lunes, octubre 23, 2006

NO APTO PARA MENORES


NO SOY DE PIEDRA
Salí del ascensor arrastrando mi maleta de ruedas y me dirigí al coche que tenía aparcado enfrente del portal. Mi reloj marcaba las tres de la tarde y el viaje estaba programado para hacer noche en Madrid.
En la puerta del edificio estaba  Elena, una vecina del 5º, con un niño de dos años en brazos; la saludé al pasar y ella me sorprendió con una pregunta:
— ¿Te marchas otra vez?
— Sí.
— Qué suerte tienes.
— ¿Suerte irme lejos de mi casa?
— Al menos ves mundo y vives la vida.
- ¿Ver mundo? Mi mundo eres tú, chiquilla. Cada vez que te veo pasear con ese niño en brazos envidio las caricias y los besos que le das.
La miré a los ojos unos segundos para ver su reacción y ella me correspondió con ojos llenos de emoción y a punto de brotar lágrimas.
Me subí en el auto, metí la llave de contacto y lo arranqué. Mientras se calentaba el motor me quedé observando a aquella mujer que de pie enfrente del coche no cesaba de mirarme. Estaba turbado, no comprendía qué motivos tenía ella para sentirse así de triste, ni por qué estaba allí y me había dicho lo que dijo. Durante todo el camino fui pensando en ella y tratando de descifrar el mensaje que fluía de su mirada.
Supuse que se sentía presa en su hogar, que añoraba la libertad de desplazarse y conocer mundo y otras personas, que su hogar había cesado de ser un nido de amor y se había convertido en una cárcel, algo odioso, por eso sería que me dijo “Qué suerte tienes”.
Sin embargo, hacía apenas cinco años que estaba casada, y tenía un hijo precioso de su matrimonio, con 2 añitos. Era joven, 28 o 30 años, y muy atractiva. Su marido tenía un trabajo fijo, trabajaba sólo 8 horas y ganaba un buen sueldo, al contrario que la mayoría de vecinos, que realizábamos jornadas de sol a sol. Parecía una familia feliz. ¡Qué cosas! ¿Qué sucedía en ese matrimonio?

Un mes más tarde vine a pasar unos días en casa, y me encontraba sentado en mi salón viendo las noticias cuando llamaron a la puerta. Era mi vecina, allí estaba toda nerviosa y con el niño en brazos.
— ¿Qué deseas? — le pregunté.
— Nada, he visto el coche y he venido a saludarte. ¿Qué tal el viaje?
—Bien, aún no hemos acabado la obra; el domingo salgo otra vez para allá.
— ¡Qué bien!
— ¿Quién es?–Dijo mi esposa desde la cocina.
—Elena, la vecina del 5º—contesté
— ¿Qué quiere?
— No sé, ahora hablará contigo.
La invité a entrar en la casa y se sentó en el salón. Mi mujer se acercó y comenzamos a hablar de todo: del tiempo, del trabajo, de la monotonía del barrio: un dormitorio sin ningún atractivo ni comercios, aparte los consabidos bares en cada esquina.
Yo salí a la calle y las dejé conversando. Se celebraba la fiesta del Carnaval, que duraba toda una semana, y estuve con unos amigos escuchando cantar a unas comparsas. Al volver me encontré con Elena esperando el ascensor y vi que se ruborizaba, entré con ella y nada más comenzar a elevarse le cogí la cara y la besé. Ella se separó de mí bruscamente y me empujó; yo me quedé desconcertado sin saber qué decir. Entonces ella me dijo: ¿Te has vuelto loco? Aquí cualquiera puede vernos.
Ella descendió en la 2ª planta y antes de que se cerrase la puerta del ascensor se volvió y mirándome a los ojos me dijo con voz queda: “Esta noche te espero a las doce".
Yo continué hacia arriba, me limpié la cara y alisé el cabello para entrar en mi casa.
Esa noche me vestí con un disfraz y me fui al centro solo, a mi esposa le dije que había quedado con una peña de amigos y que nos íbamos a hartar de beber. Ella, en esas condiciones no quiso acompañarme. Fui dando tumbos por Cádiz hasta que llegó la hora de la cita.
Entré en el edificio a oscuras, llamé al ascensor y me detuve en el 5º piso. El corazón parecía querer estallar en mi pecho, temía que cualquiera pudiese salir en el momento crucial y sorprenderme en una planta que no era la mía, y disfrazado de El Zorro.
Abrí despacio la puerta del elevador y sentí un pequeño chasquido: la puerta de la derecha se abrió sin encender la luz y entré directamente en el apartamento. Ella me hacía señal de guardar silencio con un dedo cruzado en la boca. Cerró la puerta y se abrazó a mí; estaba completamente desnuda debajo de la bata de seda. Me arranqué el disfraz que llevaba y nos besamos largamente en la boca. Sentía su cuerpo palpitar contra el mío, sus labios temblaban y respiraba agitadamente. Me aparté un poco para desnudarme y entré en el baño; vi que yo estaba sucio y con la cara tiznada por el disfraz, me metí en la ducha y ella se quedó fuera observando.
Cuando acabé me alcanzó una toalla grande y suave y apenas comencé a secarme ella se acercó y me besó en la cara…, y fue descendiendo llenando mi cuerpo de besos. Yo estaba que no cabía en mí de excitación, de gozo y de sorpresa. Sentí la suavidad de su mejilla en mi vientre y el calor de sus labios, la humedad cálida de su boca… Acaricié un momento su cabello y luego la levanté y la conduje hasta su cama con la mano sobre sus nalgas.
Ella se sentó en el borde y luego se echó hacia atrás, levantando sus piernas y dejándolas en el filo de la cama. La persiana estaba levantada y la luz de la plaza penetraba débilmente en la habitación y se reflejaba en el gran espejo situado sobre la cómoda, permitiendo ver en suave penumbra lo que allí sucedía. Contemplé admirado las suaves dunas de claros y sombras que dibujaba la luz en su cuerpo y me arrodillé junto a ella en el suelo. Puse mis labios sobre su piel temblorosa y me perdí en la espesura del tapiz que cubría su pubis. Sentí el perfume a jazmines y hierbas frescas, observé cómo los pétalos de su rosa se humedecían con el rocío de la noche; busqué el manantial de la vida, aquél que me atraparía durante los minutos que siguieron, proporcionándome una ilusión,un deseo de vivir, una alegría que se manifestaría luego en mi rostro y en mi comportamiento con los demás.
Sentí los dedos de ella entre mis cabellos presionando levemente y llevándome derecho al lugar oculto y bendito, la fuente de su deseo. Al poco tiempo su voz suave se convirtió en un murmullo incomprensible, unos suspiros entrecortados y un grito ahogado que acompañaban a los espasmos de su cuerpo quebrándose y retorciéndose al sentirse morir en vida, la vida escapando de gozo y locura, de pasión y de miedo. Me levanté y contemplé un momento su agitado cuerpo, su respiración acelerada recobraba su ritmo normal y me incliné sobre ella, la besé y abracé su estrecho cuerpo. Sus piernas me rodearon como pulpos hambrientos. Y entonces sucedió el milagro: dos cuerpos desconocidos, ignorados hasta ese momento, danzando al mismo tiempo, y al compás de la música divina del deseo  se ponían de acuerdo en el ritmo y el movimiento sin ningún tropiezo, murmurando palabras de amor e intercambiando besos… ¡Oh Dios!...
Nos quedamos largo tiempo tumbados en silencio mirando al techo y luego poco a poco nos giramos el uno hacia el otro y se reanudaron las caricias y los besos; pasé la mano suavemente por las suaves dunas de su pecho y cogí entre mis dedos las fresitas que  se erguían al trasluz. Las observé y las besé, antes de atraparlas con mis labios y morderlas suavemente: Le hice un poco de daño y ella se giró en la cama y quedó boca abajo con el cabello suelto a un lado y los brazos extendidos. Yo me alcé sobre un codo y la admiré de nuevo. Los claro oscuros bellísimos que producían la escasa luz que se proyectaba en su cuerpo resaltaban las dos preciosas colinas blancas y un valle oscuro en medio que me llenaba de deseo.

Me acerqué aún más a la delicada escultura de mármol gris que yacía a mi lado y recorrí su espalda con mis labios, apenas rozando su delicada piel, que sufría escalofríos de vez en cuando al sentir lo que le estaba haciendo; bajé por las sombras y las luces y acaricié cada duna de su cuerpo blanco y fuera ya de mí, excitado, enfebrecido de tormento la elevé sobre sus rodillas y pegué mi cara a su piel dulce, cálida y suave como la seda. La besé y mordí,  comí y bebí de sus fuentes hasta saciarme; luego me coloqué detrás y entré en su templo de amor… Allí perdí la razón, la noción del tiempo. Comenzaron de nuevo los giros, los pasos lentos, las danzas amorosas... y sentí venir la muerte al faltarme el aire, al explotar mi pecho y mis entrañas, al caer sin sentido sobre su espalda primero y luego sobre el costado en el lecho. Me olvidé de todo: del trabajo, de los míos, de los suyos, del teléfono y de todos mis deberes y derechos… ¿Para qué preocuparme, si ya no estaba en este mundo?
A las cinco me levanté, una hora antes del regreso de su marido, que trabajaba en el turno nocturno: La vi medio dormida y la dejé descansar. Me vestí despacio y salí en silencio del apartamento; llamé al ascensor...


Al día siguiente, el sol había salido como de costumbre, las mujeres iban a la compra y los autobuses pasaban rozando los coches aparcados en doble fila. Todo seguía igual que antes. Todo menos yo… Yo era otro hombre.


FIN
_________________
Se tarda mucho en encontrar un buen amigo; pero en sólo un minuto puedes perderlo.¡Cuidalo!

jueves, octubre 19, 2006

MARÍA LUISA


Hoy tengo el honor y el placer de presentar en este rincón literario la nueva novela que me ha enviado mi amiga Mercedes Rodriguez González, editada en Santiago de los Caballeros, R. Dominicana, por Editorial Camino.

Es la misma autora de los libros de cuentos infantiles “Pinceladas folklóricas”, “Una rosa para papá” y “La Luna fue testigo”, con el que obtuvo mención honorífica y segundo premio en “La esquina de las Letras” convocado por la Ciudad de Nueva York. Es También colaboradora en el periódico La Prensa y tiene un programa para hispanos en televisión. En letra azul, un fragmento de la obra.

SÁBANA IGLESIA (R. Dominicana)

Una o dos veces al año, al presidente Trujillo le había cogido con visitar inesperadamente este campo verde y fresco. Llegaba sin avisar, acompañado de personas importantes que formaban su comitiva y como medida de seguridad, con militares, tenientes, capitanes y guardaespaldas. El Presidente acostumbraba hospedarse en casa del Alcalde y muchos decían que el jefe iba a buscar a las jovencitas que le guardaban los “chulos”, quienes se ocupaban de negociar con los infelices padres del lugar. Estas familias, por temor a que les quitaran sus tierritas, el trabajo o que metieran preso a algunos de sus familiares, entregaban a sus hijas llorando, porque siempre eran muchachitas de 15 0 16 años. Los chulos se encargaban de atemorizar a muerte a esta pobre gente que no tenía otra alternativa que ceder ante el más fuerte.
A otros padres se les convencía de que era un honor entregarle sus hijas al jefe o a uno de sus secuaces, porque así podían tener un buen trabajo, cambiar de posición económica y mejorara la calidad de vida para toda la familia.
Otras, como María Luisa, se ofrecían voluntariamente
Esta novela denuncia la situación que se vivió en R. Dominicana bajo el gobierno totalitario de Trujillo con un realismo impresionante. Narrada con el lenguaje popular de la gente de la calle del país, la historia que cuenta la doctora Mercedes Rodríguez deja su huella en el alma del lector a medida que va viviendo, a través de las magníficas descripciones que nos hace de los lugares descritos, las aventuras y desventuras de la protagonista.Es una obra de 202 páginas de 14 x 21 centímetros, encuadernada en rústica.

sábado, octubre 07, 2006

EL VIEJO Y LA PALOMA

Vivía solo, dejando pasar la vida. No esperaba otra cosa que la rutina de cada día. Cruelmente castigado en sus años mozos por otro drama, con sus ojos hondos y cercados por una raya azul, cansados de sufrimiento y hastío, observaba el paso del tiempo por la ventana sin ninguna esperanza, sin ningún motivo que rindiera necesaria su presencia.
Nubes y tejas, único paisaje rodeando aquella buhardilla parisina, ninguna otra cosa, aparte de otras ventanas instaladas frente a la suya, separadas por la avenida que la cruzaba quince metros más abajo.
Un día, ¡Oh milagro!, una paloma se posó en el alfeizar de su ventana y su cabecita se movía nerviosamente, escudriñando cada rincón de la sala. El viejo se levantó despacito y le echó unos granos de maíz. La paloma, lejos de asustarse, entró y comió de su mano.
El hombre encontró en ella el motivo de su existencia: la alimentó, la cuidó y la acarició pasándole delicadamente su mano sobre el plumaje. No había otra cosa más importante para el pobre hombre que su palomita. Ya tenía algo que hacer, alguien a quien amar. El animal se encontró a gusto con él y se quedó. El viejo era el más feliz del mundo, la llamaba y ella se posaba sobre su hombro; él le daba besos en la cabecita y en el pico, y ella emitía  arrullos de agradecimiento.
Pero al cabo de un tiempo la paloma se puso triste, pasaba las horas mirando a la calle tras los cristales. La nostalgia la invadía y dejó de comer. El hombre la amaba tanto que al verla triste, con el corazón partido en trozos, abrió la puerta del ventanal y la dejó en libertad.
— ¡Vuela, pajarita!—dijo el hombre con la voz arrugada por la emoción. Y con su corazón saltando apresuradamente, la mano temblando, le lanzó el último adiós.
Y la paloma voló alegremente por los cielos de París, rozando los tejados poblados de buhardillas y posándose junto a otras aves de su especie.
Y el viejo solitario, con ojos brillantes por el dolor, pero rebosante de ternura, la observaba revolotear alegremente por encima de los edificios.
Al poco tiempo, la paloma se posó en el tejado de enfrente y se dejó atrapar por otra persona solitaria, y también comía de su mano. Cuando vio eso, el viejo se sintió morir y su corazón, que antes rezumaba ternura, se tornó frío y duro como un témpano de hielo.
Se sintió engañado y humillado. Él le había dado la libertad a costa de su felicidad y su compañía, y ella se iba a depender  de otra persona ¡Para eso no hacía falta que la hubiera liberado!
Y sintió un calor devorador dentro de su pecho, como unas uñas que arañaban sus entrañas, y su mente se llenó de fiebres y malos pensamientos. Deseó aplastar a la paloma ¡Nunca más dejaría entrar en su corazón el menor signo de compasión ni de solidaridad; jamás se dejaría llevar por el amor. Lleno del odio que producen los celos se levantó y roció con veneno el tejado alrededor de su ventana, y cerró con rabia la puerta para siempre.
Volvieron los días grises de incertidumbre y desconsuelo, del miedo a la soledad.
La razón le huía cuando miraba por la ventana y descubría a su paloma en las manos de otro. 
El hombre enfermó y poco a poco se fue consumiendo. Ya no tenía miedo a nada; esperaba la hora en que por fin acabarían sus sufrimientos y dejaría de molestar en este mundo... 
La paloma revoloteaba alegremente en su prisión dorada, ajena al terrible drama de odio y venganza que se desarrollaba en la ventana de enfrente.