CAPÍTULO 26
LAS
VACACIONES, JULIO DE 1969
Al llegar el mes de julio, mi empresa cerraba por vacaciones durante veintiún días. Yo decidí disfrutarlas en Valencia con mis
padres, pues el año anterior las pasé con unos amigos en Royan, en el suroeste
francés. Alquilamos una casita en una playa donde había dos bunkers alemanes de
la segunda Guerra Mundial.
En junio no se hablaba de otra cosa en la factoría.
Las preguntas más frecuentes eran: ¿Adónde vas de vacaciones? ¿Con quién vas?
¿Cuánto te cuesta el alojamiento?
Fue en la mañana del 6 de julio, último día de
trabajo, cuando Souto, el portugués, mantuvo una fuerte discusión con el
encargado y le dijo que se iba a Oporto y ya no volvería, pues estaba harto del
racismo y discriminación de los franceses.
Entonces vino a verme y me preguntó si podía venirse conmigo en el coche hasta
San Sebastián, de donde salía un tren que lo llevaba a Portugal sin tener que
pasar por Madrid.
Llegamos a San Sebastián a las siete de la tarde.
Souto quería que me quedase con él las tres horas que faltaban para la salida
de su tren, pero yo me negué alegando que aún había sol y que quería llegar a
Pamplona antes de que oscureciera.
—Venga, Juanito, brindemos en nuestra despedida porque
nos vaya bien y algún día nos volvamos a ver.
No pude evitar
tomarme dos o tres cervezas con él en una callejuela cercana a la estación,
donde nos obsequiaron con un espectacular chuletón a la plancha. Al final se me
hizo de noche y me despedí del portugués cuando faltaban escasos minutos para
la salida de su tren.
Me fui contento de perderlo de vista, pero el destino
me preparaba una sorpresa.
Apenas comencé a subir el puerto de Alsasua, un grupo
de guardias civiles me dio el alto. Sus correajes y guantes reflectantes, se
veían a más de cien metros.
Eran cuatro los guardias, una pareja a cada lado de la
carretera. Mientras uno se acercaba y me pedía la documentación, los otros me
apuntaban con sus fusiles.
—¡Vos papiers!
Yo le saludé en español
— Buenas noches, soy español.
Eso fue mi
perdición:
—¡Mi sargento,
es un español!
El sargento me
abrió la puerta de golpe, me agarró del brazo y me sacó de un tirón, dejándome
tirado en el asfalto. Los otros tres se acercaron y me encañonaron mientras el
oficial hacía las preguntas.
—¿De dónde viene y adónde va?
—Vengo de París y voy a Valencia, a pasar las
vacaciones
—¿A qué hora ha salido de París?
—A las siete de la mañana
— Ha tardado mucho, ¡qué ha estado haciendo?
—No tenía prisa y me he estado parando cuando se me
apetecía. He llevado a un compañero a la estación de San Sebastián, un
portugués
—¡Abra la maleta!
Apenas saqué la
llave de la cerradura y abrí la maleta me empujaron y la volcaron en el suelo.
Un guardia registró toda la ropa del equipaje y luego, al no encontrar lo que
fuere que buscaban, me ordenaron
continuar el viaje. Tuve que recoger todo el contenido de mi maleta del
suelo y ordenarlo; ellos continuaban apuntándome con sus armas y no me ayudaron
en nada ni se excusaron. Yo llevaba
pantalón corto y tenía la rodilla rozada
y con hilos de sangre del golpe que me di contra el suelo cuando me sacaron del
Dyane 6.
Me fui de allí
humillado y con un sentimiento de impotencia indescriptible, maldecía la hora
en que decidí venir a España de vacaciones, ¡con lo bien que lo pasaba yo en
París! Pero tenía que ver a mis padres y dejarles algo de dinero.
Apenas había recorrido cinco kilómetros cuando vi otra
vez los guantes y los correajes luminosos dándome el alto. Me detuve en el
arcén y esperé.
—¡Baje del coche!
«¡Por favor, Dios mío, qué tengo que soportar más!»,
exclamé mentalmente. Salí del vehículo y el guardia me dijo:
—¡Deme sus documentos y abra la maleta!
—¡Pero si me acaban de registrar otros guardias hace
cinco minutos!
—¡Usted se calla y obedece! —grito fuera de sí al
tiempo que me arreaba una bofetada. Yo sentía un fuerte dolor en el pómulo y
comencé a sangrar por la nariz. Su compañero se acercó y me empujó contra el
coche mientras otros dos me apuntaban con sus fusiles. Soportando el dolor y
aterrorizado (Podían muy bien pegarme un tiro y alegar cualquier cosa, la ley
de fugas, por ejemplo, o arrojarme a un barranco; nadie se enteraría), abrí la
maleta y esperé a que lo revolvieran
todo.
Media hora más
tarde, me dejaron marchar.
Llegué a Pamplona a las cuatro de la madrugada, aparqué en una plaza y me dispuse a dormir un
poco. Me fue imposible conciliar el sueño. Pero cerré los ojos y traté de
descansar. Había gente vestida de blanco y con pañuelo rojo amarrado al cuello
tumbada por todas partes entre botellas vacías y vómitos. Era el día 8 de
julio, el día anterior habían comenzado los Sanfermines. Cuando escuché
levantar la persiana de la puerta de un bar,
fui a tomar café y a lavarme un poco. Luego salí a la calle para continuar viaje y me detuve en una
gasolinera a la salida de Pamplona para
repostar.
Cuando llegué
a Valencia con el ojo morado y el pómulo
hinchado, y conté lo que me había
pasado, nadie me creía. «Algo habrás hecho», decían.
Hasta entonces yo no hablaba de política, y menos aún contra el Régimen, al que me
sentía agradecido por haberme concedido
una beca para estudiar F. P. como interno en la Escuela de Formación
Profesional de Málaga. Cada curso escolar costaba nueve mil pesetas de las de
1956. Para que se hagan una idea, el salario base de mi profesor de Tecnología
era entorno de las mil doscientas pesetas al mes. O sea: mi beca costaba ocho
veces el sueldo mensual de un profesor de enseñanza secundaria.
Yo no había
emigrado por carecer de trabajo, como habían hecho cientos de miles de
españoles, pues era fijo en la empresa Caparrós; me fui a Francia por otros
motivos: conocer el mundo libre e independizarme y para librarme del servicio militar, pues el
Gobierno consideraba que la entrada de divisas servía mejor a España que
mantener a un joven durante un año sin hacer nada, y por tal motivo en el
Consulado de París ofrecían la exención del servicio a todo varón que firmase un documento comprometiéndose a
permanecer trabajando en el extranjero
durante diez años.
Viví bien, no
me sacrifiqué limpiando oficinas al acabar mi jornada laboral en la empresa,
como hacían otros compañeros para ahorrar dinero y enviar divisas a España.
Amaba a mi país, pero el trato y las vejaciones
recibidas aquella noche por la
Guardia Civil me hicieron reflexionar y
me marcaron para siempre.
Al regreso de las vacaciones me apunté al sindicato CGT y colaboré con ellos en la distribución del semanario Vie Ouvriere. Durante la noche me pasaba horas escuchando a Dolores Ibárruri en Radio Pirenáica; me suscribí al diario L´Humanité y acudía a las diversas ferias y fiestas organizadas por el Partido Comunista para recaudar fondos.
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Bueno relato Juanito. Beso. Flor.
ResponderEliminarMuchas gracias, amiga Flor. Besos.
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