domingo, agosto 19, 2012

«EL PORTO»


                                           
 En una de las empresas en que trabajé en París conocí a dos portugueses: José Fonseca, natural de San Antonio. Era éste un  hombre bajito y ancho de espaldas, moreno, de frente ancha, cejas espesas y pelo color azabache, ondulado y peinado hacia atrás. Se había comprado una vivienda en las afueras de Saint Denis, algo de lo que no habían sido capaces de hacer algunos compañeros de trabajo franceses, quienes vivían en  habitaciones alquiladas, y por tal motivo sentían hacia él una animadversión que manifestaban en soeces comentarios sobre el trabajo que debía realizar la esposa de José para conseguir el dinero necesario para  pagar la casa.
José Fonseca García, o tal vez García Fonseca, no lo recuerdo, era una bellísima persona y aunque sin duda alguna debía sentirse ofendido respondía siempre  amablemente, argumentando las dobles jornadas de trabajo que ambos, él y su esposa, habían realizado durante años limpiando oficinas  después de acabar la jornada laboral en las fábricas.
Era un hombre trabajador y servicial, jamás protestaba cuando los franceses se negaban a realizar un trabajo peligroso por los gases o por la radiactividad y el encargado se lo endosaba a él.
Un par de veces tuve el honor de comer en su casa y allí conocí a su familia: una mujer bajita y gruesa, que lucía una cara de muñeca de porcelana preciosa, y dos niños de ocho y doce años, también chaparritos, que enseguida hicieron amistad conmigo mostrándome todos su deberes escolares y sus juguetes.
 Cuando me fui de mi buhardilla, sita en la calle Montmartre, en el centro de París, le dije que si quería se llegase  a  mi casa para entregarle algunos electrodomésticos y muebles, pues cuando me casé la empresa me entregó las llaves de  un apartamento precioso en Epinay, al norte de París,  y yo quería amueblarlo al gusto de mi flamante esposa. 
Trabajé durante dos años con José y al despedirnos nos abrazamos emocionados y quedamos en visitarnos en España o en Portugal.

 El otro portugués era un joven de 26 años, natural de Oporto y recien llegado de Angola, en donde había permanecido cinco años cumpliendo el servicio militar al que obligaba el dictador Salazar.
Parecía africano: piel  tostada, labios gruesos y cabello fino y rizado. Era  bajito, de mi misma estatura, aquella generación nuestra se había criado con las mismas deficiencias nutritivas y los huesos no se habían estirado lo suficiente, resultando un tipo de personas de escasa altura y con tendencia a engordar. En caso de apuros, no servíamos ni para guardias civiles, pues lo único que exigían para entrar en el cuerpo era medir no menos de 1´70, llevar bigote y haber realizado el servicio militar.
Era tan mala persona, que no recuerdo ni su nombre: le llamábamos “el Porto” (el nombre de su ciudad natal, Oporto),  y estaba medio loco. Era muy violento y se enzarzaba en  discusiones patrióticas, criticando las costumbres francesas, llegando a las manos ante la más mínina insinuación de superioridad de los franceses. Yo me llevaba bien con él por miedo. Sentía un miedo atroz  a contradecirle;  cuando se  enfadaba, sus ojos se hinchaban, parecían salirse de las órbitas y gritaba para decir las cosas.
En el comedor  de la empresa disfrutaba relatando anécdotas de su vida en Angola, cuando su batallón  rodeaba de noche un poblado y asesinaba a los habitantes y los descuartizaba  con el machete para no despertar a los otros, y todos violaban a las mujeres y niñas. Todos dejábamos de comer y lo mirábamos pasmados, preguntándonos qué hacía ese hombre en la empresa. El Delegado sindical se quejó a la Dirección y dijeron que nada se podía hacer mientra el realizara bien su trabajo; no se le podía prohibir al portugués que contara las mismas cosas que ellos, los franceses, habían hecho en Indochina.
Pero la peor  faceta del Porto aún estaba por desvelarse y el destino quiso que fuese yo quien la descubriera:
En mayo de 1968, París estaba paralizado por las huelgas: no había transporte público ni abastecimiento a los mercados ni a las estaciones de servicios, y amenazaban con  dejarnos sin gas ni electricidad. La gente utilizaba su propio vehículo para acudir al trabajo y las gasolineras no tardaron en quedarse sin carburante.

 Yo tenía un coche de segunda  mano, un Citroen DS 19, con el depósito lleno y el jefe me pidió que por favor recogiera a "el Porto", que me cogía casi de camino, apenas un desvío de un kilómetro, y lo llevara a la fábrica, pues era muy importante que el prototipo que estaban construyendo en la sección de "el Porto" se acabara en la fecha prevista. Así lo hice durante una semana, el tiempo que me duró el combustible. Dejé mi coche abandonado en la avenida de Rivoli, cerca del  museo Louvre.
La mayoría de las empresas no secundaba la huelga, pero fueron obligadas a cerrar por falta de suministro y porque los trabajadores no podían acudir a sus puestos.
 Estuve tres o cuatro días sin ir a trabajar, deambulando por el Quartier Latín, escuchando discursos en la Sorbona y corriendo delante de los antidisturbios, los CRS, y  llegando a mi casa de madrugada, exhausto tras caminar varios kilómetros.
Súbitamente, una mañana París apareció rodeada de tanques y soldados y apareció el general De Gaulle en la televisión: “Soy yo o el caos”. Y se acabó la huelga. Todos volvimos a la rutina. La empresa me recompensó por haber llevado al portugués a trabajar mientras pude.
Una semana después, el viernes por la noche, se presentó en mi casa "el Porto" con una chica árabe. Era muy joven, creo que no tendría ni 16 años, aunque en su rostro había huellas de haber vivido momentos muy duros. Yo nunca he sido capaz de adivinar la edad de los negros ni de  los árabes o los orientales y aunque "el Porto" me aseguraba que la chica era mayor de edad no me fiaba. Me dijo que me  la traía en agradecimiento por haberle llevado a trabajar durante una semana. Me quedé pasmado y sin saber qué decir.
La chica me miraba y sonreía, sabía a lo que venía y ella estaba de acuerdo.
Yo no, yo tenía una relación, nos queríamos mucho y lo que menos deseaba es que llegara en ese momento y se encontrara una mora en mi casa. O que los vecinos llamaran a la policía y me acusaran de corrupción de menores. Le dije al Portu que se la llevara, pero él insistió. Decía que  la chica era su amiga, su amante y la de todos los portugueses del edificio en que vivía, y que no debía rechazar su regalo si yo quería seguir siendo su amigo. Antes de irse miró a la joven muy serio y le dijo: «Procura que mi amigo no tenga ninguna queja de ti, o me las pagarás»
Ella asintió con la cabeza.
Nos quedamos los dos solos, yo le dije que me explicara un poco de qué iba la cosa y ella me confesó que vivía en el mismo rellano de "el Porto",  que su padre se la ofrecía a los portugueses por dinero, y que a veces éstos le pegaban. Me pidió por favor que  tomara lo que quisiera de su cuerpo, pues no quería que "el Porto" se enfadara con ella: "está loco", decía.
 A las razones que expuse más arriba, he de añadir que la chica no me gustaba físicamente. Para nada. No me gustaban las africanas con su pelo alborotado y tan rizado, sus labios carnosos, enormes, y su piel tostada y con marcas tribales. Lo que a mí me gustaban eran las blancas, fuesen morenas, rubias o  pelirrojas. Más tarde descubriría las mulatas nacidas de la unión del  hombre blanco sudafricano y las negras nativas. Eso era otra cosa.  Copular con aquella niña argelina no me tentaba lo más mínimo, y menos sabiendo que ella venía forzada y, de hacerlo, ella  no sentiría ningún placer porque como a toda musulmana intuía que le habrían extirpado el clítoris.
Pasamos la noche  hablando sentados el uno frente al otro, sin hacer ruido por temor a los vecinos. A las cinco, en el primer metro, se fue a su casa.
Ya en el trabajo el Porto me preguntó cómo se había portado y yo le dije que maravillosamente; pero que no lo repitiera porque yo tenía novia y  me había puesto en un grave aprieto.
 El día de san Fermín la empresa cerraba durante tres semanas por vacaciones. El Porto dijo que no pensaba volver, que se quedaba en Oporto, y me preguntó si quería traerlo hasta Irún, donde cogería un tren para Portugal. Se despidió de todos durante la comida pagando unas botellas de vino, y los compañeros  franceses, quienes por un vaso de Côtes du Rhône eran capaces de invitarte a hacer cama redonda con sus esposas, le abrazaron efusivamente con los ojos brillantes por la emoción.
Yo no quería quedar mal ni con él ni con la empresa, y acepté traerlo. Me aseguré de que sus papeles  estaban en regla y de que no llevaba nada que me comprometiera, y de mala gana le recogí al día siguiente y me lo traje hasta Irún.
 Me detuve delante de la estación de RENFE, y él me dijo que esperase  cinco minutos, que él iba a ver el horario de trenes y si tenía que esperar mucho me invitaría a unas cervezas y al chuletón. " Anda y que te jodan", pensé, y nada más lo vi  entrar en la estación, arranqué el coche y salí en dirección a Pamplona.


sábado, agosto 18, 2012

"ARDOR GUERRERO", por ANTONIO MUÑOZ MOLINA



«Ardor guerrero» es una obra autobiográfica, las memorias de la mili del autor; pero al mismo tiempo es una crítica implacable al servicio militar y a la institución que lo administraba: el Ejército. Un ejército, en palabras del autor, « que no sería capaz de ganar una guerra contra un eventual país extranjero, pero que se ensañaba doblegando y humillando a los jóvenes reclutas», quienes eran arrancados de sus estudios y puestos de trabajo y arrojados a los pies de una casta de militares  "patriotas" descendientes de militares "patriotas" cuyo único fin era machacar a los jóvenes miembros de la sociedad civil, a la que ellos desprecian, manteniéndolos en la antesala del infierno durante 14 meses. 
Dormirán  vestidos y con las botas puestas para protegerse del frío, desfilarán y harán flexiones en el patio diariamente hasta extenuarse, sufrirán los insultos y atropellos de sus cabos y sargentos y esperarán con ansia salir a la calle de paseo para comer en los bares algo diferente de la bazofia que les sirven en el cuartel. Una gorra torcida, olvidarse de saludar cuando pasa un oficial significaba un mes de arresto o de guardias; discutir con un oficial o mostrase reacio a obedecer una orden significaba consejo de guerra y un año de prisión en un penal militar.
 En el cuartel de Loyola, San Sebastián, el mismo en que el autor realiza el servicio militar, lo que cunde es el miedo.
Miedo de los reclutas a los suboficiales, miedo de éstos a sus oficiales, miedo de éstos a los altos mandos de la jerarquía militar. Miedo a la ETA y sus adeptos. Atravesar el puente sobre el río que separa el cuartel de la ciudad, pintado de frases y consignas amenazadoras de ETA era ya peligroso, y los soldados salían en grupos y corrían a cambiarse de ropa en los bares para pasar desapercibidos. Los oficiales alquilaban sus viviendas en el centro de San Sebastián, lejos del cuartel y de las barriadas de militares para pasar desapercibidos, pero su hedor cuartelario los delataba y eran ignorados por sus vecinos. Era tal la humillación y el trato injusto que recibían   en aquel cuartel, que ningún soldado sentía dolor o pena ante la noticia de la muerte de un general  por tiro en la nuca a manos de ETA, y cuando salían licenciados abandonaban el cuartel de Loyola y atravesaban el puente corriendo sin mirar atrás, no fuera que en el último minuto sucediera algo y les llamaran.
Todos los ingredientes de la mili, desde el momento en que se recibe la carta de la Caja de Reclutas pasando por el periodo brutal de instrucción, tan cruel que algunos intentan suicidarse, hasta el momento de salir licenciado, está detalladamente explicado en este libro. Llama la atención el desorden en la administración del cuartel y la falsa contabilidad con que se oculta el fraude. Si el Gobierno destina 128 pesetas diarias para la comida de cada soldado y el en cuartel existen mil personas, se facturan dos mil comidas, que han necesitado de mil quinientos litros de aceite, mil docenas de huevos, mil quinientos kilos de boquerones... Y el capitán firma la factura sin mirarla y luego la firma el coronel y luego el general. De vez en cuando sale un furgón cargado de documentos y facturas hacia la Capitanía General, en  Burgos, donde son apilados con otros miles de documentos de otros cuarteles. Nadie verificará jamás los datos de las facturas. Nadie  pondrá en duda la palabra de un cabo contra un soldado al acusarle de desacato, y éste acabará condenado en los calabozos o en un penal por un simple capricho de aquél.
Menos mal que el servicio militar ya no es obligatorio y sólo acuden al Ejército algunos jóvenes sin preparación que no tienen esperanzas de encontrar trabajo y ven en el sueldo que ofrece el  Ejército Profesional  la única salida para  “independizarse” y poder formar una familia.


Aunque yo me he librado de hacer  la mili y odio las batallitas que siempre cuentan los que sí la han pasado (sólo cuentan las buenas) me ha gustado este libro y lo recomiendo  porque no solo habla del servicio militar, es más que eso. Mucho más. Da que pensar. Mi cuñado me reprochaba que no hubiera hecho la mili: "Quien no hace la mili no es un hombre completo", me decía él, que se fue siendo un mozo muy alto y atractivo y volvió cojo. Mis dos hijos, que ni fumaban ni bebían cuando se fueron, regresaron bebiendo como cosacos y fumando tabaco y hachís a punta pala, vicios  que originaron fuertes discusiones en el hogar. 

lunes, agosto 13, 2012

COQUINAS A LA CARMEN


 

La coquina es una almeja de una extraordinaria calidad y un exquisito sabor cuya época de consumo es en verano, siendo el mes de agosto cuando más llenas están y de mayor tamaño se encuentran. Al contrario que las almejas, la coquina tiene una cáscara muy fina, casi cortante. Es un poco cara, pues es un molusco escaso que los mariscadores  sacan a mano del barro de los estuarios de los ríos cuando baja la marea. Sólo se encuentran coquinas  en algunas rías gallegas, en la Bahía de Cádiz, Huelva y en pequeñas zonas del Mediterráneo.
Se pueden hacer a la marinera, receta que ya publiqué hace ya algunos meses (http://ellugardejuan.blogspot.com.es/2010/07/coquinas-la-marinera.html)
 En esta ocasión, Carmen las ha cocinado de diferente manera.

 INGREDIENTES:
2 Tomates, ½ cebolla, 4 o 5 ajos, 2 pimientos, 1 guindilla pequeñita, ½ vaso de vino blanco, 2 kg. de coquinas.

Picar el tomate, la cebolla, el ajo y los pimientos.
 Coger dos sartenes y ponerlas al fuego.
En una sofreír el tomate, la cebolla, el ajo, la guindilla y el pimiento,
En la otra echar las coquinas sin agua ni nada hasta que se abran
Cuando estén abiertas, escurrir el agua que han soltado las coquinas y echarlas en un plato.Para que no abulten tanto, Carmen les quita una de las mitades de la cáscara, dejando la que contiene el bichito.
 Limpiar la sartén para eliminar restos de suciedad. Volver a echar las coquinas y sobre ellas verter el sofrito de la otra sartén con un poco de sal.
Echar una copa de vino blanco y removerlo. 
Dejar al fuego unos diez minutos para que las coquinas tomen el sabor.


 Las cáscaras se van echando en un plato. No se comen, pero se pueden chupar, están ricas ricas... 
Nosotros  acompañamos las coquinas  con cerveza fresquita y vino de Ribeiro.
Buen provecho

sábado, agosto 11, 2012

SÁBADO: PLAZA DE ABASTOS



  Hoy es sábado y tocaba ir a la Plaza de Abastos a comprar el pescado fresco. Sobre las ocho, para no llegar tarde y llevarnos los restos despreciados por otras manos, mi esposa y yo cogidos de la mano (no por ser  románticos sino porque llevo unos días sufriendo vértigos) nos hemos acicalado y hemos ido caminando hasta la plaza del mercado.
Como sucede siempre, hemos observado diferentes precios para el mismo pescado, cosa algo extraña si todo procede del mismo barco, y, también como siempre, nos hemos detenido en el mismo puesto de pescado, el que gestiona una muchacha de tan buen ver que hasta los peces parecen felices de ser manipulados por sus manos.

Mis ojos no se alejaban de ella mientras ella pesaba cada pedido que le hacía mi esposa, y me dirigía una mirada que yo imaginaba cómplice, pero que a no dudar lo que hacía —deformación profesional llaman a eso—, era analizarme de la cabeza a los pies, calculando cómo despedazarme, en  qué lugar del mostrador podría ponerme, con qué etiqueta y a qué precio, para que los portuenses y los turistas pudieran degustar mis diferentes miembros. Yo me hubiera conformado con degustar parte de ella (no soy egoísta y dejaría amablemente para su marido o su novio el resto).

 Mi mujer, que es una consumidora  compulsiva de pescado no parecía tener bastante y cada vez pedía más género, hasta que me vi obligado a apartar la mirada de la niña y dejar de soñar despierto, imaginando si era rubio u oscuro su vello, si blanco o moreno el  cutis de su trasero, y  afirmando mis pies en tierra, exclamé con voz un tanto brusca:

    ¡Ya vale con tanto pescado, que  a mí me gusta más la carne! Cualquier carne: pollo, ternera, cerdo, caballo, cordero… Sobre todo la que viene envuelta en sujetadores y bragas para que no se pierdan.
    ¡¿Qué dices, Juanillo…?! — dijo mi jefa, con el ceño más fruncido  que las cortinas de mi dormitorio.
    Nada, vámonos ya, que aquí hace mucho calor — respondí yo.
Y sujetando en mis manos dos bolsas de plástico rellenas con cinco kilos de pescado, regresamos a casa. Ella pensando en qué iba a hacer de comer, yo maldiciendo las asas de las bolsas de plástico porque me estaban cortando las manos.
Me encontré de frente con mi médico de cabecera, el cabrón ese, que dirigió su mirada hacia la compra que colgaba de mis manos. No dijo nada, pero sé que me lo va a decir en la primera consulta.
Los médicos son unos listillos, se curan en salud por si no aciertan con su diagnóstico. Te recomiendan  cosas que saben que no puedes hacer y cuando vuelves a la consulta, tan enfermo o más que antes, te preguntan si has hecho todo lo que ellos te habían recomendado. Como le digas que no, son felices: ya no tienen que reconocer que no tienen idea de lo que te sucede y por tanto no te pueden curar; lo que cuenta es que no has seguido el tratamiento y eso es lo que impide que te cures.
 Cuando yo era un niño y estaba enclenque y escuchimizado, como esos pobres seres de Biafra, el médico del pueblo le decía a mis padres que me dieran de comer mucho jamón, mucha carne, mucha leche, mucha fruta  y mucho marisco.
 Entonces se había puesto de moda  pasar hambre y todos en mi pueblo se vestían a la moda. Lo único que podíamos comer era lo que nos daba el  amo del cortijo por trabajar de sol a sol: gachas de harina, bellotas, algarrobas y las migas de pan refritas con ajo y aceite.Además,  éramos analfabetos y no sabíamos cómo sabía  el  jamón ni las parrilladas de chorizos y de salchichas; no sabíamos siquiera lo que era  el marisco. Y no lo sabíamos porque nunca hubo dinero en casa para comprar esas cosas. Por eso, a pesar de haber visto al médico,  yo no mejoraba y cada día estaba peor.
Incluso cogí el paludismo, aprovechando que éste pasaba por allí y que yo no tenía otra cosa que hacer para entretenerme.

Pues como iba diciendo, al regresar a la consulta, el medico le preguntó a mi madrecita de mi alma  si me había dado de comer marisco, huevos con  jamón y chuletas de cerdo. Como era lógico, pues a mi padre le pagaban en especie: media telera de pan, medio litro de aceite y un trozo de tocino al día por trabajar de sol a sol  en el cortijo, ella le dijo  que no lo habían hecho,  y el matasanos sonreía y decía:
    Pero  María, entonces ¿para qué vienes a verme, si no piensas hacerme caso?

En la actualidad sucede lo mismo pero al contrario: hoy, que se puede comer de todo, los médicos te prohíben que lo comas.
Según mi médico, no puedo beber alcohol, no puedo comer embutidos ni grasas, ni huevos fritos con papas, ni jamón, ni panceta ni salchichas ni carne de cerdo, pescado frito, ni nada que tenga azúcar: refrescos, cubatas, helados, tartas, dulces, ni carne al toro, 25 gramos de pan máximo, nada de frituras, todo asado y pesado…
Pesado él, mi médico, el cabrón ese con quien  me he topado esta mañana. ¡Anda y que le den!
 Así cualquiera es médico. Lo bueno sería que te curasen sin quitarte la vida.
 Ahora  se trata de complacer a mi Carmen comiéndome lo que me ponga por delante sin rechistar, que luego, entre comida y comida, ya iré yo a la Venta Andalucía a ponerme al día.
 Me acaba de decir mi querida esposa que al medio día vamos a comer cazón con guisantes.

A mis amigos los peces, dedico este poema:

Al pez  brillante que surcaba los mares
cuyas escamas lloran en el  mercado,
millares de ojos  se posan, admirados
curiosos, calculadores, sobre tu cadáver

  Ignoran todo sobre tu  real linaje:
 tu familia, tus proyectos, tu pasado…
 sólo valoran  si realmente  merece
el precio que por  ti han señalado.

Antes que el hombre te  convierta
en manjar  de  exquisitos paladares
Antes  que  asado o frito te ofrezcan
en bandejas de diseño en restaurantes
 o en simple loza blanca en los hogares.

Regado con vinos de excelente marca
o con cerveza clara,  rubia fresca,
 guarnecido con patatas y mahonesa
o simplemente con vegetales y salsa,

Antes de que aclamen tu dulzura
 y  tu esencia acaricie   paladares
 estómagos expertos, hambrientos,
y luego, sin asomo de amargura,
al eterno y oscuro lugar del olvido…
 te arrojen entre sucios excrementos


Quiero brindar contigo, pececillo
 por un mundo de amor y de paz
donde  hombres y animales
puedan convivir en libertad.


jueves, agosto 09, 2012

EL HOMBRE QUE SUSURRABA A LOS CABALLOS, LA NOVELA


Esta mañana temprano he terminado de leer este libro. Lo dejé ayer cuando faltaban 20 páginas en un fragmento muy interesante. Me desperté a las cinco y me puse a leer. Aún no tenía idea de cómo acabaría el drama aunque lo intuía. Pero luego me llevé una sorpresa.

SINOPSIS PUBLICADA:

 El hombre que susurraba a los caballos de Nicholas Evans:
Un accidente trunca brutalmente la idílica relación entre una niña y su caballo. La madre deberá recurrir a un hombre muy especial, de quien se dice que posee poderes especiales para comunicarse con los caballos y sanar su espíritu... Una historia de profundas connotaciones humanas que recupera los sólidos valores que la frenética sociedad actual parece haber olvidado. La solidaridad entre las personas, la armonía con la naturaleza y la fuerza de los sentimientos subyacen como motor de esta novela inolvidable, adaptada al cine en una superproducción dirigida y protagonizada por Robert Redford.


MI OPINIÓN:
No he visto aún la película, pero no  creo que ésta consiga transmitir tan bien  los sentimientos contradictorios que provocan las diferentes circunstancias que viven los personajes como lo hace la lectura de la novela. En esta ocasión, y según me han dicho otros lectores que también han visto la película, no se cumple el dicho "Una imagen vale más que mil palabras".

Es una novela con un argumento original, un libro que te incita a reflexionar. Es interesante seguir los pasos del hombre y ver cómo  va consiguiendo curar al animal y restablecer  la relación anterior al accidente entre la niña y su caballo.
 Pero creo que el título no es el adecuado:  el hombre no susurra nada, lo que hace es aplicar con paciencia y mucho cariño, sin hacer ningún daño a los animales, conocimientos y trucos prácticos heredados de sus padres y experimentados en cientos de caballos a lo largo de su vida.

El amor está también presente en esta novela, y a la vez que describe unos sentimientos sublimes imposibles de evitar, trata crudamente el sentimiento de culpa y el dolor que causa la infidelidad en el entorno familiar. Un  drama secundario que enriquece el argumento principal de la novela: la curación física y psíquica de la niña
 
 Lo más duro ha sido leer la  descripción del accidente, yo sufrí de verdad “viendo” las escenas del caballo malherido arrastrando a la niña a quien se le había quedado  enganchado el pie en el estribo. Las secuelas para ambos son terribles, y nada será igual después del accidente. El carácter de la niña cambia. La madre se vuelca. Es una madre dispuesta a todo para que su hija vuelva a encontrarle sentido a la vida.
La madre hará todo cuanto está en su mano para curarla, incluso el perder su puesto de trabajo como directora de una importante revista. Intentará curar a su hija curando al caballo. Para ello, madre e hija abandonan su hogar en Nueva York y recorren 3 000 kilómetros hasta llegar a  Montana, donde al parecer hay un hombre que cura a los caballos siguiendo un método indio. ¿Conseguirá curar a la niña de sus fantasmas y miedos? ¿Es recuperable el animal? 

El sanador de caballos es un experto, conoce cómo piensan y reaccionan estos animales y  explica en una frase lo que le mueve a entregarse con toda su alma a esa profesión: “Yo no  ayudo a las personas que tienen problemas con los caballos, ayudo a los caballos que tienen problemas con las personas”

Los personajes  están muy bien logrados. Se siente realmente, como si viviésemos allí, el ambiente del rancho en que se desarrolla la trama y la vida rural y tradiciones del oeste americano. 

 El final no es el que yo predecía a medida que avanzaba en la lectura de la novela. Quizás buscando la sorpresa el autor a evitado el consabido "y fueron felices y comieron perdices", eligiendo un final inesperado  que no es el mejor final; pero que está bien y es realista. 
Es un libro que os recomiendo aunque hayais visto la película.

P.D/
Tres días después de haber publicado esta entrada he visto la película. Está muy bien, en ciertos momentos me ha emocionado mucho y se me ha hecho un nudo en la garganta. Pero los últimos 20 minutos en nada se parece a la novela, es totalmente distinta, con final distinto, y se ha eliminado lo principal. Lo han estropeado todo.

miércoles, agosto 08, 2012

¿UNIÓN O DISPERSIÓN?

Manifestación en Jerez de la Frontera, 2011

Saco a relucir este tema por su rabiosa actualidad. Va para dos años que un pequeño grupo de indignados con la situación de corrupción e ineficacia que vive España creó la plataforma ¡Democracia real ya!, acampando en la Puerta del Sol durante semanas y organizando diversas manifestaciones de protesta en todo el país.
Los motivos que obligaron a mantener esa actitud tan crítica con los políticos y a la vez tan criticada por los comerciantes madrileños fueron esgrimidos en el Manifiesto que acaparó durante un tiempo las redes sociales y algunos medios escritos, y que esencialmente eran éstos:

La  crisis económica que sufre España y sus expresiones más visibles:
 La elevada tasa de paro (en aquel momento, en torno al 21%, la más alta de la   Unión Europea, aunque el paro juvenil superaba el 43%),
2º La precariedad laboral,
3º La contención salarial
4º La presión hipotecaria sobre las familias
5º La restricción del crédito
6º Las políticas gubernamentales de ajuste traducidas en recortes en el estado del bienestar.

Aunque nuestras viejas viviendas ya están pagadas y nuestro futuro medianamente asegurado con nuestras pensiones, muchos jubilados como yo apoyamos esas protestas y sus reivindicaciones acudiendo a las manifestaciones convocadas. Pensábamos en nuestros hijos y en las siguientes generaciones, que lo tenían muy crudo para sobrevivir como esclavos en un mundo gobernado por el capitalismo salvaje.
 Sentí mucha vergüenza y dolor durante el recorrido de las cinco manifestaciones a las que acudí  (dos en  Cádiz, dos en Jerez, una  en Ubrique), al comprobar la nula concienciación  de los ciudadanos que observaban desde la  acera el paso de la manifestación de enfermer@s, estudiantes y profesores, quienes protestaban ante el negro futuro que les ponían delante, la masificación y el aumento de las horas de trabajo en la aulas. Iban  acompañados por un nutrido grupo de  jubilados. Desempleados, había  pocos; yo diría que ninguno.

En Cádiz, ciudad de  120, 000 habitantes, capital de la provincia que ostenta el índice de paro más alto de la UE  (el 34% en las ciudades de la costa y el 40% en los pueblos de la Sierra), apenas 1500 personas salieron a reclamar soluciones.
En Jerez, cuyo censo en diciembre de 2009 era de 207,534 habitantes, sólo protestaron en la calle entre 1500 y 2000 manifestantes. 
En Ubrique, sólo un centenar de personas, la mayoría de la fábrica de pieles, que estaban en huelga.
¿Pensaban todos los demás ciudadanos que a ellos no iba a tocarles la crisis?  ¿Por qué no acompañaban a los que  se preocupaban por el mantenimiento del estado de bienestar? No, preferían  observarlos desde las aceras y balcones o en el Telediario, riendo cuando algún hijoputa los llamaba perroflautas.

Y es ahora, cuando la tijera de podar del Gobierno ha ampliado su radio de acción, recortando todos los derechos de sus gobernados, que los diferentes gremios de la sociedad española llenan  los espacios del Facebok y el Twiter  solicitando asistencia a las manifestaciones y denunciando lo que hace tiempo sabían y nunca osaron denunciar: corruptelas, enchufes, acosos, mala gestión, sobre sueldos, coches oficiales y jubilaciones desproporcionada para Consejeros de empresas, expresidentes de Gobierno, banqueros y  la sobre dimensión de las nóminas públicas.
Ahora que necesitan solidaridad de la ciudadanía ante los salvajes recortes y despidos que realiza sin despeinarse  el Gobierno, machacan a los usuarios de las redes sociales con sus protestas y problemas. ¿No debería preguntarse cada cual dónde estaba cuando durante todo el año 2010 y 2011 los "perroflautas" se enfrentaban a los antidisturbios en muchas ciudades españolas para defender esos mismos derechos que ahora echa en falta?
¿Pensaban que los otros eran diferentes, que pertenecían a clases trabajadoras inferiores como eventuales, estudiantes, parados de larga duración , desahuciados… O que a ellos por ser funcionarios o miembros de las Fuerzas de Seguridad nadie les iba a zarandear los cimientos de sus confortables hogares?

La unión hace la fuerza, y cuando cada cual campa a su aire y no muestra solidaridad con el prójimo suele suceder que los problemas que atañen a la sociedad jamás se solucionen.
Quizás deberíamos tener en mente esta vieja frase: «El amor al prójimo no conoce límites ideológicos ni confesionales.»
Porque cuando pasamos de ella, se repite la historia:
“Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista.
Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío.
Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista.
Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante.
Luego vinieron por pero, para entonces, ya no quedaba nadie a quien decir nada…”

Martin Niemöller


sábado, agosto 04, 2012

VISITAR ROMA

 Mis querid@s amig@s: Si  a pesar de la crisis tenéis proyectado  ir de vacaciones a Roma, os invito a leer mi experiencia en esa bella ciudad para que tengáis una idea  realista de lo que os vais a encontrar, pues los folletos turísticos sólo mencionan lo mejor.
 Pinchad en este enlace, son tres entradas seguidas. Aunque  de eso ya han pasado algunos años, y algunas cosas posiblemente hayan cambiado, en ellas encontraréis fotos y  opiniones sobre Roma:

http://ellugardejuan.blogspot.com.es/2006_11_01_archive.html

jueves, agosto 02, 2012

ESPAÑA, MI QUERIDA ESPAÑA


Cuando observaba  la campiña andaluza desde la ventanilla del abarrotado tren Expreso que me conducía a París,  sentí un nudo en mi garganta y una opresión en el pecho al constatar  que  me alejaba cada vez más de mi pueblo.
De un compartimento cercano me llegaron  las notas tristes de una guitarra, y poco después  el dolor de un aficionado al flamenco, que con la voz rota  cantaba  a España:

“Adiós mi España querida,
dentro de mi alma
 te llevo metida.
Y es porque soy un emigrante
 jamás en la vida
 yo podré olvidarte”

 Y mientras el tren bordeaba el Guadalquivir, cuyas aguas verdosas  corrían en dirección contraria,  surcando un  mar de olivares y girasoles, mi corazón herido abrió las compuertas  que contenían mis lágrimas y de mi garganta se escapó un gemido al percatarme del preciado tesoro que dejaba atrás al abandonar mi casa, mi novia, mi trabajo y mis amigos en busca de fortuna y libertad.
Y lo más triste, fue tener que adaptarme a todo mientras perdía poco a poco mis raíces.
Después de varios años trotando por el mundo, de haber probado lo bueno y lo prohibido, de haber conocido gente noble y maligna, democracias libres y regímenes diabólicos…, orgulloso de ser español, regresé a España  para que en ella nacieran  mis hijos.
Hoy, avanzado ya mi otoño, cansado y temeroso ante el duro invierno que se avecina, viendo desde mi ventana el brocal del pozo oscuro  en que  nos han metido los políticos, ¡esos malditos!, me pregunto si al regresar a España  les hice un favor a mis hijos, o más bien los condené a la esclavitud y al ostracismo.

Muchas veces recuerdo la canción del Emigrante, pero ahora  contiene  distinta letra:
“ Y tú, mi  España querida,
igual que mi alma
 te sientes herida.
Y es porque fui un emigrante
 jamás en la vida
volver a tus brazos
 podré perdonarme”