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lunes, octubre 08, 2012
EL RÍO JUANES
lunes, septiembre 17, 2012
LA PLACE BALARD
sábado, septiembre 01, 2012
CAMBIARLO TODO PARA QUE TODO SIGA IGUAL
Actualmente, vale 0´11 dólares, nada.
Aún recuerdo cómo se vivía allí en aquellos años.

El Sol está recostándose en el lecho del horizonte, hacia el noroeste, observando desde un cielo de plata la figura del enorme complejo petroquímico de Sasol, con sus altas chimeneas vomitando humo y vapores sin descanso.
Curiosamente, el Sol en Sudáfrica lo vemos a nuestra espalda, casi encima de nosotros o más bien tirando hacia el Norte, según las estaciones, y no como en España, donde lo vemos al medio día situado al Sur.
Secunda está situada a 150 kms de Johannesbourg, en medio de una extensa planicie ocupada por granjas diseminadas aquí a allá, dedicadas a la crianza de avestruces y de ganado vacuno o a la siembra de ananás y otros frutos tropicales. Mientras la vida transcurre apaciblemente en la superficie, a miles de metros de profundidad rugen las máquinas extractoras del abundante carbón que se esconde en sus entrañas.
Esa tarde, como muchas otras, yo iba caminando por la carretera que va desde la refinería de Sasol a Secunda, acompañado de mi amigo Pascasio, natural de Zamora. Nos dirigíamos a la taberna de estilo inglés del Centro Comercial Holliday, como cada tarde después del trabajo, para bebernos unas copas lejos del complejo industrial.
A mitad de camino aparece un poblado formado por medio centenar de chabolas construidas con ramas, uralitas o tableros desvencijados. Son las viviendas de los obreros negros que, tratados como esclavos, realizan las pesadas labores de las haciendas. No se les permite beber alcohol, viven rodeados de basuras, y las latas aplastadas de Coca Cola se amontonan por todas partes. Las zanjas laterales del camino que conduce al poblado se han convertido en arroyuelos de orinas y excrementos. Los domingos, los vecinos se visten con sus mejores ropas, se reunen en grupos y se sientan en la hierba junto a la carretera, donde permanecen durante horas bebiendo refrescos y fumando marihuana.
El domingo anterior, al medio día, Pascasio y yo entramos en el poblado. Al llegar a las primeras chabolas sus habitantes salieron a nuestro encuentro, nos escupieron y nos injuriaron en una de sus docenas de lenguas tribales. Asustados, llamamos a gritos a Ngbaka, uno de nuestros peones, que nos había invitado a ir allí para presentarnos a su familia y a la última de sus hijas, una niña recién nacida.
Entramos en su casa, una construcción de apenas quince metros cuadrados, cuyos muros eran de cartones, planchas de madera y techos de Uralita resquebrajada, que vertía en el suelo gota a gota el rocío acumulado de la noche. Su esposa, una mujer bantú, gruesa y de mirada triste, cubría su rapada cabeza con un pañuelo a modo de turbante. Según él, la mujer tenía menos de treinta años, pero aparentaba pasar de los cincuenta. En ese momento se hallaba dando de mamar a su pequeña. Tenían tres hijas más, pero no estaban con ellos: habían ido a visitar a la abuela a otro asentamiento.
Eso sucedió el domingo anterior; ahora Pascasio y yo recorríamos a pie cinco kilómetros que separaban nuestra vivienda de la Taberna de Secunda. Cuando llegamos, nos encontramos sentados a una mesa en la sala a nuestro jefe, Michael, y tres o cuatro sudafricanos empleados de la refinería, que se habían bebido ya media docena de cervezas cada uno mientras escuchaban a un grupo musical que interpretaba en ese momento la canción The Boxer, de Simon and Gardfunkel. Y cuando, tras varios minutos de conversación sobre temas generales y nuestros futuros proyectos en España, les contamos nuestra anterior experiencia en el poblado bantú, vimos cómo se les cambiaba el rostro, enrojeciendo por la ira, y todos se abalanzaron contra nosotros, insultándonos, y nos zarandearon y nos echaron a la calle como a perros, pues, según ellos, los que ayudan a los perros deben irse a vivir con ellos.
Al día siguiente, Michael, un escocés al que la empresa Texas Petroleum Company había puesto de Jefe de Obra, nos llamó a su oficina y nos advirtió de que estaba prohibido toda clase de confraternización con los nativos, y que de seguir así, hablando con ellos y ofreciéndoles alcohol, acabaríamos en la cárcel.
Una pregunta me asaltaba cada uno de los días que viví en aquel lugar: Si las relaciones íntimas entre blancos y negros estaban prohibidas, ¿por qué existían tantos mulatos en Sudáfrica?
Así vivían entonces, y ansiaban la independencia y la llegada de la Democracia, que los haría libres.
Ahora ya no manda el hombre blanco. ¿Por qué se matan entre ellos? ¿Viven mejor que antes? ¿Tienen más derechos?
La imagen de arriba lo dice todo.
domingo, agosto 19, 2012
«EL PORTO»
Pero la peor faceta del Porto aún estaba por desvelarse y el destino quiso que fuese yo quien la descubriera:

Me detuve delante de la estación de RENFE, y él me dijo que esperase cinco minutos, que él iba a ver el horario de trenes y si tenía que esperar mucho me invitaría a unas cervezas y al chuletón. " Anda y que te jodan", pensé, y nada más lo vi entrar en la estación, arranqué el coche y salí en dirección a Pamplona.
martes, marzo 01, 2011
ROSITA CAMACHO, MI AMIGA
Íbamos vestidos con pantalón corto, de pana azul; camiseta interior enguatada, de manga larga; y, sobre ella, nos enfundábamos un jersey azul marino, de cuello abotonado sobre el hombro; de calzado usábamos calcetines largos y botas de cartón, imitación piel, marca Segarra, que se mojaban al hundirse en la nieve y se despellejaban en la puntera al jugar al fútbol. Cuando llegábamos a la capilla del colegio, las niñas ya nos esperaban leyendo sus misales sentadas en los bancos de las primeras filas
A veces los catarros devenían pulmonías o tosferina y las monjas hubieron de habilitar una sala dormitorio junto a la clínica para aislar a los que la padecían. No dejaban entrar a nadie por miedo al contagio; pero nosotros entrábamos furtivamente para visitar a algún amiguito, con el deseo tal vez de contagiarnos y unirnos al grupo de enfermos movidos por la excelente comida que les ponían: puré de habichuelas, puré lentejas, puré de patatas, tortillas de patatas, mortadela, huevos fritos, plátanos… cosas que nosotros en el comedor no probábamos, pues nuestra dieta, invariable, era la siguiente:
Desayuno: taza de leche, pan y carne de membrillo.
Almuerzo: un plato de arroz caldoso y amarillo con bacalao, y una naranja o manzana.
Merienda: pan y una onza de chocolate
Cena: coles hervidas y un trozo de queso.
Mientras estábamos arrodillados en la capilla durante la misa, nos llegaba el olor de la cocina. Entonces cerrábamos los ojos y nos concentramos para adivinar qué era lo que preparaban las monjas para desayunar ellas: huevos fritos, tocino, sofrito de coles con patatas y ajito…
¡Así estaban ellas! Cuando llegaron al colegio para reemplazar a las misioneras, parecían escobas largas y enlutadas, que caminaban encorvadas por el peso del velo, y al cabo de seis meses, se convirtieron en barricas, caminaban sacando vientre y mirando alto, y sus caras lucían hinchadas en la prenda de tela blanca almidonada que enmarcaba sus rostros bajo el velo negro
Mis padres venían a visitarnos cuando podían. A veces nos llevaban a su lugar de trabajo, donde mi padre criaba gallinas en un rincón de la finca, yo no me cansaba de verlas.
Sor Benigna era la encargada de la enfermería, y cuando escuchaba toser o estornudar a algún alumno enseguida le ordenaba de acompañarla a la clínica, donde le auscultaba y le daba alguna pastilla de OKAL o inyectaba algún medicamento. Si era grave, lo aislaba enseguida en la sala de enfermos hasta que llegaran los médicos.
Y eso fue lo que le ocurrió a Rosita Camacho, una niña de diez años.
Rosita era muy bonita: delgada, alta y morena, de ojos negros y pelo ondulado; era la novia de Manolín Berrocal. Allí todos teníamos novia, era fácil echarse novia: ellas no lo sabían, pero nosotros las elegíamos, y todos conocíamos y respetábamos a la novia de cada uno.
Mi hermana Ana, la mayor, también tenía muchos admiradores. En la foto, en la terraza del colegio vestida de valenciana, el día de San José.
Luisa y mi hermana Isabel años más tarde en Valencia. La de la izquierda es Luisa, mi antigua novia escolar".
Las peleas surgían cuando una misma chica era la novia de varios, como María Ortega, una niña rubia de doradas trenzas y ojos color cielo, que parecía una de esas muñecas de porcelana que lucían los escaparates de juguetes. María Ortega nos tenía embrujados: era mi novia, y de Miguel, y de Rafa y de Cristóbal y de Manuel Delgado y de…
Finalmente fue la novia de Miguel Santamaría, pues nos venció a todos uno por uno tirándonos al suelo e inmovilizándonos..
Hacía una semana o diez días que Rosita permanecía aislada, cuando un grito resonó en todo el colegio y se expandió como una onda explosiva en el aire, rebotando como eco en las nubes y chocando contra los muros de piedra de las casas del pueblo. Las monjas corrían de un lado para otro, histéricas; los coches de los médicos llegaron de Madrid en breve tiempo, y las campanas de la torre de la iglesia rompieron su silencio: Rosita había muerto de difteria
Su hermano Jaime gritaba como un poseso, y las clases enmudecieron; las lágrimas inundaron los suelos y el aire se llenó de lamentos. Mi madre acudió a vernos, y junto a otros padres, alarmados por tan trágico acontecimiento, pedían explicaciones a las monjas y empleados del colegio. La madre de Rosita llegó en taxi desde Onteniente, en Valencia, abrazó a su hijo llorando, y repetía: ¡Fill meu, fill meu, quina desgràcia, Mare de Déu! (¡Hijo mío, hijo mío, qué desgracia, Madre de Dios!)
No nos dejaron entrar a ver a nuestra compañera hasta bien entrada la tarde. La habían vestido con el traje de su primera comunión, y su lecho estaba rodeado de jarrones con azucenas blancas. Parecía dormir plácidamente y nos pusimos en fila para depositar un beso de despedida en su frente.
Al día siguiente se celebró la misa y el funeral en la iglesia y acudió todo el pueblo. La iglesia estaba engalanada como nunca antes la había visto, un pequeño ataúd blanco destacaba sobre una mesa rodeada de candelabros y de jarrones de plata, cuyas blancas azucenas impregnaban el aire de un dulce y agradable aroma. Las campanas de la torre anunciaban el trágico suceso y unas tres mil personas hicieron a pie el camino turnándose muchos de ellos para llevar sobre sus hombros al féretro hasta el cementerio, situado a 1 km del colegio.
Entre el murmullo de oraciones y cánticos flotaba la pregunta que se hacía todo el mundo:
¿Cómo es posible que suceda esto en un colegio que visitan dos días a la semana los mejores pediatras de Madrid?
Han pasado más de cincuenta años y aún no tengo la respuesta.
martes, febrero 22, 2011
MI AMIGO JOAQUÍN

Palacio de la Sagra, Chapinería, antiguo colegio convertido hoy en biblioteca y centro de mayores http://www.panageos.es
Se podía decir que Joaquín Cáceres Macías era un niño especial. A sus diez años cantaba y bailaba flamenco con tal desparpajo que su fama saltó los muros del colegio y se desparramó por todo el pueblo, y el Alcalde don Juan, para aliviar la pesadez de sus discursos y la parvedad de sus festejos, solicitaba a las monjas la presencia del chiquillo en las fiestas del pueblo.
Un tarde, en una fiesta celebrada en el salón de actos del colegio, presidida por la esposa del Ministro de Trabajo, Doña Pepita Larrucea de Girón, realizamos una obra de teatro en la que yo hacía el rol de FelipeII. Lo recuerdo bien porque el collarín plisado de tela blanca y almidonada de mi atuendo me hizo unas ampollas en el cuello en el escaso tiempo que duró la obra. Seguidamente, Joaquín cantó unos fandangos y bailó unos taconeados al son de la guitarra que sonaba en un gramófono de tal modo que erizó la piel de los asistentes, y el Alcalde, conmovido, le hizo entrega solemnemente de la vara de mando, nombrándole alcalde del colegio.
Las monjas nos daban la cena a las siete, y nos acostaban temprano, a veces aún con el sol brillando en el cielo, para luego levantarnos a las seis de la mañana, así nevare o lloviere, para ir a misa de siete. Una vez acostados, la monja permanecía dando paseos por el pasillo acristalado que daba a las habitaciones hasta que nos veía a todos dormidos. Entonces ella se iba al edificio central para cenar y hacer sus oraciones. Y nada más oír que se cerraba la puerta, todos nos levantábamos y comenzábamos a jugar a la guerra, los ocupantes de unas habitaciones con las de otras, usando las almohadas y la ropa como armas.
En el verano, Joaquín esperaba que se marchara la monja del dormitorio y salía a la terraza y saltaba el muro del colegio para coger brevas y uvas de los campos contiguos y luego las repartía con nosotros. Así, mientras las monjas cenaban y luego se confesaban entre ellas y se auto castigaban con el silicio, nosotros compartíamos como hermanos los frutos aportados por nuestro compañero, forjando lazos de amistad que perdurarían en el tiempo.
Era Joaquín, cómo no a su edad, un niño listo, travieso, alegre, valiente y sincero, cualidades que no sé si serán las idóneas para resaltar, pero que lograron que quienes le rodeaban sintieran por él un cariño, una confianza y lealtad que le convertían en el ídolo, en el líder de todos los chicos y chicas del colegio.
¿Que una culebra de dos metros trepaba por el muro y se introducía por los dormitorios? Joaquín se enfrentaba a ella con la lanza que se había hecho con el palo de una escoba, la ensartaba por el medio o por la cabeza y la mantenía clavada contra el suelo.
¿Que un lagarto grande aparecía sobre un colchón de borra de los que se ponían a secar al sol en el patio o en la terraza cuando algún niño se orinaba en la cama?, allá iba Joaquín a enfrentarse a él, y cuando el animal, viéndose acorralado y sin salida, saltaba para morderle, Joaquín le esquivaba y acababa matándole a patadas o con un palo.
En el colegio había un perro mastín que cuidaba el pabellón de los niños. Se llamaba Tomi. Cada vez que alguien se acercaba a la puerta de entrada Tomi enseñaba los dientes, gruñía y ladraba, y cuando pasaban cerca de él, daba saltos con tal ímpetu que parecía que acabaría rompiendo la cadena que lo mantenía sujeto a una argolla clavada en el muro. Lo tenían atado porque solía subirse a la tapia del colegio y saltaba al otro lado para pelearse con los perros grandes de los pastores. Ya los había vencido a todos y había dejado alguno en mal estado.
Y el visitante que llegaba al pabellón, fuese quien fuese cura o monja, niño o niña, auxiliares o empleados, entraba arrastrando su espalda contra la pared contraria, encogido y lleno de miedo, hasta pasar al otro lado. Joaquín y el señor Gaspar, el encargado de mantenimiento, eran los únicos seres humanos que se atrevían a acariciarlo. El chico se acercaba sin temor y lo acariciaba y jugaba con él. A veces le hacía rabiar, tirándole de las orejas y el rabo. ¡Y el perro no le hacía nada!
Poco a poco Joaquín fue presentándonos a todos a Tomi. Nos cogía de la mano y se acercaba al perro diciéndole que le traía otro amigo. El animal nos olfateaba primero y luego se dejaba acariciar. Los domingos que hacía bueno, las monjas nos llevaban de paseo al campo y nos adentrábamos por una zona donde había toros bravos, rebaños de ovejas, perdices y conejos; pero también animales salvajes: zorras, lobos, jabalíes y serpientes. Joaquín se llevaba a Tomi con nosotros y él nos cuidaba.
Joaquín Cáceres Macías, a sus doce años, era el “alcalde” del pueblo, el niño más querido y admirado dentro y fuera del colegio. Pero tropezó con sor María del Rocío, que sentía celos de las atenciones que recibía el niño por parte de la dirección del colegio, del Alcalde y del pueblo entero.
Sor María del Rocío era un monja de unos treinta años, cuyas razones para meterse a monja ella sola conocía; pero no debían ser vocacionales sino otras, pues el odio que sentía por su trabajo y por los niños que estaban a su cargo salía a borbotones de sus ojos negros y ojerosos, que enrojecían de ira y le daban una mirada de loca mientras apaleaba al desgraciado que había osado contrariarla.
Era buena maestra, en cinco años logró que una docena de chicos que no sabían leer, aprobaran el examen de acceso al Bachillerato. Alumnos que más tarde lograron obtener becas para estudiar enseñanzas medias y superiores. Sus métodos, al parecer, eran los usuales de la época: preguntar con el puntero y la regla al lado. Si la respuesta era correcta, te ponía buena nota; si era mala, te pedía que pusieras la mano y te arreaba con la regla de tal modo que se inflamaba la mano y dolía todo el día.
Con Joaquín se ensañaba: en vez de la regla cogía un puntero y le golpeaba como una loca en la espalda, la cabeza o lo que se pusiera a su alcance. Alguna que otra vez rompió el palo en la espalda del niño. Una vez Joaquín consiguió arrebatarle el puntero e hizo amago de pegarle con él a la monja. Luego arrojó la vara por la ventana, mientras ella chillaba histérica y juraba que acabaría con él. El chico tenía todo el cuerpo lleno de moraduras, y cuando los martes y viernes venían los médicos a visitarnos, ella encerraba a Joaquín en el sótano para que no vieran los cardenales. Al cabo de tres o cuatro semanas sin verle, los médicos, los doctores Mora y don Carlos Daudent, le dijeron a la Superiora que no se irían sin ver al chico, y entonces trajeron a la consulta a Joaquín y se descubrió el maltrato sufrido.
Ante los médicos enfurecidos, Sor Rocío declaró que el niño era rebelde, que le insultaba y blasfemaba contra Dios, contra el colegio y contra ella. Y Joaquín fue llevado a un correccional dirigido por frailes, donde recibió tantas palizas que una noche, no pudiendo soportar más vejaciones, saltó por una ventana y huyó; pero vivir sin dinero y sin lugar donde cobijarse no era fácil en Madrid, y lo apresaron enseguida los guardias. Y Joaquín fue devuelto al centro de corrección de menores.
Pasaron los años y un día de invierno de 1960, terminados mis estudios en la Institución de Formación Profesional "Francisco Franco" de Málaga, me encontré con su hermana en un centro comercial de Madrid. Nos alegramos mucho de vernos y nos abrazamos. Ella trabajaba de enfermera y se había casado con un médico; le pregunté por Joaquín y se echó a llorar. Me dijo que había muerto pocos años después de que lo internasen en el correccional
Sor María del Rocío pertenecía a la Congregación de Hermanas de la Doctrina Cristiana, con sede en Mislata (Valencia)
sábado, febrero 19, 2011
MI PRIMER VIAJE

Febrero, año 1950.
En la estación de trenes de Jerez de la Frontera, el reloj señaló las diez de la mañana. El jefe de estación levantó la banderita y la máquina del tren Correo de Andalucía dio un fuerte pitido, al tiempo que lanzaba un chorro de vapor por la válvula que empujaba el pistón engarzado en la biela que movía las ruedas. El tren se puso en marcha hacia Madrid, exhalando sonoros suspiros y llenando la estación de humo negro y de olor a carbonilla. Asomados a la ventanilla se hallaban cuatro niños de entre 6 y 12 años: el que escribe, y sus tres hermanas.
El vagón era de tercera clase, tenía bancos de madera y estaba atestado de gente que viajaba con sus maletas en medio del pasillo y sus canastos de alimentos sobre el portaequipajes. Sabían que pasarían treinta horas en el tren antes de llegar a Madrid. Las monjas, sin embargo, no nos dieron nada más que un boniato para comer a cada uno. Como no había asiento libre, el policía nos condujo al rellano del vagón, junto a la puerta de entrada, y nos invitó a ocupar las banquetas que había plegadas en las esquinas, advirtiéndonos de no movernos de allí, que él vendría de vez en cuando a visitarnos.
Y poco a poco fuimos acortando distancias, mirando por las ventanillas aquellos enormes y extraños paisajes con los ojos grandes abiertos y el corazón encogido por el alejamiento del hogar paterno y de los amiguitos, angustiados por el temor ante lo desconocido.
Acostumbrados a vivir en los montes de Cádiz, y sin haber visto antes un tren, admirábamos, temblando de frío, los campos llanos y helados de la Mancha. Una sábana de cepas oscuras y podadas desfilaban ante la vista y, cual garras amenazadoras, mostraban sus retorcidos sarmientos presagiando el destino cruel que nos habían asignado.
El boniato se nos acabó antes del medio día y no fue hasta la madrugada que un soldado piadoso, que regresaba al cuartel tras disfrutar de un permiso, compartió con nosotros su pan y sardinas arenques. La sed la saciábamos en el grifo del retrete, que ofrecía un agua de asqueroso sabor. El policía se presentó tres o cuatro veces a controlarnos, pero nunca se interesó por si teníamos hambre o comida. Y cada vez pedía la documentación a los que estaban en derredor nuestro.
El vagón que nos precedía iba cerrado por fuera y los pasajeros nos miraban con ojos tristes a través de una ventanilla enrejada. Según comentaba el soldado con otros pasajeros, se trataba de presos que llevaban a Madrid a trabajar en el mausoleo del Valle de los Caídos.
A las dos de la tarde del siguiente día llegamos a Madrid. El tren iniciaba su entrada en la estación de Atocha cuando el policía vino a buscarnos para conducirnos a la Comisaría de la estación, donde nos esperaba la señorita Conchita, una destacada activista de la Sección Femenina, que administraba el colegio al que nos conducían.
La señorita nos llevó en taxi hasta la Plaza Mayor y nos dejó en una esquina bajo el pórtico, delante de una tienda de espadas y navajas de Toledo.
«Quedaos aquí, voy a hacer unas cosas y ahora mismo vuelvo»— nos dijo.
Y permanecimos en aquella esquina, agotados y muertos de hambre, viendo pasar tranvías y taxis hasta pasadas las diez de la noche, hora en que la señorita regresó. Venía con una amiga, de quien se despidió muy efusivamente antes de introducirnos en el taxi, y continuamos luego el viaje hacia el colegio, ubicado a cincuenta kilómetros, por carreteras llenas de bultos y hoyos. Atravesamos un puente de madera sobre el Guadarrama, que crujía lastimosamente al paso del turismo. Pasaba de la media noche cuando llegamos al colegio y la señorita tiró de la cuerda que accionaba una campanilla en alguna parte del interior. Minutos después apareció una monja de la orden de las Hermanas de la Caridad, cuya crueldad dejaría huellas indelebles en mi memoria.
viernes, noviembre 12, 2010
VOLVER A EMPEZAR

aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién,
quién levantó los olivos?
ni el dinero, ni el señor,
sino la tierra callada,
el trabajo y el sudor.
y a los planetas unidos,
los tres dieron la hermosura
de los troncos retorcidos.
dijeron al pie del viento.
Y el olivo alzó una mano
poderosa de cimiento.
aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién
amamantó los olivos?
no la del explotador
que se enriqueció en la herida
generosa del sudor.
que os sepultó en la pobreza,
que os pisoteó la frente,
que os redujo la cabeza.
consagró al centro del día
eran principio de un pan
que sólo el otro comía.
los pies y las manos presos,
sol a sol y luna a luna,
pesan sobre vuestros huesos!
aceituneros altivos,
pregunta mi alma: ¿de quién,
de quién son estos olivos?
sobre tus piedras lunares,
no vayas a ser esclava
con todos tus olivares.
del aceite y sus aromas,
indican tu libertad
la libertad de tus lomas.
lunes, febrero 08, 2010
EL PRECIO DE LAS LIBERTADES








En sus años escolares, mis hijos estudiaron Ética en lugar de Religión. Durante estos cuarenta años he visto como algunos de los familiares, católicos acérrimos, que presagiaban la pronta ruptura de mi matrimonio por ser únicamente civil, hoy están separados o divorciados, han sufrido la muerte de algún hijo por la droga, y tienen otros mal criados, viviendo a costa de sus padres. Mi matrimonio, en cambio, permanece estable como el primer día; mis hijos se han independizado, viven felices con sus respectivas parejas y son respetuosos, cariñosos, nobles y trabajadores. Ayer fueron ellos quienes nos llamaron por teléfono para recordarnos que era el 40º aniversario de nuestra boda