lunes, julio 31, 2023

EL INDULTO DE FRANCO


Foto del autor de este escrito en 1964.

Yo trabajaba en una empresa de Levallois, distrito 18 de París, cuando Franco decretó la amnistía general:
"El Decreto-ley 10/1969, de 31 de marzo, por el que se declara la prescripción de todos los delitos cometidos con anterioridad al 1 de abril de 1939 es una norma legal de España promulgada por el dictador Francisco Franco el 31 de marzo de 1969, que puso fin a las responsabilidades penales derivadas de la Guerra Civil .."

Recuerdo que ese mismo año, el 31 de julio, mi compañero de trabajo José López García, refugiado político español, natural de Almacella, Lérida, vino a España dispuesto a pasar las tres semanas que nos correspondía por vacaciones. El alcalde, al enterarse por la embajada (donde le habían entregado el pasaporte), de que José venía, organizó el recibimiento en la parada del coche de línea con la banda de música local.

Todo el pueblo acudió al evento, pues entonces no todos tenían televisor ni existían redes sociales ni el Sálvame, y a falta de otra cosa, la gente asistía a misa o a cualquier acontecimiento importante. Y este lo era.

José López lucía un traje a medida de color azul marino, chaleco blanco y corbata celeste, lucía unos zapatos rojos, italianos. Le acompañaba un hombre delgado, ojos de hambre, sin afeitar con pantalones raídos con bolsas en las rodillas, y camisa de cuadros.

El alcalde pronunció un discurso de bienvenida, y tras interpretar la banda el himno nacional disolvió a lo congregados:.
—Ya sabéis, no se permiten reuniones de más de tres personas — les dijo.
Luego, bajó los tres escalones de la entrada del ayuntamiento y se dirigió al hombre que acompañaba aJ indultado:
—¿ Usted también ha regresado del exilio, aprovechando el indulto de su Excelencia?
—¡No, que va! Yo vivo aquí, he venido a esperar a mi hermano José.

Entonces el párroco del pueblo, agarró a José por el brazo y le dijo:
—Bueno, hijo, has regresado al redil y España te ha perdonado. Ahora vamos a la iglesia para confesarte y poder así reconciliarte con Dios. ¿Te parece bien?
—Me parece.
Y una vez arrodillado en el confesionario, el cura le pregunta:
—¿Qué hiciste para verte obligado a huir dejando tu casa y tu familia?
—¿ Guardará usted el secreto?
—¡Pues claro, hijo, lo que se diga aquí es secreto de confesión!
—Maté a 18 curas.
El sacerdote dio un respingo, se encogió de miedo y se tapó la boca para no gritar. Pasados dos o tres tensos minutos, le preguntó:
—Dime, hijo: ¿Cómo es que lograste escapar? ¿Dónde te escondiste?
—Eso mismo le pregunto, señor cura: ¿Dónde se escondió usted que no le vi?
© Juan Pan García
¡Buenos días, amig@s! Feliz lunes.

miércoles, julio 19, 2023

MIS RECUERDOS: Finca “ El Rincón del Rosario”, verano de 1961



El tractor que yo conducía era un Hanomac Diesel, de cadenas. Era el único que disponía de volante, los de la marca Caterpillar se manejaban con palancas: una para girar a la derecha y otra para la izquierda; una para ir adelante y otra hacia atrás.

Junto al volante había un dispositivo que mantenía fija la dirección, de manera que en líneas rectas podía desentenderme del volante. Los campos tenían una longitud de doscientos metros y estar todo el día yendo de arriba hacia abajo y viceversa arando o llevando la grada de discos era monótono. Nosotros acostumbrábamos a fijar el volante al iniciar el surco, enfilábamos la línea y nos bajábamos del tractor para buscar nidos de patos y coger los huevos. A veces eran serpientes lo que nos encontrábamos. Debíamos estar pendiente del tractor y salir corriendo antes de que llegase al canal, pues si llegaban a él sin conductores, caían al agua.

Eso fue precisamente lo que me sucedió un día: había estado en la verbena hasta la madrugada y luego había estado bebiendo con los amigos. A las seis de la mañana regresé a la finca. Debía reemplazar a mi compañero a las ocho y cuando él me despertó me monté sin problemas en el tractor. Pero al cabo de una hora, con el ruido del motor me entró sueño y comencé a dar cabezadas. Me esforzaba por espabilarme y mantenerme despierto, pero fue inútil. El Hanomac llegó al borde del canal e inclinó bruscamente el morro hacia abajo, lanzándome al aire. Afortunadamente caí por un lateral pues, si no, las cadenas me hubieran pasado por encima. El tractor tenía tanta fuerza que siguió avanzando dentro del agua y hubiera salido por el otro lado si la púa del arado, de un metro y medio de larga, no se hubiera clavado en el lecho del canal.

Otro compañero faenaba en la misma parcela, él iba en una dirección y yo en la contraria, y nos cruzábamos en cada viaje en el medio del camino. Mi compañero llegó al final del surco y se alarmó al darse la vuelta y no ver mi tractor. Imaginándose lo peor, desenganchó el arado y condujo el tractor a toda velocidad al canal. Me encontró saliendo del agua, llorando y atacado de los nervios y con una pierna sangrando
Necesitaron la fuerza de tres tractores, tirando de sendos cables, para sacar el mío del canal.

El jefe de maquinaria estaba furioso e intentó pegarme, pero le hice frente diciendo que si mi padre no me pegaba no le iba permitir hacerlo a un extraño. Eso le enfureció aún más y fue a quejarse al administrador. A consecuencia de eso, me quitaron el tractor y me castigaron tres meses a trabajar con pico y pala, excavando zanjas con una cuadrilla de jornaleros.
Durante las dos o tres semanas que aguanté haciendo ese trabajo, descubrí la cara oculta de los hombres del campo, sus resentimientos contra el Régimen y la amargura que los invadía al haber perdido la guerra. Cada día comentaban lo que habían escuchado durante la madrugada en Radio Pirenaica, una emisora ubicada en Andorra que incitaba a la rebelión e informaba de sucesos que el Gobierno trataba de ocultar: las actividades sindicales clandestinas, las torturas que sufrían algunos en las cárceles, los avances del comunismo en Europa...

En la cuadrilla había un hombre de Pego, alto delgado y alcoholizado, que al parecer había pilotado un avión ruso, Polikarpov I-16, durante la guerra, y de vez en cuando los compañeros le animaban a contar alguna anécdota. La que más me hizo gracia fue aquélla en que habiendo terminado de arrojar las bombas se quitó las botas y las lanzó también sobre el enemigo.


En esos días Radio Pirenaica ensalzaba a Fidel Castro en su lucha contra la invasión americana. Pasamos unos días con el alma en vilo a causa de la instalación de misiles rusos en Cuba, pues los Estados Unidos habían dado un ultimátum: si los barcos rusos que transportaban las piezas para los misiles no se detenían, se declararía la 3ª guerra mundial. Finalmente no pasó nada, pues según la locutora de la Pirenaica, Dolores Ibárruri, la Pasionaria, los americanos habían aceptado las condiciones de los rusos....


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viernes, julio 07, 2023

RECUERDO DE LOS SANFERMNINES DEL AÑO 1969

 

CAPÍTULO 26

 

                     

          LAS VACACIONES,  JULIO DE 1969

 

Al llegar el mes de julio,  mi empresa cerraba  por vacaciones durante veintiún días.  Yo decidí disfrutarlas en Valencia con mis padres, pues el año anterior las pasé con unos amigos en Royan, en el suroeste francés. Alquilamos una casita en una playa donde había dos bunkers alemanes de la segunda Guerra Mundial.

En junio no se hablaba de otra cosa en la factoría. Las preguntas más frecuentes eran: ¿Adónde vas de vacaciones? ¿Con quién vas? ¿Cuánto te cuesta el alojamiento?

Fue en la mañana del 6 de julio, último día de trabajo, cuando Souto, el portugués, mantuvo una fuerte discusión con el encargado y le dijo que se iba a Oporto y ya no volvería, pues estaba harto del racismo y discriminación de los franceses.

Entonces vino a verme y me preguntó  si podía venirse conmigo en el coche hasta San Sebastián, de donde salía un tren que lo llevaba a Portugal sin tener que pasar por Madrid.

 

 

Llegamos a San Sebastián a las siete de la tarde. Souto quería que me quedase con él las tres horas que faltaban para la salida de su tren, pero yo me negué alegando que aún había sol y que quería llegar a Pamplona antes de que oscureciera.

—Venga, Juanito, brindemos en nuestra despedida porque nos vaya bien y algún día nos volvamos a ver.

 No pude evitar tomarme dos o tres cervezas con él en una callejuela cercana a la estación, donde nos obsequiaron con un espectacular chuletón a la plancha. Al final se me hizo de noche y me despedí del portugués cuando faltaban escasos minutos para la salida de su tren.

Me fui contento de perderlo de vista, pero el destino me preparaba una sorpresa.

Apenas comencé a subir el puerto de Alsasua, un grupo de  guardias civiles me dio el alto.  Sus correajes y guantes reflectantes, se veían a más de cien metros.

Eran cuatro los guardias, una pareja a cada lado de la carretera. Mientras uno se acercaba y me pedía la documentación, los otros me apuntaban con sus fusiles.

—¡Vos papiers!

Yo le saludé en español

— Buenas noches, soy español.

 Eso fue mi perdición:

 —¡Mi sargento, es un español!

 El sargento me abrió la puerta de golpe, me agarró del brazo y me sacó de un tirón, dejándome tirado en el asfalto. Los otros tres se acercaron y me encañonaron mientras el oficial hacía las preguntas.

—¿De dónde viene y adónde va?

—Vengo de París y voy a Valencia, a pasar las vacaciones

—¿A qué hora ha salido de París?

—A las siete de la mañana

— Ha tardado mucho, ¡qué ha estado haciendo?

—No tenía prisa y me he estado parando cuando se me apetecía. He llevado a un compañero a la estación de San Sebastián, un portugués

—¡Abra la maleta!

 Apenas saqué la llave de la cerradura y abrí la maleta me empujaron y la volcaron en el suelo. Un guardia registró toda la ropa del equipaje y luego, al no encontrar lo que fuere que buscaban, me ordenaron  continuar el viaje. Tuve que recoger todo el contenido de mi maleta del suelo y ordenarlo; ellos continuaban apuntándome con sus armas y no me ayudaron en nada ni se excusaron.  Yo llevaba pantalón corto y tenía la rodilla  rozada y con hilos de sangre del golpe que me di contra el suelo cuando me sacaron del Dyane 6.

 Me fui de allí humillado y con un sentimiento de impotencia indescriptible, maldecía la hora en que decidí venir a España de vacaciones, ¡con lo bien que lo pasaba yo en París! Pero tenía que ver a mis padres y dejarles algo de dinero.

Apenas había recorrido cinco kilómetros cuando vi otra vez los guantes y los correajes luminosos dándome el alto. Me detuve en el arcén y esperé.

—¡Baje del coche!

«¡Por favor, Dios mío, qué tengo que soportar más!», exclamé mentalmente. Salí del vehículo y el guardia me dijo:

—¡Deme sus documentos y abra la maleta!

—¡Pero si me acaban de registrar otros guardias hace cinco minutos!

—¡Usted se calla y obedece! —grito fuera de sí al tiempo que me arreaba una bofetada. Yo sentía un fuerte dolor en el pómulo y comencé a sangrar por la nariz. Su compañero se acercó y me empujó contra el coche mientras otros dos me apuntaban con sus fusiles. Soportando el dolor y aterrorizado (Podían muy bien pegarme un tiro y alegar cualquier cosa, la ley de fugas, por ejemplo, o arrojarme a un barranco; nadie se enteraría), abrí la maleta y esperé  a que lo revolvieran todo.

 Media hora más tarde,  me dejaron marchar.

Llegué a Pamplona a las cuatro de la madrugada,  aparqué en una plaza y me dispuse a dormir un poco. Me fue imposible conciliar el sueño. Pero cerré los ojos y traté de descansar. Había gente vestida de blanco y con pañuelo rojo amarrado al cuello tumbada por todas partes entre botellas vacías y vómitos. Era el día 8 de julio, el día anterior habían comenzado los Sanfermines. Cuando escuché levantar la persiana de la puerta de un bar,  fui a tomar café y a lavarme un poco. Luego salí a la calle para  continuar viaje y me detuve en una gasolinera  a la salida de Pamplona para repostar.

 Cuando llegué a  Valencia con el ojo morado y el pómulo hinchado, y conté  lo que me había pasado, nadie me creía. «Algo habrás hecho», decían.

Hasta entonces yo no hablaba de política,  y menos aún contra el Régimen, al que me sentía agradecido por  haberme concedido una beca para estudiar F. P. como interno en la Escuela de Formación Profesional de Málaga. Cada curso escolar costaba nueve mil pesetas de las de 1956. Para que se hagan una idea, el salario base de mi profesor de Tecnología era entorno de las mil doscientas pesetas al mes. O sea: mi beca costaba ocho veces el sueldo mensual de un profesor de enseñanza secundaria.

 Yo no había emigrado por carecer de trabajo, como habían hecho cientos de miles de españoles, pues era fijo en la empresa Caparrós; me fui a Francia por otros motivos: conocer el mundo libre e independizarme y para  librarme del servicio militar, pues el Gobierno consideraba que la entrada de divisas servía mejor a España que mantener a un joven durante un año sin hacer nada, y por tal motivo en el Consulado de París ofrecían la exención del servicio a todo varón  que firmase un documento comprometiéndose a permanecer trabajando  en el extranjero durante diez años.

 Viví bien, no me sacrifiqué limpiando oficinas al acabar mi jornada laboral en la empresa, como hacían otros compañeros para ahorrar dinero y enviar divisas a España. Amaba a mi país, pero el trato y las vejaciones  recibidas aquella noche  por la Guardia Civil me hicieron reflexionar y  me marcaron  para siempre.

Al regreso de las vacaciones me apunté al sindicato CGT y colaboré con ellos en la distribución del semanario  Vie Ouvriere. Durante la noche me pasaba  horas escuchando a Dolores Ibárruri en Radio Pirenáica;   me suscribí al diario L´Humanité y acudía a las diversas ferias y fiestas organizadas por el Partido Comunista para recaudar fondos.


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