El anciano caminó unos metros por la angosta calle, con la mirada clavada en la puerta posterior del palacio. Avanzaba lentamente, apoyándose con una mano en la pared, exhausto por la dura travesía que había soportado. Declarado en busca y captura, y perseguido con todos los medios a su alcance por una policía alentada por los medios informativos, que publicaban sus fechorías aumentándolas y distorsionándolas, como es costumbre en ellos, y sabiéndose odiado por la ciudadanía, que le acusaban de todas sus desgracias, el fugitivo había decidido entregarse.
Los guardias salieron a su encuentro y se abalanzaron sobre él, le pusieron las manos detrás y lo esposaron, reflejando en sus rostros el odio que les embargaba y que sólo la obediencia debida a las leyes les impedía manifestar salvajemente contra él. Cuando llegaron a la puerta del palacio, los guardianes le aferraron por los brazos y le condujeron sin miramientos por un pasillo en dirección a una sala en cuya puerta, con letras doradas, había un rótulo: Archivos Generales.
«Acomódate donde quieras y escribe todo lo que recuerdes para que lo tengan en cuenta los jueces que deben juzgarte. Los ánimos están exaltados, ya has sido condenado, y todos claman por una rápida ejecución», dijo el jefe de los guardias, empujándole adentro y cerrando la puerta.
No era el primero, ni seguramente sería el último, que acabaría en aquella sala: en una estantería se hallaban los restos de los anteriores gestores, conservados en el interior de unos cofrecillos rectangulares forrados en piel, cuidadosamente alineados, y en cuyos lados destacaban sus nombres en letras doradas.
« ¡¿Y qué querían que hiciera?! Estaba todo tan mal cuando me encomendaron el trabajo…», exclamó el viejo en voz alta para que lo oyeran desde el otro lado.
Recordó que una semana antes, mientras cenaba en un hostal de carretera, a cien kilómetros de donde se hallaba, había visto en la televisión al Rey, pronunciando su discurso navideño con voz monótona y los párpados semi-caídos sobre unos ojos ausentes y vidriados, repitiendo la retahíla de palabras huecas, ambiguas, que había pronunciado en la misma fecha durante los últimos treinta y cinco años, sugiriendo lo que deberían de hacer los trabajadores para que el sistema funcionase bien. Pero en esta ocasión en su discurso, escrito sin duda alguna por algún ministro del Gobierno, añadió algo que consternó al pueblo: el Rey aprobaba las reformas y leyes promulgadas por el Gobierno y fuertemente repudiadas por los trabajadores y las clases humildes, las únicas víctimas de una crisis creada por la Banca y los especuladores.
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El detenido estaba agotado y sufría una gran depresión. Por lo que había oído y leído en su triste deambular, nadie había respetado su derecho a la presunción de inocencia y ya lo habían sentenciado; no le extrañaría nada que acabasen con él al día siguiente. «Pensándolo bien, me harían un favor: ya no me quedan ganas de vivir.»
A lo largo de su vida sólo había conocido calamidades de todo tipo: ciudades y bosques devastados por inundaciones e incendios; numerosos atracos de maleantes a bancos y joyerías; decenas de mujeres muriendo a manos de sus maridos… Había sentido en su boca el amargo sabor de los prestamos usureros concedidos por insaciables banqueros; había visto a millones de desocupados suplicando comida en los centros sociales; había observado a miles de viejos rebuscando alimentos caducados en los contenedores de basura de las grandes superficies, y en los vertederos; había visto la desesperación en los rostros de cientos de miles de familias desahuciadas, que vivían con sus hijos bajo los portales, bajo los puentes, en las estaciones del Metro y de los trenes; había presenciado las colas de jóvenes estudiosos y titulados universitarios enrolándose en el Ejército o en las compañías de Seguridad porque no encontraban un trabajo donde aplicar sus conocimientos; docenas de ancianos muriendo de frío porque no podían pagar la calefacción; había presenciado el terrible espectáculo que ofrecían los 170 caballos de Boñar muriendo de hambre en un corral porque ni el dueño ni el Ayuntamiento quieren gastarse dinero en alimentarlos; la impotencia y desesperación de cientos de miles de viajeros atrapados durante días en aeropuertos fuera de servicio por causas inconfesables; la desfachatez de los políticos que viven como reyes en otra galaxia, lejos de sus representados, y asegurándose sus sueldos y pensiones mientras recortan las de los ciudadanos…
Dibujo de Sánchez Casas
Pasaron unos minutos y el viejo se dirigió a una ventana y observó a la muchedumbre que se agolpaba en la plaza, ansiosa de espectáculo.
El anciano se quedó observando la actividad frenética que se vivía afuera. De pronto sonó un repique de campana y en la plaza la gente guardó silencio y permaneció quieta, expectante, con los ojos clavados en el reloj de la plaza, sujetando bolsitas de uvas en las manos y botellas de Cava bajo los brazos.
En ese momento un guardia abrió la puerta de la sala y se echó a un lado para dejar paso a un desconocido y dijo: «Este es tu sustituto. Ha querido conocerte antes de partir». El visitante, un joven fuerte y alto, le miró despectivamente de arriba a bajo y le dijo: «¡Que te jodan, mal nacido!»
Seguidamente, salió de la sala y desapareció por el pasillo.
Entonces entró en la habitación un sacerdote con una Biblia en la mano, seguido de cuatro guardias armados.
—¿Ya, padre?— inquirió el hombre.
—Sí, hijo; ya es la hora.
En el mismo instante en que el anciano era ejecutado en la sala desierta de los archivos, en la puerta del palacio apareció su sustituto, que alzó su mano para saludar a la multitud reunida en la plaza y comenzó a caminar entre ellos.
Y todos lo recibían alegremente alzando sus copas y diciéndole: ¡Bienvenido, 2011!