miércoles, abril 17, 2019

¿LLUEVE EN SEMANA SANTA?

 
La Meteo anuncia lluvias precisamente para el Jueves y Viernes Santo, los días más importantes de la Semana Santa en Sevilla y en Málaga. Los cofrades hermanos se temen lo peor, y estarán ya con las lágrimas a punto de desbordarse.

 Pues bien, no es por fastidiar pero les digo que pasan cosas peores que el que llueva y no salgan las procesiones. Por ejemplo:

 Hace muchos años, un Jueves Santo precisamente, en Málaga, estaba yo contemplando el paso de la Legión con su cabra abriendo camino, escuchando el ruido de mis tripas que no recibían alimentos desde el día anterior, porque el subsidio de cuatrocientos euros con que compraba mi voto el Gobierno no daba para pagar la luz, el alquiler y la comida de mis niños, lo cual me había hecho perder quince kilos en tres meses y se me notaban las costillas hasta con la chaqueta puesta, y me veo a una señorita de entre veinticinco y treinta años, con un vestido corto y floreado, estrecho de talle pero abierto de la cintura para abajo, que el viento levantaba a capricho mostrándonos sus piernas y las pequeñas y blancas bragas.
Iba cargada con dos bolsas llenas de alimentos de un Spar cercano y la multitud congregada no la dejaba pasar para llegar a su casa.
 
 Me acerqué a ella y me ofrecí a llevarle la carga; ella aceptó, encantada, regalándome una luminosa sonrisa. Dimos un pequeño rodeo y entramos en el edificio en que vivía. Ella me miraba de vez en cuando y sonreía, agradecida; yo agradecía la visión de su hermoso cuerpo caminando detrás de ella, y fotografiando con el flash de mis pupilas su trasero cada vez que el viento se apiadaba de mí.
—Es en la cuarta planta —me dijo con la mejor sonrisa que he visto en mi vida, mostrándome una dentadura uniforme y blanca como la cal.
Yo asentí con la cabeza y comencé a subir detrás de ella. Sus caderas se balanceaban a dos palmos de mis ojos, ora a un lado, ora al otro. Sus glúteos hacían lo mismo, obviamente, y mis ojos los seguían atentamente, parecían los ojos del cuco de un reloj de madera austriaco. Ella se giraba de vez en cuando y sonreía.
—No se me vaya usted a morir ahora, ya que hemos casi llegado. Luego descansará en el sofá de mi salón mientras disfruta de un refrigerio.
¡ME OFRECERÁ UN REFRIGERIO EN EL SOFÁ!

 Mi corazón parecía que iba a romperse en pedazos ante lo que mi mente imaginaba que sería el refrigerio: ¡me la iba a comer con papas!

 Entramos en la vivienda y me quitó las bolsas de las manos yme dijo:
— Póngase cómodo, y espere mientras dejo la compra en la cocina y voy al baño.
Yo me arranqué la ropa de encima y me tendí en el sofá, ansioso por verla llegar desnuda y sentarse sobre mí.
Al cabo de cuatro o cinco minutos aparece ella en la puerta del salón, llevando de la mano a un niño de tres o cuatro años, y le dice:
—¿Tu ves lo canijo que está ese hombre? Pues así te vas a quedar si insistes en no comer.
El niño me miraba como a un bicho raro, y de pronto se echó a llorar. Yo cogí mi ropa y salí corriendo con ellas en la mano escaleras abajo. En un rellano me crucé con una mujer mayor que al verme dio un grio y se desvaneció.
En el vestíbulo aproveché que no había nadie y me vestí como pude.
¡Y llora la gente en Sevilla porque va a llover en Semana Santa!
 

domingo, abril 07, 2019

EN CIERTO SENTIDO






Esta mañana he terminado de leer el libro "En cierto sentido", de mi amigo Juan Risueño, de Bailén, a quien conocí hace casi diez años en un grupo de poesía, llamado Poetas de Sierra Morena, del que hace tiempo dejé de ser miembro.
Pero ya entonces me interesó su original estilo para escribir historias y versos. Un día me mostró un libro que él mismo había hecho a mano con cartón y papel reciclado. Tenía sus páginas llenas de versos y relatos. Creo recordar que aquél era un ...ejemplar único y personal, pues no pude hacerme con él. El que sí guardo de aquel día fue un poemario impreso normalmente en alguna editorial, que me traje a casa dedicado y firmado. Pero lo que más me interesaba era la narrativa que tan celosamente guardaba para él en aquellos cuadernos hechos a mano.

 El día 24 del mes pasado volví a verle en otro Encuentro Poético, celebrado en su propia ciudad, y pude por fin hacerme con un ejemplar del precioso libro de relatos que ha publicado recientemente. Es como los libros del Círculo de Lectores: tapa gruesa con sobrecubierta, y contiene 27 relatos interesantísimos, que atrapan al lector y le hace reflexionar, pues en casi cada relato la persona que haya cumplido sus cincuenta o sesenta años ve reflejada en sus páginas experiencias que casi todos, de una manera u otra, hemos vivido. Las que libremente hemos aireado, y las que celosamente guardamos en secreto en un rincón de nuestra memoria. Es tan real describiendo la vida de su pueblo en la segunda mitad del siglo XX con sus penurias, abusos de empresarios, vicios de la carne y los amores prohibidos, que cualquier persona de la tercera edad se siente identificada con las condiciones de vida y modo de pensar de los protagonistas de la obra.

 Me ha gustado mucho, la verdad. Sobre todo el relato de Juanjo, el detective privado, un gigante fornido y cara dura con el corazón de un niño. A veces te hace reír; otras, te encoge el alma de terror o de ternura. Los finales no son rotundos, los deja abiertos para ceder el paso a la reflexión y meditación del lector. Os lo recomiendo de corazón.

 Ya tengo tres obras de Juan: dos pemarios y un libro de relatos de 384 páginas, que desde hoy ocupan un lugar privilegiado en mi vitrina.

miércoles, abril 03, 2019

EL TREN CORREO DE ANDALUCÍA

 Foto de la Red

El tren Correo de Andalucía entró lentamente a las doce y diez en la estación, llenándola de humo y carbonilla de tal modo que se me irritaron los ojos. Había salido una hora antes de Cádiz enganchado a una locomotora de vapor negra, provista de una alta y gruesa chimenea cilíndrica, de cuya boca emanaba una espesa columna de humo que se tendía sobre los vagones y acariciaba los rostros y ropas de los pasajeros, quienes, asomados a las ventanillas, admiraban la bellísima fachada del edificio ferroviario jerezano. 

Las brillantes bielas adosadas a las ruedas se resistían a detenerse y estas chirriaban bajo la presión de los frenos, lanzando bocanadas de vapor por ambos lados, envolviendo en una nube blanca a los curiosos y viajeros que ocupaban el andén.

 El variopinto conjunto de personas que transitaba por los andenes se acercó al tren. Entre ellos había un grupo de soldados cargados con sus maletas de madera; un par de mujeres ofreciendo agua con un botijo a cambio de «la voluntad» y otras dos vendiendo molletes de Arcos y teleras de pan; empleados de RENFE caminando de prisa empujando carretillas cargadas de equipajes hacia los vagones de primera clase; viajeros buscando los vagones indicados en sus billetes; familias compuestas de varios miembros, que al igual que nosotros emigraban a otra parte; ancianos, mutilados de guerra y curiosos que no tenían nada que hacer y acudían a admirar el tren o a enterarse de quién llegaba o se iba; una gitana vieja recorría los vagones cargada con una caja redonda, de madera, llena de sardinas arenques tendidas una junto a otra formando un círculo, que la anciana ofrecía a los viajeros que estaban asomados a las ventanillas a peseta la unidad; la pareja de la Guardia Civil y la policía secreta, escrutando descaradamente los rostros y equipajes, alertas ante cualquier indicio sospechoso; el jefe de estación luciendo su uniforme azul, el silbato en una mano y el banderín en la otra; dos mujeres barriendo el suelo...

Al anunciar los altavoces la llegada del tren, mi madre y yo habíamos abandonado la sala de espera y estábamos ya casi el final del andén, frente a los vagones de tercera clase. En la puerta de uno de ellos vimos un cartel que decía Madrid: en ese debíamos montarnos.

 El tren permaneció en la estación media hora, durante la cual se acomodaron los pasajeros y se cargaron los cofres y sacas en el vagón de Correos. El calor de la caldera derretía el recubrimiento protector de las traviesas de madera de las vías y una mezcla de olor a resinas y alquitrán impregnaba el aire. En el andén, algunos viajeros se despedían de los amigos o familiares que les habían acompañado a la estación; otros lo hacían desde las ventanillas de los vagones.

  Cuando llegó la hora, el jefe de estación tocó el silbato y levantó la banderita; la máquina del tren respondió con un fuerte silbido, al tiempo que lanzaba un chorro de vapor por la válvula que empujaba el pistón engarzado en la biela de tracción de las ruedas, y el tren Correo de Andalucía se puso en marcha exhalando sonoros suspiros.

De los entresijos de mi memoria afloraron recuerdos de un viaje anterior, realizado diez años antes en el mismo mes y con el mismo frío. Entonces yo acababa de cumplir los seis años y mis ojos observaban todo lo que sucedía con el asombro natural de la infancia: era la primera vez que salía de mi pueblo, la primera vez que viajaba en coche, la primera vez que caminaba por una gran ciudad en cuyas calles, de aceras amplias y pavimentadas, lucían los naranjos y las tiendas. Cádiz bullía de actividad: mujeres que entraban o salían de los comercios, hombres tomando café y coñac en las tabernas, limpiabotas sentados en las puertas de las cafeterías, hombres en bicicleta, motos con sidecar, camiones cargados de toneles, muebles o materiales de construcción, turismos, taxis, coches de caballos... Era la primera vez que mis retinas capturaban imágenes de almacenes, talleres mecánicos, escaparates de ropa con maniquíes, guardias de tráfico, semáforos... Y fue la primera vez que me monté en un tren…

 De mi novela «Cuando España despierte», disponible en Amazon:

 https://www.amazon.es/CUANDO-ESPA%C3%91A-DESPIERTE-JUAN-GARC%C3%8DA/dp/1983305561/ref=tmm_pap_swatch_0?_encoding=UTF8&qid=&sr=