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viernes, julio 07, 2023

RECUERDO DE LOS SANFERMNINES DEL AÑO 1969

 

CAPÍTULO 26

 

                     

          LAS VACACIONES,  JULIO DE 1969

 

Al llegar el mes de julio,  mi empresa cerraba  por vacaciones durante veintiún días.  Yo decidí disfrutarlas en Valencia con mis padres, pues el año anterior las pasé con unos amigos en Royan, en el suroeste francés. Alquilamos una casita en una playa donde había dos bunkers alemanes de la segunda Guerra Mundial.

En junio no se hablaba de otra cosa en la factoría. Las preguntas más frecuentes eran: ¿Adónde vas de vacaciones? ¿Con quién vas? ¿Cuánto te cuesta el alojamiento?

Fue en la mañana del 6 de julio, último día de trabajo, cuando Souto, el portugués, mantuvo una fuerte discusión con el encargado y le dijo que se iba a Oporto y ya no volvería, pues estaba harto del racismo y discriminación de los franceses.

Entonces vino a verme y me preguntó  si podía venirse conmigo en el coche hasta San Sebastián, de donde salía un tren que lo llevaba a Portugal sin tener que pasar por Madrid.

 

 

Llegamos a San Sebastián a las siete de la tarde. Souto quería que me quedase con él las tres horas que faltaban para la salida de su tren, pero yo me negué alegando que aún había sol y que quería llegar a Pamplona antes de que oscureciera.

—Venga, Juanito, brindemos en nuestra despedida porque nos vaya bien y algún día nos volvamos a ver.

 No pude evitar tomarme dos o tres cervezas con él en una callejuela cercana a la estación, donde nos obsequiaron con un espectacular chuletón a la plancha. Al final se me hizo de noche y me despedí del portugués cuando faltaban escasos minutos para la salida de su tren.

Me fui contento de perderlo de vista, pero el destino me preparaba una sorpresa.

Apenas comencé a subir el puerto de Alsasua, un grupo de  guardias civiles me dio el alto.  Sus correajes y guantes reflectantes, se veían a más de cien metros.

Eran cuatro los guardias, una pareja a cada lado de la carretera. Mientras uno se acercaba y me pedía la documentación, los otros me apuntaban con sus fusiles.

—¡Vos papiers!

Yo le saludé en español

— Buenas noches, soy español.

 Eso fue mi perdición:

 —¡Mi sargento, es un español!

 El sargento me abrió la puerta de golpe, me agarró del brazo y me sacó de un tirón, dejándome tirado en el asfalto. Los otros tres se acercaron y me encañonaron mientras el oficial hacía las preguntas.

—¿De dónde viene y adónde va?

—Vengo de París y voy a Valencia, a pasar las vacaciones

—¿A qué hora ha salido de París?

—A las siete de la mañana

— Ha tardado mucho, ¡qué ha estado haciendo?

—No tenía prisa y me he estado parando cuando se me apetecía. He llevado a un compañero a la estación de San Sebastián, un portugués

—¡Abra la maleta!

 Apenas saqué la llave de la cerradura y abrí la maleta me empujaron y la volcaron en el suelo. Un guardia registró toda la ropa del equipaje y luego, al no encontrar lo que fuere que buscaban, me ordenaron  continuar el viaje. Tuve que recoger todo el contenido de mi maleta del suelo y ordenarlo; ellos continuaban apuntándome con sus armas y no me ayudaron en nada ni se excusaron.  Yo llevaba pantalón corto y tenía la rodilla  rozada y con hilos de sangre del golpe que me di contra el suelo cuando me sacaron del Dyane 6.

 Me fui de allí humillado y con un sentimiento de impotencia indescriptible, maldecía la hora en que decidí venir a España de vacaciones, ¡con lo bien que lo pasaba yo en París! Pero tenía que ver a mis padres y dejarles algo de dinero.

Apenas había recorrido cinco kilómetros cuando vi otra vez los guantes y los correajes luminosos dándome el alto. Me detuve en el arcén y esperé.

—¡Baje del coche!

«¡Por favor, Dios mío, qué tengo que soportar más!», exclamé mentalmente. Salí del vehículo y el guardia me dijo:

—¡Deme sus documentos y abra la maleta!

—¡Pero si me acaban de registrar otros guardias hace cinco minutos!

—¡Usted se calla y obedece! —grito fuera de sí al tiempo que me arreaba una bofetada. Yo sentía un fuerte dolor en el pómulo y comencé a sangrar por la nariz. Su compañero se acercó y me empujó contra el coche mientras otros dos me apuntaban con sus fusiles. Soportando el dolor y aterrorizado (Podían muy bien pegarme un tiro y alegar cualquier cosa, la ley de fugas, por ejemplo, o arrojarme a un barranco; nadie se enteraría), abrí la maleta y esperé  a que lo revolvieran todo.

 Media hora más tarde,  me dejaron marchar.

Llegué a Pamplona a las cuatro de la madrugada,  aparqué en una plaza y me dispuse a dormir un poco. Me fue imposible conciliar el sueño. Pero cerré los ojos y traté de descansar. Había gente vestida de blanco y con pañuelo rojo amarrado al cuello tumbada por todas partes entre botellas vacías y vómitos. Era el día 8 de julio, el día anterior habían comenzado los Sanfermines. Cuando escuché levantar la persiana de la puerta de un bar,  fui a tomar café y a lavarme un poco. Luego salí a la calle para  continuar viaje y me detuve en una gasolinera  a la salida de Pamplona para repostar.

 Cuando llegué a  Valencia con el ojo morado y el pómulo hinchado, y conté  lo que me había pasado, nadie me creía. «Algo habrás hecho», decían.

Hasta entonces yo no hablaba de política,  y menos aún contra el Régimen, al que me sentía agradecido por  haberme concedido una beca para estudiar F. P. como interno en la Escuela de Formación Profesional de Málaga. Cada curso escolar costaba nueve mil pesetas de las de 1956. Para que se hagan una idea, el salario base de mi profesor de Tecnología era entorno de las mil doscientas pesetas al mes. O sea: mi beca costaba ocho veces el sueldo mensual de un profesor de enseñanza secundaria.

 Yo no había emigrado por carecer de trabajo, como habían hecho cientos de miles de españoles, pues era fijo en la empresa Caparrós; me fui a Francia por otros motivos: conocer el mundo libre e independizarme y para  librarme del servicio militar, pues el Gobierno consideraba que la entrada de divisas servía mejor a España que mantener a un joven durante un año sin hacer nada, y por tal motivo en el Consulado de París ofrecían la exención del servicio a todo varón  que firmase un documento comprometiéndose a permanecer trabajando  en el extranjero durante diez años.

 Viví bien, no me sacrifiqué limpiando oficinas al acabar mi jornada laboral en la empresa, como hacían otros compañeros para ahorrar dinero y enviar divisas a España. Amaba a mi país, pero el trato y las vejaciones  recibidas aquella noche  por la Guardia Civil me hicieron reflexionar y  me marcaron  para siempre.

Al regreso de las vacaciones me apunté al sindicato CGT y colaboré con ellos en la distribución del semanario  Vie Ouvriere. Durante la noche me pasaba  horas escuchando a Dolores Ibárruri en Radio Pirenáica;   me suscribí al diario L´Humanité y acudía a las diversas ferias y fiestas organizadas por el Partido Comunista para recaudar fondos.


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