lunes, junio 26, 2023

LA FÁBRICA CITRÖEN , PARÍS, AÑO 1963

 

Yo intentaba pues hallar trabajo por todos los medios. Sabía por los periódicos que  la Citröen contrataba personal permanentemente, pues el trabajo era de  tal dureza que la gente entraba por una puerta y salía al poco tiempo por otra. 

Distinta era la fábrica Regie Renault, en ésa, todo el mundo quería trabajar. Había que superar exámenes teóricos en francés. Por ello era tan difícil conseguir un puesto.

Me levantaba a las cinco de la mañana para coger el primer tren del Metro con el fin de llegar de los primeros a la plaza y coger  sitio en las filas delanteras. Todo era en vano: cuando llegaba, tras cuarenta minutos de trayecto, encontraba una escena deprimente: varios centenares  de  personas  ocupaban la plaza, empujándose unas a otras para situarse  delante de la puerta de la oficina de contratación, donde habían instalado una especie de ring de madera de unos cuatro metros de lado, con su barandilla de cuerdas incluida. Observándolo desde lejos, empinado sobre mis zapatos, me preguntaba para qué servía. Pronto tendría la respuesta:

A las nueve de la mañana en punto se abría una puerta del edificio y salían tres o cuatro hombres muy bien vestidos, parecían que iban a una fiesta en vez de a contratar personal. Súbitamente, la multitud se agitaba empujando y gritando con el brazo alzado mostrando su documentación en la mano. Uno de los ejecutivos de Citröen llevaba un megáfono y anunciaba: «Solo vamos a contratar a cincuenta personas, es inútil permanecer ocupando la plaza todo el día, dificultando la circulación. Por ello, una vez terminada la selección, deben  despejar la plaza.»

Mientras decía eso, los otros observaban y elegían los candidatos entre la gente ansiosa y alterada que tenían delante. De pronto señalaban a uno de ellos, casi siempre el más alto y fuerte, y le decían: «Tú, acércate si quieres trabajar». Y el señalado se abría paso a codazos, empujones y hasta puñetazos para llegar hasta el estrado. Algunos aprovechaban el hueco que iba dejando tras él para seguirle y avanzar unas filas. Los demás le miraban con envidia y esperaban tener la misma suerte.

Cuando el elegido subía hasta el estrado, uno de los empleados de la fábrica le cacheaba, le sobaba los músculos de los brazos y piernas, le miraba la dentadura, le preguntaba la edad y el nombre, y finalmente diagnosticaba: «Este es bueno para  la planta de fundición».

Después señalaban a otro y le invitaban a acercarse. La operación se repetía hasta alcanzar el cupo de los 50.    Conseguido esto, los directivos se iban y cerraban la puerta. A los pocos minutos aparecía un camión de los antidisturbios provisto de un cañón de agua dirigido a la multitud. Así despejaban la plaza.

 

Desolado ante el trato que se dispensaba a los emigrantes, propio de los tiempos de la esclavitud, pensé seriamente en volver a España a recuperar mi puesto de trabajo, aunque hubiese de realizar el servicio militar, algo  que me angustiaba, pues mis hermanos me habían asegurado que en los cuarteles, en vez de hacerte un hombre de provecho, tal como todo el mundo anunciaba, te hacían sufrir sin necesidad y te robaban media vida.

Aprovechaba la mañana  para visitar la zona. Muchas fábricas rodeaban a la Citröen, proveyéndola de componentes. Justo al lado había una  fábrica de neumáticos, envuelta en vapor y despidiendo un fuerte   olor a goma quemada, que convertían el aire fresco y matinal en irrespirable. En ella trabajaban dos amigos procedentes del mismo pueblo que yo: Dolores y su novio José el Negro. A las doce disponían de media hora para comer y ellos salían y comentábamos lo sucedido en la puerta de la Citröen. Ellos me animaban siempre: «Otro día tendrás mejor suerte, Juan. Tienes que madrugar más para estar en primera fila». 

Al día siguiente me levanté a las tres de la madrugada y cogí un taxi. No sirvió de nada: cuando llegué, la plaza estaba a tope. Muchos emigrantes llegaban a París y se dirigían directamente a la plaza Balard cargados con sus maletas, y se sentaban sobre ellas delante de la fábrica. Los candidatos eran portugueses, polacos, yugoslavos y españoles. A  quince metros a la derecha de la puerta principal había otra puerta bajo un cartel en letras grandes que decía: «Solo para africanos», y una multitud de negros y árabes pernoctaba ante  ella.

 Un día, ¡por fin!, fui invitado a subir al estrado. Fue gracias a Dolores. Ella cambiaba de turno, y después de cenar con  ella y José en su habitación (me ayudaron mucho mientras estuve sin empleo) me dijo:

—Yo entro a trabajar a las once. Si quieres,  me acompañas a la fábrica de neumáticos y te quedas luego en la plaza Balard hasta que abran los de la  Citroën.  ¿Te parece bien?

—De acuerdo.

 ¡Qué largas se me hicieron las horas sentado en medio de la neblina en la acera de la factoría!

 Para acompañar a Dolores estrené una cazadora de ante, color marrón, que había comprado en Cortefiel por un elevado precio, a pesar de beneficiarme de las rebajas de enero. Ese día yo estaba en primera fila, frente a las cuerdas del ring, y cuando salieron los directivos una avalancha de gente me empujó contra ellas. Yo apenas podía moverme. Entonces los directivos me señalaron y entré pasando el cuerpo entre las cuerdas y rozándome con ellas. Estaban impregnadas de alquitrán y salí con mi cazadora llena de rayas negras y las manos pringadas.

Después de sufrir el manoseo del experto en esclavos, entré en una oficina para un examen médico y firmar el contrato y los documentos necesarios para obtener el permiso de trabajo y la tarjeta de  la seguridad Social. Cuando  mostré al jefe de personal los documentos que acreditaban  mi profesión y mis estudios se echó a  reír. Luego, despectivamente, me dijo:

—Los puestos de trabajos cualificados son para los franceses.

—¡Pues que se queden los franceses con la fábrica!  —le espeté.

Recogí  mis documentos y me fui de allí sin mirar atrás. Esa noche, regresé a la rutina de antes: mercado y periódicos. La  Suzi  me ayudó a escribir en francés una solicitud de   trabajo y yo la copiaba y la enviaba a todas las empresas que ofertaban trabajo para  soldadores en los periódicos. Me salía más barato que los billetes de Metro necesarios para ir a visitarlas. Total, si iba solo no iba a entender la respuesta

 Del libro “Carretera y manta. Memorias de un emigrante español retornado”  

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