pues hallar trabajo por todos los medios, y sabía que en la Citröen había “Embauche” permanente (contratación de personal permanente), pues el trabajo era de  tal dureza que la gente entraba por una puerta y salía al poco tiempo por otra. 
Distinta era la fábrica Regie Renault, en ésa, todo el mundo quería trabajar. Había que superar exámenes teóricos en Francés. Por ello era tan difícil conseguir un puesto.

Me levantaba a las cinco de la mañana para coger el primer tren del Metro con el fin de llegar de los primeros a la plaza y coger un buen sitio en las filas delanteras. Todo era en vano: cuando llegaba, tras cuarenta minutos de trayecto, la plaza estaba a rebosar, y más de cinco mil personas se empujaban unas a otras para avanzar en las filas.
Delante de la entrada a la factoría habían instalado una especie de ring de madera de unos cuatro metros de lado con su barandilla de cuerdas, y yo desde lejos, empinándome sobre mis zapatos, me preguntaba para qué servían.
A las nueve de la mañana en punto se abría una puerta del edificio y salían tres o cuatro hombres muy bien vestidos. Súbitamente, la multitud se agitaba empujándose y gritando con el brazo alzado y mostrando su documentación. Uno de los ejecutivos de Citröen llevaba un megáfono y anunciaba: «Sólo se contrata a 50 personas cada  día, es inútil permanecer ocupando la plaza todo el día, dificultando la circulación. Por ello, una vez terminada la contratación deben  despejar la plaza.»
Mientras decía eso los otros observaban y elegían los candidatos entre la gente ansiosa y alterada que tenían delante. De pronto señalaban a uno de ellos, casi siempre el más alto y fuerte, y le decían: «Tú, acércate si quieres trabajar». Y el señalado se abría paso a codazos, empujones y hasta puñetazos para llegar hasta el estrado. Algunos aprovechaban el hueco que iba dejando tras él para seguirle y avanzar unas filas. Los demás le miraban con envidia y esperaban tener la misma suerte.
Cuando el hombre subía hasta el estrado uno de los empleados de la fábrica le cacheaba, le sobaba los músculos de los brazos y piernas, le miraba la dentadura, le preguntaba la edad y el nombre, y finalmente, diagnosticaba: «Éste es bueno para la sección de Fundición».
Después señalaban a otro y le invitaban a acercarse. La operación se repetía hasta alcanzar el cupo de los 50, y luego los directivos se iban, cerraban la puerta. A los pocos minutos aparecía un camión cisterna de la policía con su cañón de agua abierto a tope dirigido a la multitud. Así despejaban la plaza.

Yo me quedaba desolado, pensando sobre la conveniencia de volver a España a recuperar mi puesto de trabajo, aunque hubiese de realizar el servicio militar, algo  que me angustiaba, pues mis hermanos me habían asegurado que en los cuarteles, en vez de hacerte un hombre de provecho, tal como todo el mundo anunciaba, te hacían un desgraciado, y te robaban media vida.
Aprovechaba para visitar la zona. Muchas fábricas rodeaban a la Citröen, proveyéndola de componentes. Justo al lado había una  fábrica de neumáticos, envuelta en vapor y despidiendo un fuerte   olor a goma quemada que convertían el aire fresco y matinal en irrespirable. En ella trabajaban tres amigos procedentes del mismo pueblo que yo: Antonio Valverde, «El Chato», Manuela y Miguel «El Negro», su novio. A las doce disponían de media hora para comer y ellos salían y comentábamos lo sucedido en la puerta de la Citröen. Ellos me animaban siempre: « Otro día tendrás mejor suerte, Juan. Tienes que madrugar más para estar en primera fila». 

Al día siguiente me levanté a las tres de la madrugada y cogí un taxi. No sirvió de nada, cuando llegué la plaza estaba a tope. Al parecer, la gente llegaba de sus países en los trenes y se dirigían directamente a la plaza Balard cargados con sus maletas, y se sentaban sobre ellas delante de la fábrica. Los candidatos eran portugueses, polacos, yugoeslavos y españoles. Más allá había otra puerta en la que en letras grandes decía: «Sólo para africanos», y una multitud de negros y árabes pernoctaban ante  ella.
 Por fin un día tuve la  “suerte” de ser invitado a subir al estrado. Fue gracias a Manuela. Ella cambiaba de turno y después de cenar con  ella y Miguel en su habitación ( me ayudaron mucho mientras estuve sin empleo) me dijo que entraba a trabajar a las once y me propuso  acompañarla a la fábrica de neumáticos y quedarme luego en la plaza Balard hasta que abriesen los de la  Citroen. ¡Qué largas fueron las horas sentado en medio de la neblina en la acera de la factoría!
 Para acompañar a Manuela estrené una cazadora de ante, color marrón, que había comprado en Cortefiel por un elevado precio a pesar de beneficiarme de las rebajas. Ese día, yo estaba en primera fila, junto a las cuerdas del ring, y cuando salieron los directivos una avalancha de gente me empujó contra las cuerdas. Yo apenas podía moverme. Entonces los directivos me señalaron y entré pasando el cuerpo entre las cuerdas y rozándome con ellas. Estaban impregnadas de alquitrán y salí con mi cazadora llena de rayas negras y las manos pringadas.
Después de sufrir el manoseo del experto en esclavos, entré en una oficina para un examen médico y firmar el contrato y los documentos necesarios para obtener el permiso de trabajo y la tarjeta de  la seguridad Social. Cuando les mostré los documentos que acreditaban  mi profesión y mis estudios se echaron a  reír y luego, despectivamente, dijeron: «Los puestos de trabajos cualificados son para los franceses».
« Pues que se queden los franceses con la fábrica», les dije. Recogí  mis documentos y me fui sin mirar atrás.
 Actualmente  el Parque André Citroen ocupa el solar en que estaba ubicada su primera  fábrica: place Balard

El Gobierno de Francia sólo compra vehículos de fabricación nacional para sus coches oficiales. En la foto, el General Degaulle en una limousine de la marca Citroen. Ejemplo deberían tomar los políticos españoles para favorecer la industria nacional en vez de la extranjera.



No fue hasta el día 2 de noviembre de ese año que entré a trabajar en una de las mejores empresas que he conocido en mi larga vida laboral.

sábado, septiembre 01, 2012

CAMBIARLO TODO PARA QUE TODO SIGA IGUAL




El mes pasado  los telediarios mostraron un grupo de policías sudafricanos disparando contra los huelguistas negros de una mina de platino inglesa. La mayoría de los policías eran negros y disparaban contra sus mismos hermanos.
 Una vez más se comprueba que los que lideran una  revolución contra un país colonizador, cuando llegan al poder se comportan con su pueblo peor que los colonizadores expulsados. Ejemplos abundan en la historia de América Latina, pero en este artículo me ceñiré a los países descolonizados en África: Uganda, El Congo, Angola, Malawi, Algeria  Etiopía, Guinea, Liberia, Rodesia…
En cada uno de estos países los nativos vivían prácticamente como esclavos, trabajando de sol a sol en inmensas plantaciones de café, cacao, caucho, y en las minas  dirigidas por hombres blancos, a cambio de un techo y comida. El mundo miraba hacia otro lado, pero sabía que algún día el pueblo se levantaría y expulsaría a los extranjeros, nacionalizando sus propiedades y eligiendo a sus gobernantes. El resultado ya lo hemos visto durante los últimos treinta años: las luchas tribales por el poder y el reparto de los cargos políticos y riquezas expropiadas entre clanes familiares ha sumido África en un baño de sangre, convirtiéndola en un enorme cementerio alimentado por las hambrunas, las epidemias y la miseria, secuelas de una cruenta e interminable guerra que abarca a todos los países descolonizados.
 Y yo, que  he vivido algunos meses  en Sudáfrica en tiempos del Apartheid, me pregunto si al final, tal como está sucediendo en España, donde los políticos corruptos e inútiles están convirtiendo en bueno a Franco, los negros no estarán echando de menos aquellos tiempos crueles que con tanto ahínco combatieron. Sirva como ejemplo su moneda, el Rand, que equivalía entonces a 1`10 dólares americanos.
Actualmente,  vale 0´11 dólares, nada.

 Aún  recuerdo cómo se vivía allí en aquellos años. 

Secunda, Transvaal, una tarde cualquiera de verano del año 1981.



El Sol está recostándose en el lecho del horizonte, hacia el noroeste, observando desde un cielo de plata la figura del enorme complejo petroquímico de Sasol, con sus altas chimeneas vomitando humo y vapores sin descanso.

Curiosamente, el Sol en Sudáfrica lo vemos a nuestra espalda, casi encima de nosotros o más bien tirando hacia el Norte, según las estaciones, y no como en España, donde lo vemos al medio día situado al Sur.


Secunda está situada a 150 kms de Johannesbourg, en medio de una extensa planicie ocupada por granjas diseminadas aquí a allá, dedicadas a la crianza de avestruces y de ganado vacuno o a la siembra de ananás y otros frutos tropicales. Mientras la vida transcurre apaciblemente en la superficie, a miles de metros de profundidad rugen las máquinas extractoras del abundante carbón que se esconde en sus entrañas.

Esa tarde, como muchas otras, yo  iba caminando por la carretera que va desde la refinería de Sasol a Secunda, acompañado de mi amigo Pascasio, natural de Zamora. Nos dirigíamos a la taberna de estilo inglés del Centro Comercial Holliday, como cada tarde después del trabajo, para bebernos unas copas lejos del complejo industrial.

A mitad de camino aparece un poblado formado por medio centenar de chabolas construidas con ramas, uralitas o tableros desvencijados. Son las viviendas de los obreros negros que, tratados como esclavos, realizan las pesadas labores de las haciendas. No se les permite beber alcohol, viven rodeados de basuras, y las latas aplastadas de Coca Cola se amontonan por todas partes. Las zanjas laterales del camino que conduce al poblado se han convertido en arroyuelos de orinas y excrementos. Los domingos, los vecinos se visten con sus mejores ropas, se reunen en grupos y se sientan en la hierba junto a la carretera, donde permanecen durante horas bebiendo refrescos y fumando marihuana.

El domingo anterior, al medio día, Pascasio y yo entramos en el poblado. Al llegar a las primeras chabolas sus habitantes salieron a nuestro encuentro, nos escupieron y nos injuriaron en una de sus docenas de lenguas tribales. Asustados, llamamos a gritos a Ngbaka, uno de nuestros peones, que nos había invitado a ir allí para presentarnos a su familia y a la última de sus hijas, una niña recién nacida.
 Cuando él apareció, abriéndose paso entre sus vecinos, les dijo algo en un lenguaje desconocido por nosotros, que sólo entendíamos algo de inglés, francés o español. Todos se alejaron de pronto, inclinando sus cabezas en señal de respeto.

Entramos en su casa, una construcción de apenas quince metros cuadrados, cuyos muros eran de cartones, planchas de madera y techos de Uralita resquebrajada, que vertía en el suelo gota a gota el rocío acumulado de la noche. Su esposa, una mujer bantú, gruesa y de mirada triste, cubría su rapada cabeza con un pañuelo a modo de turbante. Según él, la mujer tenía menos de treinta años, pero aparentaba pasar de los cincuenta. En ese momento se hallaba dando de mamar a su pequeña. Tenían tres hijas más, pero no estaban con ellos: habían ido a visitar a la abuela a otro asentamiento.

 Mi compañero llegó a entenderse con ellos en inglés, y el hombre le entregó una caja de detergente llena de hierba seca y apretada a cambio de un par de cervezas que habíamos comprado para el camino.


Eso sucedió el domingo anterior;  ahora Pascasio y yo recorríamos a pie cinco kilómetros que separaban nuestra vivienda de la Taberna de Secunda. Cuando llegamos, nos encontramos sentados a una mesa en la sala a nuestro jefe, Michael, y tres o cuatro sudafricanos empleados de la refinería, que se habían bebido ya media docena de cervezas cada uno mientras escuchaban a un grupo musical que interpretaba en ese momento la canción The Boxer, de Simon and Gardfunkel. Y cuando, tras varios minutos de conversación sobre temas generales y nuestros futuros proyectos en España, les contamos nuestra anterior experiencia en el poblado bantú, vimos cómo se les cambiaba el rostro, enrojeciendo por la ira, y todos se abalanzaron contra nosotros, insultándonos, y nos zarandearon y nos echaron a la calle como a perros, pues, según ellos, los que ayudan a los perros deben irse a vivir con ellos.
 Y ya que estaban animados la emprendieron a patadas y puñetazos con un negro que estaba tranquilamente  sentado en un banco ubicado enfrente de la taberna.

Al día siguiente, Michael, un escocés al que la empresa Texas Petroleum Company había puesto de Jefe de Obra, nos llamó a su oficina y nos advirtió de que estaba prohibido toda clase de confraternización con los nativos, y que de seguir así, hablando con ellos y ofreciéndoles alcohol, acabaríamos en  la cárcel.

Una pregunta me asaltaba cada uno de los días que viví en aquel lugar: Si las relaciones íntimas entre blancos y negros estaban prohibidas, ¿por qué existían tantos mulatos en Sudáfrica?
Así vivían entonces, y ansiaban la independencia y la llegada de la Democracia, que los haría libres.
Ahora ya no manda el hombre blanco. ¿Por qué se matan entre ellos? ¿Viven mejor que antes? ¿Tienen más derechos?
La imagen de arriba lo dice todo.




domingo, agosto 19, 2012

«EL PORTO»


                                           
 En una de las empresas en que trabajé en París conocí a dos portugueses: José Fonseca, natural de San Antonio. Era éste un  hombre bajito y ancho de espaldas, moreno, de frente ancha, cejas espesas y pelo color azabache, ondulado y peinado hacia atrás. Se había comprado una vivienda en las afueras de Saint Denis, algo de lo que no habían sido capaces de hacer algunos compañeros de trabajo franceses, quienes vivían en  habitaciones alquiladas, y por tal motivo sentían hacia él una animadversión que manifestaban en soeces comentarios sobre el trabajo que debía realizar la esposa de José para conseguir el dinero necesario para  pagar la casa.
José Fonseca García, o tal vez García Fonseca, no lo recuerdo, era una bellísima persona y aunque sin duda alguna debía sentirse ofendido respondía siempre  amablemente, argumentando las dobles jornadas de trabajo que ambos, él y su esposa, habían realizado durante años limpiando oficinas  después de acabar la jornada laboral en las fábricas.
Era un hombre trabajador y servicial, jamás protestaba cuando los franceses se negaban a realizar un trabajo peligroso por los gases o por la radiactividad y el encargado se lo endosaba a él.
Un par de veces tuve el honor de comer en su casa y allí conocí a su familia: una mujer bajita y gruesa, que lucía una cara de muñeca de porcelana preciosa, y dos niños de ocho y doce años, también chaparritos, que enseguida hicieron amistad conmigo mostrándome todos su deberes escolares y sus juguetes.
 Cuando me fui de mi buhardilla, sita en la calle Montmartre, en el centro de París, le dije que si quería se llegase  a  mi casa para entregarle algunos electrodomésticos y muebles, pues cuando me casé la empresa me entregó las llaves de  un apartamento precioso en Epinay, al norte de París,  y yo quería amueblarlo al gusto de mi flamante esposa. 
Trabajé durante dos años con José y al despedirnos nos abrazamos emocionados y quedamos en visitarnos en España o en Portugal.

 El otro portugués era un joven de 26 años, natural de Oporto y recien llegado de Angola, en donde había permanecido cinco años cumpliendo el servicio militar al que obligaba el dictador Salazar.
Parecía africano: piel  tostada, labios gruesos y cabello fino y rizado. Era  bajito, de mi misma estatura, aquella generación nuestra se había criado con las mismas deficiencias nutritivas y los huesos no se habían estirado lo suficiente, resultando un tipo de personas de escasa altura y con tendencia a engordar. En caso de apuros, no servíamos ni para guardias civiles, pues lo único que exigían para entrar en el cuerpo era medir no menos de 1´70, llevar bigote y haber realizado el servicio militar.
Era tan mala persona, que no recuerdo ni su nombre: le llamábamos “el Porto” (el nombre de su ciudad natal, Oporto),  y estaba medio loco. Era muy violento y se enzarzaba en  discusiones patrióticas, criticando las costumbres francesas, llegando a las manos ante la más mínina insinuación de superioridad de los franceses. Yo me llevaba bien con él por miedo. Sentía un miedo atroz  a contradecirle;  cuando se  enfadaba, sus ojos se hinchaban, parecían salirse de las órbitas y gritaba para decir las cosas.
En el comedor  de la empresa disfrutaba relatando anécdotas de su vida en Angola, cuando su batallón  rodeaba de noche un poblado y asesinaba a los habitantes y los descuartizaba  con el machete para no despertar a los otros, y todos violaban a las mujeres y niñas. Todos dejábamos de comer y lo mirábamos pasmados, preguntándonos qué hacía ese hombre en la empresa. El Delegado sindical se quejó a la Dirección y dijeron que nada se podía hacer mientra el realizara bien su trabajo; no se le podía prohibir al portugués que contara las mismas cosas que ellos, los franceses, habían hecho en Indochina.
Pero la peor  faceta del Porto aún estaba por desvelarse y el destino quiso que fuese yo quien la descubriera:
En mayo de 1968, París estaba paralizado por las huelgas: no había transporte público ni abastecimiento a los mercados ni a las estaciones de servicios, y amenazaban con  dejarnos sin gas ni electricidad. La gente utilizaba su propio vehículo para acudir al trabajo y las gasolineras no tardaron en quedarse sin carburante.

 Yo tenía un coche de segunda  mano, un Citroen DS 19, con el depósito lleno y el jefe me pidió que por favor recogiera a "el Porto", que me cogía casi de camino, apenas un desvío de un kilómetro, y lo llevara a la fábrica, pues era muy importante que el prototipo que estaban construyendo en la sección de "el Porto" se acabara en la fecha prevista. Así lo hice durante una semana, el tiempo que me duró el combustible. Dejé mi coche abandonado en la avenida de Rivoli, cerca del  museo Louvre.
La mayoría de las empresas no secundaba la huelga, pero fueron obligadas a cerrar por falta de suministro y porque los trabajadores no podían acudir a sus puestos.
 Estuve tres o cuatro días sin ir a trabajar, deambulando por el Quartier Latín, escuchando discursos en la Sorbona y corriendo delante de los antidisturbios, los CRS, y  llegando a mi casa de madrugada, exhausto tras caminar varios kilómetros.
Súbitamente, una mañana París apareció rodeada de tanques y soldados y apareció el general De Gaulle en la televisión: “Soy yo o el caos”. Y se acabó la huelga. Todos volvimos a la rutina. La empresa me recompensó por haber llevado al portugués a trabajar mientras pude.
Una semana después, el viernes por la noche, se presentó en mi casa "el Porto" con una chica árabe. Era muy joven, creo que no tendría ni 16 años, aunque en su rostro había huellas de haber vivido momentos muy duros. Yo nunca he sido capaz de adivinar la edad de los negros ni de  los árabes o los orientales y aunque "el Porto" me aseguraba que la chica era mayor de edad no me fiaba. Me dijo que me  la traía en agradecimiento por haberle llevado a trabajar durante una semana. Me quedé pasmado y sin saber qué decir.
La chica me miraba y sonreía, sabía a lo que venía y ella estaba de acuerdo.
Yo no, yo tenía una relación, nos queríamos mucho y lo que menos deseaba es que llegara en ese momento y se encontrara una mora en mi casa. O que los vecinos llamaran a la policía y me acusaran de corrupción de menores. Le dije al Portu que se la llevara, pero él insistió. Decía que  la chica era su amiga, su amante y la de todos los portugueses del edificio en que vivía, y que no debía rechazar su regalo si yo quería seguir siendo su amigo. Antes de irse miró a la joven muy serio y le dijo: «Procura que mi amigo no tenga ninguna queja de ti, o me las pagarás»
Ella asintió con la cabeza.
Nos quedamos los dos solos, yo le dije que me explicara un poco de qué iba la cosa y ella me confesó que vivía en el mismo rellano de "el Porto",  que su padre se la ofrecía a los portugueses por dinero, y que a veces éstos le pegaban. Me pidió por favor que  tomara lo que quisiera de su cuerpo, pues no quería que "el Porto" se enfadara con ella: "está loco", decía.
 A las razones que expuse más arriba, he de añadir que la chica no me gustaba físicamente. Para nada. No me gustaban las africanas con su pelo alborotado y tan rizado, sus labios carnosos, enormes, y su piel tostada y con marcas tribales. Lo que a mí me gustaban eran las blancas, fuesen morenas, rubias o  pelirrojas. Más tarde descubriría las mulatas nacidas de la unión del  hombre blanco sudafricano y las negras nativas. Eso era otra cosa.  Copular con aquella niña argelina no me tentaba lo más mínimo, y menos sabiendo que ella venía forzada y, de hacerlo, ella  no sentiría ningún placer porque como a toda musulmana intuía que le habrían extirpado el clítoris.
Pasamos la noche  hablando sentados el uno frente al otro, sin hacer ruido por temor a los vecinos. A las cinco, en el primer metro, se fue a su casa.
Ya en el trabajo el Porto me preguntó cómo se había portado y yo le dije que maravillosamente; pero que no lo repitiera porque yo tenía novia y  me había puesto en un grave aprieto.
 El día de san Fermín la empresa cerraba durante tres semanas por vacaciones. El Porto dijo que no pensaba volver, que se quedaba en Oporto, y me preguntó si quería traerlo hasta Irún, donde cogería un tren para Portugal. Se despidió de todos durante la comida pagando unas botellas de vino, y los compañeros  franceses, quienes por un vaso de Côtes du Rhône eran capaces de invitarte a hacer cama redonda con sus esposas, le abrazaron efusivamente con los ojos brillantes por la emoción.
Yo no quería quedar mal ni con él ni con la empresa, y acepté traerlo. Me aseguré de que sus papeles  estaban en regla y de que no llevaba nada que me comprometiera, y de mala gana le recogí al día siguiente y me lo traje hasta Irún.
 Me detuve delante de la estación de RENFE, y él me dijo que esperase  cinco minutos, que él iba a ver el horario de trenes y si tenía que esperar mucho me invitaría a unas cervezas y al chuletón. " Anda y que te jodan", pensé, y nada más lo vi  entrar en la estación, arranqué el coche y salí en dirección a Pamplona.


martes, marzo 01, 2011

ROSITA CAMACHO, MI AMIGA

Los inviernos en la sierra de Madrid eran duros, y siempre cogíamos algún catarro cuando nos levantaban a las seis de la mañana y atravesábamos los trescientos metros de parcela que separaba el pabellón de los niños del edificio central para oír la misa.

Íbamos vestidos con pantalón corto, de pana azul; camiseta interior enguatada, de manga larga; y, sobre ella, nos enfundábamos un jersey azul marino, de cuello abotonado sobre el hombro; de calzado usábamos calcetines largos y botas de cartón, imitación piel, marca Segarra, que se mojaban al hundirse en la nieve y se despellejaban en la puntera al jugar al fútbol. Cuando llegábamos a la capilla del colegio, las niñas ya nos esperaban leyendo sus misales sentadas en los bancos de las primeras filas

A veces los catarros devenían pulmonías o tosferina y las monjas hubieron de habilitar una sala dormitorio junto a la clínica para aislar a los que la padecían. No dejaban entrar a nadie por miedo al contagio; pero nosotros entrábamos furtivamente para visitar a algún amiguito, con el deseo tal vez de contagiarnos y unirnos al grupo de enfermos movidos por la excelente comida que les ponían: puré de habichuelas, puré lentejas, puré de patatas, tortillas de patatas, mortadela, huevos fritos, plátanos… cosas que nosotros en el comedor no probábamos, pues nuestra dieta, invariable, era la siguiente:

Desayuno: taza de leche, pan y carne de membrillo.

Almuerzo: un plato de arroz caldoso y amarillo con bacalao, y una naranja o manzana.

Merienda: pan y una onza de chocolate

Cena: coles hervidas y un trozo de queso.

Mientras estábamos arrodillados en la capilla durante la misa, nos llegaba el olor de la cocina. Entonces cerrábamos los ojos y nos concentramos para adivinar qué era lo que preparaban las monjas para desayunar ellas: huevos fritos, tocino, sofrito de coles con patatas y ajito…

¡Así estaban ellas! Cuando llegaron al colegio para reemplazar a las misioneras, parecían escobas largas y enlutadas, que caminaban encorvadas por el peso del velo, y al cabo de seis meses, se convirtieron en barricas, caminaban sacando vientre y mirando alto, y sus caras lucían hinchadas en la prenda de tela blanca almidonada que enmarcaba sus rostros bajo el velo negro

Mis padres venían a visitarnos cuando podían. A veces nos llevaban a su lugar de trabajo, donde mi padre criaba gallinas en un rincón de la finca, yo no me cansaba de verlas.

Sor Benigna era la encargada de la enfermería, y cuando escuchaba toser o estornudar a algún alumno enseguida le ordenaba de acompañarla a la clínica, donde le auscultaba y le daba alguna pastilla de OKAL o inyectaba algún medicamento. Si era grave, lo aislaba enseguida en la sala de enfermos hasta que llegaran los médicos.

Y eso fue lo que le ocurrió a Rosita Camacho, una niña de diez años.

Rosita era muy bonita: delgada, alta y morena, de ojos negros y pelo ondulado; era la novia de Manolín Berrocal. Allí todos teníamos novia, era fácil echarse novia: ellas no lo sabían, pero nosotros las elegíamos, y todos conocíamos y respetábamos a la novia de cada uno.

Mi hermana Ana, la mayor, también tenía muchos admiradores. En la foto, en la terraza del colegio vestida de valenciana, el día de San José.

Luisa y mi hermana Isabel años más tarde en Valencia. La de la izquierda es Luisa, mi antigua novia escolar".

Las peleas surgían cuando una misma chica era la novia de varios, como María Ortega, una niña rubia de doradas trenzas y ojos color cielo, que parecía una de esas muñecas de porcelana que lucían los escaparates de juguetes. María Ortega nos tenía embrujados: era mi novia, y de Miguel, y de Rafa y de Cristóbal y de Manuel Delgado y de…

Finalmente fue la novia de Miguel Santamaría, pues nos venció a todos uno por uno tirándonos al suelo e inmovilizándonos..

Hacía una semana o diez días que Rosita permanecía aislada, cuando un grito resonó en todo el colegio y se expandió como una onda explosiva en el aire, rebotando como eco en las nubes y chocando contra los muros de piedra de las casas del pueblo. Las monjas corrían de un lado para otro, histéricas; los coches de los médicos llegaron de Madrid en breve tiempo, y las campanas de la torre de la iglesia rompieron su silencio: Rosita había muerto de difteria

Su hermano Jaime gritaba como un poseso, y las clases enmudecieron; las lágrimas inundaron los suelos y el aire se llenó de lamentos. Mi madre acudió a vernos, y junto a otros padres, alarmados por tan trágico acontecimiento, pedían explicaciones a las monjas y empleados del colegio. La madre de Rosita llegó en taxi desde Onteniente, en Valencia, abrazó a su hijo llorando, y repetía: ¡Fill meu, fill meu, quina desgràcia, Mare de Déu! (¡Hijo mío, hijo mío, qué desgracia, Madre de Dios!)

No nos dejaron entrar a ver a nuestra compañera hasta bien entrada la tarde. La habían vestido con el traje de su primera comunión, y su lecho estaba rodeado de jarrones con azucenas blancas. Parecía dormir plácidamente y nos pusimos en fila para depositar un beso de despedida en su frente.

Al día siguiente se celebró la misa y el funeral en la iglesia y acudió todo el pueblo. La iglesia estaba engalanada como nunca antes la había visto, un pequeño ataúd blanco destacaba sobre una mesa rodeada de candelabros y de jarrones de plata, cuyas blancas azucenas impregnaban el aire de un dulce y agradable aroma. Las campanas de la torre anunciaban el trágico suceso y unas tres mil personas hicieron a pie el camino turnándose muchos de ellos para llevar sobre sus hombros al féretro hasta el cementerio, situado a 1 km del colegio.

Entre el murmullo de oraciones y cánticos flotaba la pregunta que se hacía todo el mundo:

¿Cómo es posible que suceda esto en un colegio que visitan dos días a la semana los mejores pediatras de Madrid?

Han pasado más de cincuenta años y aún no tengo la respuesta.

martes, febrero 22, 2011

MI AMIGO JOAQUÍN

Palacio de la Sagra, Chapinería, antiguo colegio convertido hoy en biblioteca y centro de mayores http://www.panageos.es

Se podía decir que Joaquín Cáceres Macías era un niño especial. A sus diez años cantaba y bailaba flamenco con tal desparpajo que su fama saltó los muros del colegio y se desparramó por todo el pueblo, y el Alcalde don Juan, para aliviar la pesadez de sus discursos y la parvedad de sus festejos, solicitaba a las monjas la presencia del chiquillo en las fiestas del pueblo.

Un tarde, en una fiesta celebrada en el salón de actos del colegio, presidida por la esposa del Ministro de Trabajo, Doña Pepita Larrucea de Girón, realizamos una obra de teatro en la que yo hacía el rol de FelipeII. Lo recuerdo bien porque el collarín plisado de tela blanca y almidonada de mi atuendo me hizo unas ampollas en el cuello en el escaso tiempo que duró la obra. Seguidamente, Joaquín cantó unos fandangos y bailó unos taconeados al son de la guitarra que sonaba en un gramófono de tal modo que erizó la piel de los asistentes, y el Alcalde, conmovido, le hizo entrega solemnemente de la vara de mando, nombrándole alcalde del colegio.

Las monjas nos daban la cena a las siete, y nos acostaban temprano, a veces aún con el sol brillando en el cielo, para luego levantarnos a las seis de la mañana, así nevare o lloviere, para ir a misa de siete. Una vez acostados, la monja permanecía dando paseos por el pasillo acristalado que daba a las habitaciones hasta que nos veía a todos dormidos. Entonces ella se iba al edificio central para cenar y hacer sus oraciones. Y nada más oír que se cerraba la puerta, todos nos levantábamos y comenzábamos a jugar a la guerra, los ocupantes de unas habitaciones con las de otras, usando las almohadas y la ropa como armas.

En el verano, Joaquín esperaba que se marchara la monja del dormitorio y salía a la terraza y saltaba el muro del colegio para coger brevas y uvas de los campos contiguos y luego las repartía con nosotros. Así, mientras las monjas cenaban y luego se confesaban entre ellas y se auto castigaban con el silicio, nosotros compartíamos como hermanos los frutos aportados por nuestro compañero, forjando lazos de amistad que perdurarían en el tiempo.

Era Joaquín, cómo no a su edad, un niño listo, travieso, alegre, valiente y sincero, cualidades que no sé si serán las idóneas para resaltar, pero que lograron que quienes le rodeaban sintieran por él un cariño, una confianza y lealtad que le convertían en el ídolo, en el líder de todos los chicos y chicas del colegio.

¿Que una culebra de dos metros trepaba por el muro y se introducía por los dormitorios? Joaquín se enfrentaba a ella con la lanza que se había hecho con el palo de una escoba, la ensartaba por el medio o por la cabeza y la mantenía clavada contra el suelo.

¿Que un lagarto grande aparecía sobre un colchón de borra de los que se ponían a secar al sol en el patio o en la terraza cuando algún niño se orinaba en la cama?, allá iba Joaquín a enfrentarse a él, y cuando el animal, viéndose acorralado y sin salida, saltaba para morderle, Joaquín le esquivaba y acababa matándole a patadas o con un palo.

En el colegio había un perro mastín que cuidaba el pabellón de los niños. Se llamaba Tomi. Cada vez que alguien se acercaba a la puerta de entrada Tomi enseñaba los dientes, gruñía y ladraba, y cuando pasaban cerca de él, daba saltos con tal ímpetu que parecía que acabaría rompiendo la cadena que lo mantenía sujeto a una argolla clavada en el muro. Lo tenían atado porque solía subirse a la tapia del colegio y saltaba al otro lado para pelearse con los perros grandes de los pastores. Ya los había vencido a todos y había dejado alguno en mal estado.

Y el visitante que llegaba al pabellón, fuese quien fuese cura o monja, niño o niña, auxiliares o empleados, entraba arrastrando su espalda contra la pared contraria, encogido y lleno de miedo, hasta pasar al otro lado. Joaquín y el señor Gaspar, el encargado de mantenimiento, eran los únicos seres humanos que se atrevían a acariciarlo. El chico se acercaba sin temor y lo acariciaba y jugaba con él. A veces le hacía rabiar, tirándole de las orejas y el rabo. ¡Y el perro no le hacía nada!

Poco a poco Joaquín fue presentándonos a todos a Tomi. Nos cogía de la mano y se acercaba al perro diciéndole que le traía otro amigo. El animal nos olfateaba primero y luego se dejaba acariciar. Los domingos que hacía bueno, las monjas nos llevaban de paseo al campo y nos adentrábamos por una zona donde había toros bravos, rebaños de ovejas, perdices y conejos; pero también animales salvajes: zorras, lobos, jabalíes y serpientes. Joaquín se llevaba a Tomi con nosotros y él nos cuidaba.

Joaquín Cáceres Macías, a sus doce años, era el “alcalde” del pueblo, el niño más querido y admirado dentro y fuera del colegio. Pero tropezó con sor María del Rocío, que sentía celos de las atenciones que recibía el niño por parte de la dirección del colegio, del Alcalde y del pueblo entero.

Sor María del Rocío era un monja de unos treinta años, cuyas razones para meterse a monja ella sola conocía; pero no debían ser vocacionales sino otras, pues el odio que sentía por su trabajo y por los niños que estaban a su cargo salía a borbotones de sus ojos negros y ojerosos, que enrojecían de ira y le daban una mirada de loca mientras apaleaba al desgraciado que había osado contrariarla.

Era buena maestra, en cinco años logró que una docena de chicos que no sabían leer, aprobaran el examen de acceso al Bachillerato. Alumnos que más tarde lograron obtener becas para estudiar enseñanzas medias y superiores. Sus métodos, al parecer, eran los usuales de la época: preguntar con el puntero y la regla al lado. Si la respuesta era correcta, te ponía buena nota; si era mala, te pedía que pusieras la mano y te arreaba con la regla de tal modo que se inflamaba la mano y dolía todo el día.

Con Joaquín se ensañaba: en vez de la regla cogía un puntero y le golpeaba como una loca en la espalda, la cabeza o lo que se pusiera a su alcance. Alguna que otra vez rompió el palo en la espalda del niño. Una vez Joaquín consiguió arrebatarle el puntero e hizo amago de pegarle con él a la monja. Luego arrojó la vara por la ventana, mientras ella chillaba histérica y juraba que acabaría con él. El chico tenía todo el cuerpo lleno de moraduras, y cuando los martes y viernes venían los médicos a visitarnos, ella encerraba a Joaquín en el sótano para que no vieran los cardenales. Al cabo de tres o cuatro semanas sin verle, los médicos, los doctores Mora y don Carlos Daudent, le dijeron a la Superiora que no se irían sin ver al chico, y entonces trajeron a la consulta a Joaquín y se descubrió el maltrato sufrido.

Ante los médicos enfurecidos, Sor Rocío declaró que el niño era rebelde, que le insultaba y blasfemaba contra Dios, contra el colegio y contra ella. Y Joaquín fue llevado a un correccional dirigido por frailes, donde recibió tantas palizas que una noche, no pudiendo soportar más vejaciones, saltó por una ventana y huyó; pero vivir sin dinero y sin lugar donde cobijarse no era fácil en Madrid, y lo apresaron enseguida los guardias. Y Joaquín fue devuelto al centro de corrección de menores.
Pasaron los años y un día de invierno de 1960, terminados mis estudios en la Institución de Formación Profesional "Francisco Franco" de Málaga, me encontré con su hermana en un centro comercial de Madrid. Nos alegramos mucho de vernos y nos abrazamos. Ella trabajaba de enfermera y se había casado con un médico; le pregunté por Joaquín y se echó a llorar. Me dijo que había muerto pocos años después de que lo internasen en el correccional


Sor María del Rocío pertenecía a la Congregación de Hermanas de la Doctrina Cristiana, con sede en Mislata (Valencia)

sábado, febrero 19, 2011

MI PRIMER VIAJE

Todas las fotos son de internet
Febrero, año 1950.
En la estación de trenes de Jerez de la Frontera, el reloj señaló las diez de la mañana. El jefe de estación levantó la banderita y la máquina del tren Correo de Andalucía dio un fuerte pitido, al tiempo que lanzaba un chorro de vapor por la válvula que empujaba el pistón engarzado en la biela que movía las ruedas. El tren se puso en marcha hacia Madrid, exhalando sonoros suspiros y llenando la estación de humo negro y de olor a carbonilla. Asomados a la ventanilla se hallaban cuatro niños de entre 6 y 12 años: el que escribe, y sus tres hermanas.

En el andén, un par de monjas nos decían adiós con la mano y se iban quedando poco a poco detrás hasta que la perdimos de vista. Poco antes, ellas nos habían presentado al policía que viajaba de paisano en el convoy, encomendándole nuestra custodia, prometiendo que una persona nos estaría esperando en la estación de Atocha y se haría cargo de nosotros.

El vagón era de tercera clase, tenía bancos de madera y estaba atestado de gente que viajaba con sus maletas en medio del pasillo y sus canastos de alimentos sobre el portaequipajes. Sabían que pasarían treinta horas en el tren antes de llegar a Madrid. Las monjas, sin embargo, no nos dieron nada más que un boniato para comer a cada uno. Como no había asiento libre, el policía nos condujo al rellano del vagón, junto a la puerta de entrada, y nos invitó a ocupar las banquetas que había plegadas en las esquinas, advirtiéndonos de no movernos de allí, que él vendría de vez en cuando a visitarnos.

Y poco a poco fuimos acortando distancias, mirando por las ventanillas aquellos enormes y extraños paisajes con los ojos grandes abiertos y el corazón encogido por el alejamiento del hogar paterno y de los amiguitos, angustiados por el temor ante lo desconocido.

Acostumbrados a vivir en los montes de Cádiz, y sin haber visto antes un tren, admirábamos, temblando de frío, los campos llanos y helados de la Mancha. Una sábana de cepas oscuras y podadas desfilaban ante la vista y, cual garras amenazadoras, mostraban sus retorcidos sarmientos presagiando el destino cruel que nos habían asignado.

El boniato se nos acabó antes del medio día y no fue hasta la madrugada que un soldado piadoso, que regresaba al cuartel tras disfrutar de un permiso, compartió con nosotros su pan y sardinas arenques. La sed la saciábamos en el grifo del retrete, que ofrecía un agua de asqueroso sabor. El policía se presentó tres o cuatro veces a controlarnos, pero nunca se interesó por si teníamos hambre o comida. Y cada vez pedía la documentación a los que estaban en derredor nuestro.

El vagón que nos precedía iba cerrado por fuera y los pasajeros nos miraban con ojos tristes a través de una ventanilla enrejada. Según comentaba el soldado con otros pasajeros, se trataba de presos que llevaban a Madrid a trabajar en el mausoleo del Valle de los Caídos.

A las dos de la tarde del siguiente día llegamos a Madrid. El tren iniciaba su entrada en la estación de Atocha cuando el policía vino a buscarnos para conducirnos a la Comisaría de la estación, donde nos esperaba la señorita Conchita, una destacada activista de la Sección Femenina, que administraba el colegio al que nos conducían.

La señorita nos llevó en taxi hasta la Plaza Mayor y nos dejó en una esquina bajo el pórtico, delante de una tienda de espadas y navajas de Toledo.

«Quedaos aquí, voy a hacer unas cosas y ahora mismo vuelvo»— nos dijo.

Y permanecimos en aquella esquina, agotados y muertos de hambre, viendo pasar tranvías y taxis hasta pasadas las diez de la noche, hora en que la señorita regresó. Venía con una amiga, de quien se despidió muy efusivamente antes de introducirnos en el taxi, y continuamos luego el viaje hacia el colegio, ubicado a cincuenta kilómetros, por carreteras llenas de bultos y hoyos. Atravesamos un puente de madera sobre el Guadarrama, que crujía lastimosamente al paso del turismo. Pasaba de la media noche cuando llegamos al colegio y la señorita tiró de la cuerda que accionaba una campanilla en alguna parte del interior. Minutos después apareció una monja de la orden de las Hermanas de la Caridad, cuya crueldad dejaría huellas indelebles en mi memoria.

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viernes, noviembre 12, 2010

VOLVER A EMPEZAR

pintura de Julien Dupré

Aún no había amanecido cuando cantaba el gallo en el corral. Bajo el porche emparrado escuché al perro arrastrar la cadena, intuyendo la aparición de mi padre, que en esos momentos tomaba malta migada en un cazo de lata revestido de porcelana. Al Este, la oscuridad recogía sus bártulos y retrocedía poco a poco, perfilando las aristas de la sierra de Ubrique, que sobresalía por encima de las nubes agazapadas en sus laderas.
Mi madre se había levantado la primera y, después de encender la anafe y preparar la malta, introducía en un capazo un trozo de pan y el tocino que se llevaba mi padre para comer al medio día. En la habitación de al lado, separada por una cortina, dormían dos de mis hermanas; la tercera, de 12 años de edad, trabajaba de niñera en el molino y allí dormía. Mis dos hermanos, de 13 y 15 años respectivamente, eran pastores y vivían en el campo con el ganado.
pintura de Julien Dupré
Al terminar el desayuno, mi padre se echó el capazo al hombro, se puso la gorra y salió al campo, desapareciendo por la vereda del cortijo, de donde no regresaría hasta la noche. Mi madre lo despedía en la puerta conmigo en sus brazos. Era una escena tan repetida, que aún se mantiene incrustada en mi retina. El terror a caer en desgracia ante los señoritos, cuyos guardas vigilaban montados a caballo por las tierras de la hacienda; y el temor a quedarse sin trabajo y sin la casa que le habían prestado mientras fuera siervo del cortijo, fue la causa de que mi padre cayera enfermo del estómago y los nervios. La tristeza campaba a sus anchas en la casa, yo no recuerdo a ver visto reír a mi padre nunca en mis años jóvenes.
No fue hasta que emigramos en 1959 a Valencia, donde todos encontramos trabajo, que su rostro se dulcificó y abandonó la crispación con que había permanecido acosado por el hambre y la responsabilidad de proveer alimentos. De no tener ni seguro ni sueldo determinado, sino el que le quisieran dar los señores, comenzó a tener un horario y un salario establecido por ley y a poder disponer por primera vez, a sus 55 años, de una cartilla en el banco.
Luego llegaron los llamados años del Milagro Español, época de compras de viviendas protegidas, electrodomésticos y el SEAT seiscientos; otra época de reducciones de jornadas, de 48 a 40 horas semanales, que luego fueron reduciéndose poco a poco en busca de las 35 horas. Los obreros comenzaron a invertir los ahorros en la segunda vivienda, para disfrutar de los descansos domingueros, alejándose del mundanal ruido de las ciudades, y para dejarles a sus descendientes un valor seguro. La Universidad se puso al alcance de todos y no solo de los ricos. De mis cuatro hijos, dos tienen títulos universitarios: Licenciada en Químicas e Ingeniero Técnico Industrial.
Mi familia y mi seiscientos, Benissa, 1979
Tal como reconoce el Poeta del Pueblo, todo fue posible gracias al esfuerzo, al sudor y la sangre de nuestros viejos.
ACEITUNEROS
Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién,
quién levantó los olivos?
No los levantó la nada,
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.
Unidos al agua pura
y a los planetas unidos,
los tres dieron la hermosura
de los troncos retorcidos.
Levántate, olivo cano,
dijeron al pie del viento.
Y el olivo alzó una mano
poderosa de cimiento.
Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién
amamantó los olivos?
Vuestra sangre, vuestra vida,
no la del explotador
que se enriqueció en la herida
generosa del sudor.
No la del terrateniente
que os sepultó en la pobreza,
que os pisoteó la frente,
que os redujo la cabeza.
Árboles que vuestro afán
consagró al centro del día
eran principio de un pan
que sólo el otro comía.
¡Cuántos siglos de aceituna,
los pies y las manos presos,
sol a sol y luna a luna,
pesan sobre vuestros huesos!
Andaluces de Jaén,
aceituneros altivos,
pregunta mi alma: ¿de quién,
de quién son estos olivos?
Jaén, levántate brava
sobre tus piedras lunares,
no vayas a ser esclava
con todos tus olivares.
Dentro de la claridad
del aceite y sus aromas,
indican tu libertad
la libertad de tus lomas.
Miguel Hernández, 1937
Hoy me pregunto, al ver la situación de pobreza que está viviendo tanta gente, de las reformas laborales y la avaricia de los empresarios y banqueros, si mis hijos y nietos llegarán a conocer las condiciones de vida que soportaron mis padres.

lunes, febrero 08, 2010

EL PRECIO DE LAS LIBERTADES

Hace cuarenta años, un día 7 de febrero, mi esposa y yo nos casamos sin alfombra roja y sin marchas nupciales. En aquella época, si no te casabas por la Iglesia tu matrimonio no tenía validez alguna: no tenías el Libro de Familia, no cobrabas los puntos por hijos ni por matrimonio ni familia numerosa, y no podías acceder a puestos de la Administración por « vivir arrejuntaos» como decían entonces. Yo creía en Dios, pero no en la Iglesia: la conocía bien después de haber pasado diez años de mi vida entre monjas y curas. Mucha gente renegaba de ella, pero a la hora de la verdad, pasaban por el aro del altar por el miedo al qué dirán. Yo quería una boda como las demás: ceremonia, invitados al banquete, viaje de novios, libro de familia y todos mis derechos; pero sin la Iglesia. Como yo vivía en París, fui a la Embajada de España y me informé de si era posible hacerlo así en España. El señor que me atendió, D. José María de Sotomayor y Castro, Notario de la Embajada, me dijo que sólo podían acogerse a la Ley de Libertad Religiosa de octubre del 1967 los que demostrasen que no eran católicos. Le respondí que a mí nadie me había pedido permiso para bautizarme cuando nací, y que era católico en contra de mi voluntad. Entonces me entregó un documento Notarial, previo pago de las tasas en pesetas/oro equivalentes a 150 nuevos francos franceses de la época, y con él me vine al Juzgado de Jerez con dos semanas de permiso concedidos por mi empresa. Nunca imaginé la cantidad de trámites que tuve que realizar para lograr mi propósito. Casarme por la Iglesia me hubiera llevado sólo dos semanas, el tiempo de exponer las amonestaciones en las parroquias donde estábamos registrados; casarme por lo civil me ocupó tres meses de papeleo y visitas semanales al Juzgado nº 2 de Jerez. En la empresa me apremiaban a regresar bajo pena del perder el trabajo; pero luego comprendieron los motivos de mi tardanza y me guardaron el puesto. Debo decir que el Sr. Juez que llevó el asunto se portó maravillosamente, enfrentándose a los curas de nuestras respectivas parroquias y al Obispo de la Diócesis, quienes se negaban a darme de baja en la Iglesia. El Obispado no respondía las cartas que le enviaban desde el Juzgado ni daba curso a mi solicitud de baja, hasta que el magistrado citó al Vicario en su despacho para entregarle en mano el documento y que firmase el acuse de recibo en su presenciaEl último día de enero llegó, por fin, al Juzgado el documento que me identificaba como apóstata del catolicismo. Mi novia tuvo que presentar declaración de que se casaba voluntariamente, sin coacciones de ninguna clase, y soportar un reconocimiento médico para demostrar que tomaba la decisión libremente sin estar presionada por un embarazo indeseado. Al estilo de las bodas americanas que vemos en el cine, el Juez, un poco nervioso por ser el realizador del segundo matrimonio de esas características celebrado en Andalucía, comenzó por prohibir sacar fotos dentro de la sala; luego se colocó de pie en el estrado, junto a una mesa engalanada para la ocasión con un par de ramos de flores, un crucifijo y un voluminoso libro abierto sobre un atril. Nos leyó unos artículos sobre los derechos y deberes de los cónyuges, y nos hizo las preguntas de rigor. Tras responder con nuestros respectivos «Sí quiero», nos invitó a ponernos los anillos y a besarnos. Como ningún familiar nos apoyaba ni quería ser padrino o madrina, tuve que echar mano a los amigos. Fui yo quien pagó todos los gastos de burocracia, vestido de la novia, el fotógrafo y el convite.
En sus años escolares, mis hijos estudiaron Ética en lugar de Religión. Durante estos cuarenta años he visto como algunos de los familiares, católicos acérrimos, que presagiaban la pronta ruptura de mi matrimonio por ser únicamente civil, hoy están separados o divorciados, han sufrido la muerte de algún hijo por la droga, y tienen otros mal criados, viviendo a costa de sus padres. Mi matrimonio, en cambio, permanece estable como el primer día; mis hijos se han independizado, viven felices con sus respectivas parejas y son respetuosos, cariñosos, nobles y trabajadores. Ayer fueron ellos quienes nos llamaron por teléfono para recordarnos que era el 40º aniversario de nuestra boda