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martes, mayo 26, 2009

NO ME IMPORTA



Ya sé que vas diciendo de mí lo que no sientes, herida en tu orgullo ante mi apatía.

Creías que sin ti mi vida no sería eso y que la noche me cubriría eternamente con un manto de añoranza de caricias y ternuras...


Hoy has pasado ante mí colgada del brazo de otro. Pensabas, tal vez, que mi corazón se sublevaría y rasgaría mi pecho, dejando escapar la savia de la pena o del odio.

Pero no he sentido nada. ¡Nada!


Puedes continuar tu senda veleidosa, volando de una flor a otra, cual mariposa. Nada me importa. Hace tiempo que dejé de sentir dolor, y el que sufrí por tu culpa me inmuniza contra nuevas heridas.


Puedes decir de mí lo que quieras, puedes casarte o seguir soltera, tener hijos o cuidarte, puedes celebrarlo con vino y rosas... ¡Me importas un bledo!: Ya no te quiero.


Dibujo cedido por ANA MÁRQUEZ, compañera del colectivo Aldaba y la revista El Diván

http://coneltiempoenmisbrazos.blogspot.com/


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sábado, mayo 23, 2009

¡HE VUELTO!

Soy consciente de que nadie me ha echado de menos durante estas dos semanas de ausencia y que para muchos ésta ha sido un alivio, porque me precede mi mala reputación: dicen que soy un hombre conflictivo, que cuando no tiene un problema se lo inventa, que si tengo un pasado lleno de borrones, que observo a la gente con los cristales opacos del orgullo y la soberbia, que miro debajo las alfombras… ¡Vaya tela! ¡Si hasta mi mejor amiga, antes de abandonarme, dijo de mí que era la persona más difícil que había conocido!

Y todo por reclamar mis derechos.

Ya no sé cómo actuar con la gente.

Por ejemplo, sin ir más lejos, lo que me sucedió hace poco con una mujer rica que regresó de las vacaciones:

Resulta que desde hace cuatro años, como no me alcanzaba el subsidio de desempleo para llegar a fin de mes, yo me colocaba cada día en la puerta de una casa señorial, situada junto a la iglesia, y la dueña salía cada mañana a eso de las doce, me saludaba con un escueto “Buenos días” y me entregaba un euro, con el cual yo me iba al Mercadona y compraba una bagueta de pan y una lata de atún, o un litro de leche, o de vino, por qué no, para echarle ánimo y perder la vergüenza.

Pero hete aquí que el día que regresó la señora de pasar un mes de vacaciones en Canarias, y tras mi saludo amable interesándome por su estado y el de su familia, ella me entregó el acostumbrado euro. Yo miré la moneda sintiendo como una mala sensación en el pecho, y escuché dentro de mí una voz que decía: ¡No lo permitas!, son cuatro años de antigüedad; tienes derechos adquiridos.

—Señora, disculpe, pero ésa no es la cuenta —le dije.

Y ella lanzó su mirada contra mí con los ojos saltándole de las cuencas y los labios estreñidos con tanta rabia que me asusté y me cubrí la cara con los brazos.

— ¿Pero cómo se atreve? ¡Encima que le doy un euro cada día…! — me espetó

–Pues a eso me refiero, señora —alegué yo muy serio y compungido—, que me falta el euro de cada día que ha faltado usted. Yo he estado en mi puesto, clavado como una farola, iluminando su puerta con mi presencia. Según mis cuentas, usted me debía haber dado treinta y un euros con el de hoy…

Y ella con los ojos encendidos como los faros de un camión, y las venas del cuello hinchadas como rabos de lagartos, las tetas bajando y subiendo como las montañas rusas, y respirando fuerte y agitadamente, ¡HAAA, HAAA…! Yo la miraba con los ojos como platos, creyendo que la dama tenía un orgasmo; pero de pronto exclamó:

— ¡¿Habrase visto?! Pero qué te has creído, imbécil! ¡Anda y que te den!

Y me dejó plantado.

¡Joder, qué modales!, pensé. ¡Yo, que creía que la riqueza iba acompañada de la educación y cultura...! Y la vocecita interior insistía: ¡No te cortes, díselo! Y grité: ¿Sí?¡Pues entonces búscate a otro pobre, que con éste no presumes más de riqueza ni de buenas obras ante los vecinos! Ea, ya está dicho.

Y me fui.

Pero cuando me acercaba a mi casa, la Depresión salió de detrás de un contenedor de basuras y se aferró a mi garganta, ahogándome y dejándome sin fuerzas, encogido, angustiado y lagrimoso. Y la vocecita que antes me azuzaba ahora se pasó al otro bando, la muy p..., y me reprochaba: ¿Pero qué has hecho, idiota? ¿Adónde vas a ir ahora, quién te va a dar de comer, quién te dará trabajo? Llegué a mi casa arrastrándome sin fuerzas y deprimido (¡Claro, si llevaba a cuestas a la Depresión!) y entré y me dejé caer en una silla en la cocina, colocando la cabeza hundida en los brazos para disimular mi pena.

Pero mi mujer, que es muy lista, se dio cuenta enseguida de que me pasaba algo, y me preguntó:

¿Qué te pasa, cariño? Nada. Venga, cuéntamelo. Que he perdido mi puesto de trabajo,¡joder! Cómo ha sido eso. Pues ya ves: mi genio. Bueno, cada uno es como es, y a estas alturas no vas a cambiar. No te preocupes, ya encontrarás otro. ¿A mi edad? Soy un desgraciado, si supieras cuánto lamento no poder darte todo lo que quisiera ... Me gustaría ser una persona rica y famosa, algo así como Etoo, Iniesta, Casillas o Zapatero… O el Rey, para darte un palacio donde vivieras como la Reina.

Y ella, que me acaricia la mejilla y dice: No seas tonto, ¡pero si yo te quiero así!

¡UF! ¡UF...! ¡Esas cosas no se pueden decir así de golpe en un día como este! Mira, mira cómo me has puesto: la piel tengo como el papel de lija, los vellos como puntas de alcauciles.

Entonces me levanté, la abracé y le di un par de sonoros besos, y luego, recordando una frase que leí paseando por la Feria del Libro, le dije al oído: Mi niña, no te quiero por cómo eres, sino por cómo me siento yo cuando estoy contigo.

Y entonces fue ella la que perdió los papeles: mirándome a los ojos dejó caer al suelo el vestido, lanzó el sujetador al aire, que vino a caer sobre la olla exprés, las bragas volaron sobre el frigorífico y dejaron a San Pancracio sin perejil... Total, que tuve que hacerle el amor allí mismo.

Luego le prometí buscar trabajo, y al día siguiente, para que no se repitan los abusos, me afilié al PRANT (Pobres Respetuosos y Amables, pero No Tontos), un sindicato humilde integrado a CC.OO. Esos, con tal de tener más representación que la UGT, arramblan con todo.

Y en eso estamos.

El próximo día 29 iré a participar en una fiesta cultural en Puerto Serrano porque me han asegurado que si leo unos cuentos me darán un certificado, diploma o algo que me sirva para mi currículo. Lo tengo por escrito en un documento firmado por mavelotudo@hotmail.com, para que no haya engaños.

¿Se imaginan la cara hinchada de orgullo de mi nueva jefa mostrando a sus amigas a “su pobre” con un Diploma o una placa en las manos que diga “A Juan. En premio a su colaboración”?

Sí, ya sé: pensarán ustedes que carezco de dignidad, de orgullo, que es una vergüenza tener a mi familia así… Pero qué quieren que haga, siempre ha sido así. Nada ha cambiado: con la Monarquía, la Dictadura, o con la Democracia, gobierne la Derecha o la Izquierda…, el pobre andaluz siempre ha sido humillado y obligado a vivir de las limosnas.

Y todos tan contentos; nadie se levanta...

Y no voy a ser yo, a mi edad, quien cambie eso.

Bueno, pues me alegro de haber regresado tras dos semanas de ausencia, ya les explicaré cómo fue la fiesta cuando tenga el diploma y encuentre un trabajo. Buen fin de semana


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martes, abril 14, 2009

LA PLAYA



Ha llegado la primavera y con ella multitud de visitantes. El sol nace entre nubes escarlatas, vertiendo en las aguas lágrimas plateadas. Una banda de gaviotas revolotea indecisa en las dunas, buscando alimentos.
Yo añoro tu presencia y vivo todo el día en continua desazón entre tanto turista, ajeno a la vida que emana de ellos. Te busco entre la gente que se mueve semidesnuda, obsesionado con la posibilidad de verte caminar hacia mí en la orilla con los pies descalzos y tu alegre sonrisa; loco por perderme en tus labios y tumbarme en las suaves dunas de tu cuerpo.
 Ha terminado el día y se ha llevado mi esperanza. El sol se ha hundido en el horizonte, la gente recoge sus enseres y se marcha; me estoy quedando solo en la playa, como lo estoy siempre: la soledad me acompaña en todas partes.
Otro día más sin verte. ¿Dónde estás? ¿Quién es el afortunado que se mira en tus ojos?, ¿quién vive en tus pensamientos, diseñando tus proyectos? ¿A quién le escribes ahora, llenando precipitadamente la pantalla con palabras tiernas y amorosas? ¿A quién le regalas la dulzura de tu voz a través del teléfono, mientras tiemblan tus rodillas y palpita enloquecido tu corazón?
Sí, ya sé… Dirás que soy celoso, que te agobio, que soy bobo, un don nadie… Y es cierto; soy todo eso… y además, te quiero.

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domingo, abril 08, 2007

LA LEYENDA DEL "ZAMARRILLA"

LA LEYENDA DEL “ZAMARRILLA” (Partiendo de los escuetos datos encontrados de la popular leyenda he creado una hermosa historia de amor que he inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual de la Delegación de Cultura de la Junta de Andalucía en Cádiz)



Maria Santisima de la Amargura Coronada (Marzo 2007) Bernardo By Lober

La diligencia avanzaba deprisa, levantando una gran polvareda tras ella. Los cuatro pasajeros –dos matrimonios acaudalados que se dirigían a Málaga– miraban por la ventanilla hacia los riscos, asustados. Deseaban salir cuanto antes de aquel desfiladero, territorio dominado por la banda de Cristóbal. Dos hombres conducían el carruaje; uno de ellos golpeaba con el látigo a los seis hermosos caballos que componían el atelaje, mientras el otro mantenía el arcabuz en sus manos, preparado para defender la diligencia de cualquier ataque.
Fue al salir de la curva que vieron el camino cortado por un tronco. El cochero tiró de las riendas y los caballos frenaron su carrera, hasta detenerse entre relinchos y piafadas.
Los pasajeros se asomaron a las ventanas, alarmados,y preguntaron qué sucedía. El conductor descendió del pescante y se dirigió al tronco con una palanca en sus manos para intentar echarlo a un lado y librar el paso. El otro permaneció en su puesto, recorriendo con la mirada las alturas del cañón. No observó nada extraño, ni prestó atención a unos buitres que volaban muy alto, dando vueltas y planeando en un cielo completamente azul. Dejó su arma en el asiento y descendió a ayudar a su compañero. Fue en ese momento que aparecieron ocho hombres de la banda, rodeando al carruaje.
– ¡Que nadie se mueva! Hagan todo lo que les diga y no habrá nada que lamentar –gritó el que parecía ser el jefe.
Los bandoleros obligaron a punta de trabuco a bajar a los pasajeros y les ordenaron echar en una bolsa de lona todo el dinero y objetos de valor: relojes, pulseras, cadenas, anillos y medallas.
– No intenten engañarnos y échenlo todo, no nos obliguen a dejarles en cueros aquí en el camino para alimento de los buitres. Ustedes, hermosas damas, no olviden lo que llevan oculto entre sus ropas; no nos obliguen a comportarnos indecentemente.
El asalto duró a penas media hora. Luego, los bandidos desaparecieron tal como habían llegado, dejando sin una moneda a los atribulados pasajeros y a los empleados de la compañía, que se miraban impotentes entre ellos, maldiciendo la hora en que habían nacido aquellos desalmados.
Esta escena se repetía  frecuentemente por distintos lugares de Andalucía. La nobleza y los ricos clamaban al cielo porque sus negocios se resentían: nadie osaba cruzar aquellas inhóspitas tierras, y la Reina, Isabel II, hubo de reunirse con sus consejeros en sesión extraordinaria para hablar sobre el tema. De la junta salió la orden para el Mariscal de Campo, Ahumada, de crear un cuerpo especial dedicado a perseguir a muerte a todos los bandoleros. Poco después, entrado el año 1844, se creó la Guardia Civil. Durante los años que siguieron, fueron cayendo poco a poco los bandoleros. Los que no morían en el combate, eran conducidos a la horca por los guardias.
 Cristóbal, el jefe de la banda,  tenía puesto precio a su cabeza. Pero todo el mundo sabía que él  repartía generosamente el dinero robado entre  los más necesitados. También sobornaba a muchos otros, para que mirasen a otro lado o guardaran silencio.
……….


El cielo estaba gris y amenazaba con lluvia. Las nubes se dejaban caer sobre las cumbres de las montañas, cubriéndolas de masas algodonosas. Un fuerte viento del Sur silbaba al paso de la calesa negra, que arrastrada por dos caballos, también negros, subía la cuesta del camino abierto en la ladera montañosa entre pinos y abetos que llevaba al cementerio. La mujer que conducía el carruaje se sujetaba el sombrero para impedir que éste le fuese arrancado por el viento, mientras arreaba con el látigo a los corceles obligándolos a correr. Había dejado atrás Igualeja, un pueblo perdido en la Serranía de Ronda. El carruaje se detuvo ante el cementerio del pueblo, llamando la atención de los visitantes. De él descendió la señora. Iba  vestida de rigoroso luto.  Un velo cubría su cara.
La mujer inició su caminar por la alameda central del campo santo hacia una tumba apartada, situada al fondo, detrás del suntuoso panteón de una familia rica que sobresalía de entre todas las tumbas. A medida que avanzaba, los hombres le abrían paso y se quitaban el sombrero, mientras la miraban con respeto; las mujeres permanecían quietas, observándola y admirando su nobleza, su porte erguido y su figura esbelta.

Carmen avanzó entre las tumbas y se detuvo en una que tenía una lápida de mármol rojo con  vetas blancas. Permaneció de pie, con la cabeza agachada, musitando una oración. Los curiosos la observaban desde lejos.
La enlutada señora se inclinó y arrancó los yerbajos que habían crecido en torno a la tumba, luego se puso de rodillas y musitó: “Aquí estoy de nuevo, amor mío. Un año más. Un año de angustiosa espera, atormentada por la pena. Tu ausencia me está matando un poco cada día… ¿Cuándo vendrás a buscarme para llevarme contigo?”
La mujer sacó un pañuelo de su manga y se secó unas lágrimas. Su velo ocultaba las pronunciadas marcas del sufrimiento: ojeras pronunciadas, surcos verticales junto a su boca, mejillas flácidas y hundidas... Todo ello delataba el insomnio, la fatiga y el dolor terrible y continuo del desamor que la embargaba.
Los recuerdos le provocaron sollozos y gemidos, y las lágrimas afloraron libremente de sus ojos…


8 AÑOS ANTES....
La noche había caído y una espesa negrura cubría la calle. Las débiles luces de los quinqueles apenas salían por las rendijas de las puertas y ventanas de las casas. Una sombra se movía pegada a la pared y avanzaba, cautelosa, hacia la casa de Carmen, una joven morena, muy guapa, de ojos grandes y celestes, cabello largo y negro hasta la cintura; sus turgentes senos lucían prietos en el generoso escote de su largo vestido; las armoniosas curvas de su cuerpo provocaban sueños a más de uno de los habitantes de aquel poblado separado de la ciudad por el río Guadalmedina.
La sombra golpeó tres veces en la puerta, mientras miraba a uno y otro lado de la calle. La puerta chirrió un poco sobre sus goznes y se abrió lo suficiente para permitir la entrada de Cristóbal; luego se cerró de nuevo.
Nada más entrar, Cristóbal abrazó a la chica y la besó apasionadamente en los labios.
– ¿Qué ha pasado, mi amor?, ¿por qué has venido hoy, sin avisar? No te esperaba hasta dentro tres días…–dijo ella cuando pudo hablar. El novio la dejó un momento y fue a mirar afuera por entre medio de las macetas de geranios de la única ventana que daba a la calle. Luego se volvió de cara a la mujer y le dijo:
– Vengo a despedirme, Carmen. Me persiguen los civiles y no tengo ya adonde ir.
– ¿Qué te vas? Pero… ¿Y yo?, ¿qué va a ser de mí?
– Tú te reunirás conmigo donde yo te diga. Nos iremos lejos de aquí, adonde nadie nos conozca y podamos vivir tranquilos y felices. ¡Prométeme que me esperarás!
– ¡Te juro que no habrá nadie más que tú en mi vida! –dijo la joven, con la voz entrecortada por la emoción. Se abrazó a él y buscó con ansia su boca. El bandolero la cogió en brazos y la llevó a la alcoba.

Mientras tanto, un hombre que había visto entrar al bandolero en casa de su novia fue a avisar a la Guardia Civil; los guardias formaron una patrulla y acudieron al poblado, dispuestos a no dejarle escapar. Estaban ya muy cerca cuando los dos amantes se despedían en la puerta. Cristóbal atisbó  ambos lados de la calle y le llamó la atención que algunas personas estuvieran en la puerta de sus casas. Su instinto permanecía en guardia.
– Algo va mal, mi niña... Me voy, no te olvides de tu promesa.
–Toma esta rosa blanca, mi amor, guárdala cerca de tu corazón. Te la doy en señal de que mi alma permanecerá pura y blanca como ella, hasta que sea tuya...

El bandido besó rápidamente a su amada y guardó la rosa; luego salió corriendo hacia el río. Fue entonces que vio a los guardias que venían de frente. Cristóbal retrocedió y corrió por entre las estrechas calles, intentando burlar a los civiles. No tenía escapatoria, los guardias aparecían por todas partes con teas encendidas, y los vecinos salían de sus casas, alarmados por los gritos que daban los guardias. Uno de éstos vio una sombra correr hacia una ermita ubicada en un campo cubierto de zamarrillas, y disparó. La bala pasó rozando al bandolero. Éste no vio otra alternativa que entrar en la iglesia. Empujó la puerta y vio la imagen de la Virgen sobre un trono dispuesto para salir en la procesión; estaba iluminada con un par de cirios a cada lado. Cristóbal no creía en nada ni en nadie, y mucho menos en los curas: había comprobado que éstos siempre defendían a los ricos.
No encontraba donde ocultarse, la ermita sólo disponía de unas cuantas filas de bancos. Las voces de los guardias se escuchaban cerca. Cristóbal estaba nervioso y sacó el arma que colgaba de su cintura, dispuesto a morir matando.
Vio que el manto de la Virgen estaba estirado sobre los varales del trono y era largo, tanto que llegaba hasta el suelo, y se ocultó debajo. Justo en ese momento aparecieron los civiles en la puerta del santuario. “Tened cuidado de  que no escape; ha entrado aquí y no hay otra salida”, escuchó decir a un guardia.
Cristóbal vio los pies de ellos pasar a uno y otro lado del trono; uno de ellos se inclinó y miró debajo del manto. Otro lo hizo por el otro lado. Cristóbal levantó el trabuco…
Increíblemente, el guardia se fue y siguió su búsqueda por otro lado.
–Parece imposible, yo lo vi entrar en la ermita–dijo un guardia
–Sí,  yo también–respondió otro–, por eso disparé.
Los civiles recorrieron toda la iglesia, mirando debajo de los bancos y del altar, volvieron a asomarse debajo del manto de la virgen, tocaron la escultura de madera y comprobaron debajo de su vestido. No encontraron a nadie…
Al cabo de unos largos minutos abandonaron la ermita.
Cristóbal no se creía lo que estaba sucediendo, era imposible que no le hubieran descubierto: él  había permanecido todo el rato de pie bajo aquel manto blanco y bordado en oro, que aparecía estirado hacia detrás, cubriendo los varales del trono que la llevaría en procesión en los días siguientes.

Salió del escondite y se quedó mirando a la virgen un momento; luego se arrodilló y le dio las gracias por haberle salvado. La cara de la estatua le miraba fijamente, y las lágrimas que el escultor había tallado en la madera parecían resbalar por las mejillas. Al menos eso creyó Cristóbal. De pronto el bandolero, emocionado, sacó la rosa blanca que le había entregado su novia, subió al trono y se la colocó en el pecho a la virgen. Pero  la flor no se aguantaba y cuando la soltaba tendía a caer al suelo. Cristóbal sacó su navaja y sujetó la rosa clavándola en la madera. Luego descendió del trono y se puso enfrente para despedirse de la imagen salvadora.
Entonces sucedió algo increíble, sobrenatural. El bandido creyó ver alucinaciones y se restregó los ojos… ¡La rosa blanca se había convertido en roja!
Subió de nuevo al trono y tocó la flor: ¡Su mano se tiñó de sangre!
El bandido sintió un mareo y cayó al suelo. Luego se levantó y salió con la cara espantada, como la de un loco. Fue caminando por la calle hasta que los guardias le descubrieron y le apresaron. En los duros interrogatorios no decía otra cosa que ésta: “La virgen está sangrando.”
Los jueces le condenaron a trabajos forzados y permaneció en la cárcel varios años.
Carmen fue a verle al presidio varias veces. Le hablaba de su amor, le llevaba alimentos y medicinas, pero él no la escuchaba, parecía enfermo, estaba como ausente… Sus ojos permanecían siempre abiertos, sin ver, cuando su novia le acariciaba y le  hablaba sobre su promesa, su futuro, su gran y único amor…

Pero él estaba en otro mundo, se arrodillaba a cada instante y rezaba piadosamente a la Virgen, hasta que lo indultaron por buena conducta y para satisfacer su deseo de entrar en un convento.
Ella continuó esperándole, creyendo que algún día recobraría la razón, abandonaría los hábitos y volvería a su lado.
Cristóbal murió apuñalado en una calle cercana a la ermita cuando le llevaba a la virgen un ramo de rosas rojas que él cultivaba para ella en el huerto del convento.
Desde entonces cada año, el día de Jueves Santo, en Málaga sale en procesión la imagen de la Virgen de Zamarrilla, en recuerdo al bandolero.

Ocho años habían transcurrido desde aquel suceso…
Al cabo de unos minutos, la señora se levantó y se giró hacia el vendedor de flores que la había seguido silenciosamente, como hacía cada año cuando ella venía el día de los difuntos. El hombre le entregó el ramo compuesto de hojas verdes y ocho rosas blancas –una por cada año transcurrido desde el día en que lo asesinaron–, y ella lo echó sobre la lápida, “Ocho largos años sin ti, amor mío”, pensó, mientras secaba una furtiva lágrima. Luego inclinó su cabeza y se santiguó. La gente que había acudido ese día al cementerio la observaba, curiosa, formando corrillos y murmurando.

Carmen abandonó la tumba y comenzó a caminar hacia la salida. Lo hacía despacio y con la cabeza agachada, ignorando la expectación que su presencia levantaba en aquel lugar.
Subió a su carruaje y fustigó con dureza a los caballos, que se alzaron sobre sus patas traseras, dieron un tirón, y se pusieron en marcha enseguida.
Comenzó a llover. El cielo se iluminó con el rayo y un fuerte trueno estalló en el aire antes de partir por la mitad un árbol cercano al camino. Mientras ella se alejaba del campo santo, la gente buscó refugio en la pequeña capilla.
La dama parecía tener prisa, a juzgar por los continuos latigazos que lanzaba sobre los corceles. Estos salieron al galope, corriendo todo lo que permitía el arrastre del carruaje cuesta abajo. Al lado derecho se alzaba la montaña; al izquierdo, un enorme barranco mostraba sus fauces. Carmen fustigaba sin cesar a las bestias, que volaban hacia el pueblo. En esos momentos divisó a un centenar de metros la curva del camino y Carmen castigó una vez más con el látigo el lomo de los dos caballos. Estos relinchaban sin dejar de correr… La curva apareció ante ella; en ese instante un relámpago iluminó el paisaje, y el trueno golpeó sus oídos. La lluvia caía con fuerza, formando una verdadera cortina de agua
El agua de lluvia se mezclaba con sus lágrimas, mientras gritaba: “¡ Arreeeee!"

Carmen fustigó otra vez a  los caballos… La curva, el agua, el cielo…