sábado, marzo 25, 2006

EL ÁRBOL VIEJO


Cuando ha transcurrido gran parte del otoño y el árbol desecha sus hojas muertas, cayendo éstas al suelo convertidas en alfombra de pasos perdidos; cuando sus desnudas ramas se aprestan para sufrir las crudezas del invierno, si antes no son podadas para alimentar al fuego; cuando nadie busque su sombra en el duro invierno, y quede él olvidado en un rincón del parque, a merced de la lluvia, del frío y de los vientos… siente él la soledad y el miedo, con la única compañía de los gorriones, de los tordos y los cuervos, que descansan en sus ramas mientras buscan alimento.
Es por eso que si sucede un milagro como el que hoy ha sucedido: que una paloma blanca fije su nido en su tronco carcomido, y al posarse le transmita su calor y del corazón sus latidos, y acaricie suavemente con su plumaje el tronco raído, y su canto resuene dulcemente en el nido… entiendo que el árbol se estire y se mantenga erguido...y se sienta orgulloso y feliz de estar vivo.
De pronto buscará con ansia la humedad de la tierra, ésa que le dará la savia nueva que vestirá de nuevo sus ramas secas; que lo llenará de vida y de sueños en su nueva primavera.

martes, marzo 21, 2006

CITA EN MÉRIDA






























La función estaba acabando y yo no sabía aún qué decisión tomar: ¿Acudir al encuentro o marcharme para olvidar todo el asunto? Observé el majestuoso teatro construido en el siglo 1º por Agripa en la vertiente oeste de una colina cercana al río Guadiana. Las figuras del escenario recordaban el fasto de esta ciudad, construida 25 años antes de Cristo para los “Eméritos”, como llamaban a los soldados licenciados de las legiones romanas, de ahí su nombre: Emérita Augusta, la Mérida actual. Sus habitantes eran considerados ciudadanos romanos. Fue erigida en capital de la provincia, y como tal, contenía los mejores servicios de la época: Un largo puente sobre el río; calzadas que la comunicaban con Roma, atravesando Hispania; acueductos para traer el agua; una presa para conservarla, que aún está en servicio; numerosos templos, monumentos y casas señoriales.

Miré mi reloj y me puse aún más nervioso: debía de decidirme ya, antes de que la gente comenzara a levantarse de sus asientos y el teatro se quedase vacío. Luego sería imposible hacer lo previsto, los guardas del recinto me echarían del lugar.

El día antes había recibido un email de la persona que más deseaba en el mundo, la más inalcanzable también. Era una famosa escritora. Me había enamorado de ella leyendo sus obras; la conocía a través de sus relatos, su estilo, la emoción que imprimía a sus frases, el sentimiento que transmitía con ellas. Luego compré su último libro y vi su foto en la portada: fue el flechazo. La seguí en una presentación pública del libro y conversé con ella unos momentos, el tiempo de pedirle que me firmase su obra y poco más, pero suficiente para sentir penetrar en mí su perfume: una mezcla de jazmín y maderas nobles; de ver su precioso escote, que mostraba un canal oscuro entre dos suaves colinas de piel fina y blanca. Admiré su forma de andar, graciosa y armoniosa, sobre sus rojos zapatos de altos tacones, que estilizaban aún más si cabe sus hermosas piernas.

Me entregó luego el libro firmado mirándome a los ojos, y sonriéndome pícaramente al observar mi arrobo, me dijo: Le he puesto mi email por si desea luego comunicarme su parecer sobre el libro.

Aquel fue el primer segundo de mi lenta agonía. Me leí el libro aquella misma noche y le escribí al día siguiente, expresándole mi fascinación por su novela. Fue mi primer mensaje, luego siguieron muchos más; ninguno obtuvo respuesta.

Me convertí en un idiota: compraba la prensa para saber si aparecía alguna noticia de ella; asistí a varias presentaciones de libros sólo por volver a verla; compré un perfume que olía lo mismo que ella, un Coco Chanel, y rocié mi cama con él; le pedí que me firmase el mismo libro en otra rueda de prensa, para sentir de nuevo su olor, su calor, su aura… para estar cerca de ella.
—¿No le he visto antes? me preguntó.
—No sé…-balbuceé, todo hecho nervios.

Y ayer recibí ese misterioso e inesperado mensaje: “Hola, soy tu musa, como bien me llamas en tus emails; mañana asistiré a una representación de uno de los clásicos en el Teatro Romano de Mérida. Antes de que acabe me iré a las milenarias letrinas y allí te esperaré. No tardes”.

Miré en la guía el lugar de la cita: estaba a cincuenta metros detrás del escenario. Las letrinas las mandó construir Agripa para el servicio de los actores romanos, se hallaban al final de una calzada adornada con columnas y arcos en medio de un jardín. Me levanté cuando el público aplaudía y los actores se aprestaban para el ritual de aparecer y desaparecer varias veces en el escenario y recibir el premio a su ego por la actuación. Salí del teatro y me dirigí al lugar.
La calzada estaba en penumbras, iluminada indirectamente por la luz que los focos proyectaban sobre el grandioso y espectacular monumento. Vi a mi princesa sentada en un banco de uno de los pasillos del jardín. Un lugar solitario, alumbrado por la luz del cuarto menguante lunar.

Ella se levantó y vino a mi encuentro, me cogió de la mano y me llevó hasta el asiento. Yo estaba apunto de morir, lo sentía por la opresión de mi pecho, donde latía mi corazón como un martillo pilón.
 —He querido estar contigo sola, ocultándome de mi marido y de los periodistas, arriesgándome a perderlo todo, porque, lo mismo que tú, yo siento algo nuevo desde el día en que te conocí. ¿Tú me amas? Dime…
 —¿Y me lo preguntas?- dije yo, abrazándola y besándola ciega y apasionadamente ¿Adónde me llevas, mi vida? Estoy loco por ti desde la primera vez que te vi.
¿Adónde te llevo? , ¿y tú?, ¿adónde me llevas? Siento que me pierdo, me pierdo… ¿Qué haces, mi amor…?
Me siento morir, pero… ¡qué bonito es esto, qué bueno! Tengo un poco de miedo.
 ¿Tienes miedo? También yo… ¿Por qué hacemos esto? Dios…
 —Yo no lo sé…
 —Tampoco yo…
 Eres dulce y suave, ¡mira que eres dulce…! Como una espuma, sí, como la espuma.
 Pero, ¡cómo tiemblas! Tiemblas tanto como yo.
 Te aseguro que no es de frío. Es por ti. ¡Cómo te amo!
 ¿Cómo me amas? Dímelo…
 ¿Nos desnudamos?
 —Nos desnudamos, ya no tengo miedo a nada.
 —Yo sí… Tengo miedo de mí.

La luna fue testigo de ese encuentro, donde los suspiros se mezclaron con el murmullo del aire entre los rosales y los setos; donde las flujos de nuestros cuerpos se unieron al rocío de la noche, protegidos en todo momento por la mirada de la escultura de una diosa romana, que nos sonreía desde su pedestal.
Fue un grupo de turistas ingleses quienes, guiados por una azafata del Teatro, nos despertó a las diez de la mañana el día siguiente.

FIN

martes, marzo 14, 2006

INOLVIDABLE PRIMAVERA



El día había amanecido en París soleado y caluroso, un día señalado para pasear por las avenidas, sentarse en los parques o asomarse al Sena, para admirar el lento avance de las lujosas embarcaciones de paredes de cristal, convertidas en restaurantes y salas de concierto.
Miré a María Asunción, que estaba dormida en el sofá-cama desnuda, apenas cubierta por la sábana. Tenía un cuerpo bonito, bien proporcionado, de carnes apretadas y tostadas. Sus rasgos eran criollos: labios carnosos, nariz pequeña, ojos de miel, cabello abundante, negro azabache, largo y lacio. Descansaba plácidamente, recuperándose de la turbulenta noche que habíamos vivido. Llegamos ya de madrugada y estuvimos hablando de ella, de su maravilloso país, de sus ríos y selvas; de su presidente, el general Stroessner, uno más de los generales que gobernaban el mundo. Me dijo que ella era libre, de ésas que decían: “Haz el amor y no la guerra”, que se entregaban a quien lo necesitara y que por tanto no quería ataduras. “Estoy contigo, pero no te pertenezco”, me dijo. Miré el reloj: las 11. La dejé dormir.

La conocí el día anterior en la Sorbonne, durante la proyección de una película en uno de los anfiteatros de la Universidad. Horas antes, observé que en el barrio latino se aglomeraba toda la población estudiantil, ocupando escalones, fuentes, terrazas y muelles del Sena. Jóvenes de diferentes especialidades, culturas y países convivían habitualmente por esa zona; pero siendo el centro de la revuelta, miles de estudiantes de otros lugares habían acudido a solidarizarse con aquéllos y era prácticamente imposible encontrar un hueco donde descansar sin ser arrollado por esa masa humana que gritaba expresando sus convicciones y que arrastraba a la gente hacia los actos celebrados dentro de la Universidad. Me encontré sentado en un anfiteatro del centro de enseñanza, viendo cortometrajes de personajes como El Ché, Mao, Fidel Castro, que eran seguidos por debates en torno a esos líderes y sus doctrinas revolucionarias.
Fue durante el debate que siguió a un cortometraje de esos que una chica que se hallaba sentada a mi lado me ofreció beber agua de una botella. Bebí y la miré para darle las gracias. Era una joven de piel morena; parecía mulata, pero no lo era. No le pregunté nada, pero me presenté y tras el protocolo de rigor, quedamos en salir fuera a presenciar los acontecimientos. Ahora dormía en mi sofá, ajena a lo que sucedía en el exterior de aquella buhardilla de la Rue Montmartre.
Minutos más tarde, yo me dirigía por la Rue de Rívoli en busca de mi Citroen ID19, más conocido por “Tiburón”, que dejé abandonado en medio de la calzada junto a otros miles de vehículos que se habían quedado sin carburante. Estábamos ya a mediados de mayo de 1968.
Todo comenzó porque los estudiantes pedían una drástica reforma en la Universidad. Los padres apoyaron a sus hijos y los sindicatos de la Regie Renault se sumaron a la huelga. Pronto se le unieron otras fábricas y toda la industria quedó paralizada. Pero lo peor estaba por venir: la paralización general del transporte.
Las ciudades se quedaron sin abastecimiento, las estaciones de servicio sin carburante; las empresas cerraban porque sus empleados no podían acudir a sus puestos. Las calles se llenaron de coches abandonados en medio de la calzada o estacionados en doble y tercera fila en el lugar en que se quedaban secos. El mío estaba frente a las tiendas de La Samaritaine, cerca del Louvre.
Comprobé que todo estaba en orden y me dirigí a Nôtre Dame. Luego atravesé el puente hacia el barrio Latino para alcanzar el Boulevard St. Michel, donde a esas horas los soldados del Ejército limpiaban las calles de adoquines, botellas, coches calcinados y botes de humo diseminados tras los enfrentamientos nocturnos.
A lo largo de la avenida personas de toda índole se arremolinaban alrededor de espontáneos oradores, que realizaban toda clase de discursos, enfrentados por la parálisis del país. En el titular del matutino París Jour, leí que el Gobierno no dejaba salir los capitales de Francia y que los trabajadores extranjeros sólo podrían enviar a sus familias remesas de 200 Francos mensuales. El día 13 se calcularon en 9 millones los trabajadores en huelga. Los actos vandálicos de los estudiantes estaban dirigidos por un tal Daniel Cohn-Bendit, un francés descendiente de judíos alemanes, que estudiaba Sociología en la Universidad de Nanterre. Días antes, había sido expulsado de Francia y regresó por sorpresa. Durante los enfrentamientos con la policía enseñaba a sus seguidores la manera de arrancar los adoquines de la calles y lanzarlos con fuerza contra los antidisturbios. La agenda se había convertido en rutinaria: manifestaciones y discursos por la tarde; barricadas por la noche, frente a una feroz respuesta de los CRS (Cuerpo Republicano Especial). En la madrugada del día 16, se contaron mil heridos de consideración. Varios coches ardieron durante la noche, proyectando siluetas dantescas de la confrontación. Yo estaba convencido de que todo aquello acabaría en una guerra civil.
Miré de nuevo mi reloj: las doce, hora de regresar. Todo estaba cerrado por carecer de existencias, ninguna panadería, carnecería o restaurante. Menos mal que yo había conseguido llenar un armario de conservas en previsión de que la huelga se alargase. En las fachadas de los edificios, en los escaparates y en las farolas aparecían carteles de todas clases, referentes a la huelga. El que más impresionaba era uno que mostraba a un policía de los antidisturbios con casco, gafas y máscara en una pantalla de televisión. Debajo tenía el mensaje siguiente: No enciendas tu televisor, el Gobierno te vigila.
Cuando llegué a mi apartamento, después de subir las escaleras hasta la octava planta, oí unos acordes de guitarra y una voz dulce y suave de mujer que cantaba:

Barlovento, barlovento
tierra ardiente y del tambor
Tierra de las fulias y negras finas
que se van de fiesta
La cintura prieta al son de la curbeta
Taki, taki ta , y de las minas.


Abrí la puerta y vi a María sentada en el sofá, tocando una vieja guitarra que yo guardaba colgada en la pared desde hacía dos o tres años. Ella la había afinado y se acompañaba de unas notas nostálgicas. Al verme me sonrió, sin dejar de cantar:

Sabroso que mueve el cuerpo
La barloventeña cuando camina
Sabroso que suena el tan
Taki , taki tan sobre las minas

Que vengan los comunqueros
Para el baile de San Juan
Que la mina está templada
para sona taki, taki ta.

Me senté en la moqueta frente a ella y aplaudí cuando acabó su canción. Entonces se levantó y vino a mí y me besó. Luego se asomó a la ventana y descubrió a las palomas que habitaban en los tejados. Me miró y sonrió. Le di un paquete de maíz que yo guardaba para alimentarlas y ella se volvió a asomar para echarles la comida. Tenía unas piernas largas y muy bonitas, bien torneadas. Al inclinarse sobre el alféizar me di cuenta de que no llevaba ninguna otra prenda debajo de la camisa larga que se había puesto. Me acerqué a ella y me arrodillé, la abracé y puse mi mejilla pegada a sus nalgas. Sentí algo inolvidable, maravilloso. Su piel me transportó por las verdosas aguas del río Paraná, a través de una selva de plantas frescas y de olores diferentes. Su perfume delicado y envolvente me llevó hasta el Corpá, y me enseñó la belleza y majestuosidad de las aguas de Guairá, despeñándose a más de cien metros de altura, enmarcadas en un arco iris alucinante. Me sumergí en ellas con pasión y deseo y me dejé arrastrar por las impetuosas aguas hasta el lejano remanso reparador que sucede a la vorágine.

Al anochecer me dijo que se iba a la Universidad para unirse a sus compañeros en la lucha. Yo la acompañé.
El boulevard estaba rebosante de gente; junto al puente de St. Michel, centenares de furgones policiales esperaban ansiosos la orden de ataque. En las calles se enfrentaban los partidarios de continuar luchando, que ofrecían por 1 franco el libro “Mao Tse Tung” para ayudar a los encerrados en la Sorbonne, contra los partidarios de la reivindicación pacifista, que repartían folletos y fotos de Luter King.
Serían poco más de las diez cuando oí el griterío que subía desde el río, me asomé a la esquina de la rue Sorbonne y vi que la gente corría hacia arriba. La masa humana se dirigía al edificio central de la Universidad a refugiarse. Miré hacia abajo y vi un espectáculo terrorífico: los antidisturbios avanzaban pegados hombro con hombro y formando filas compactas, que iban desde una acera a la otra golpeando salvajemente con sus porras a todo aquél que estuviese en la calle obstaculizando su camino. Viendo las puertas de los edificios cerradas, la gente se pegaba a las paredes y los portales. En vano: todos eran golpeados con dureza. Los que caían al suelo eran pisoteados por todo el regimiento de CRS, que se dirigía sin miramientos hacia la Sorbonne.
Me volví al escuchar mi nombre, era María Asunción que me llamaba desde la puerta del centro universitario, rogándome que me refugiase dentro con ella; pero vi que era imposible: un grupo considerable de personas se interponían entre nosotros y no me podía mover porque la calle ya estaba al completo, como el metro en las horas puntas. Le dije adiós con la mano y me salí por otra calle en dirección contraria a los guardias, hacia los Jardines de Luxemburgo. Atravesé de nuevo el Sena por el Puente de las Artes y llegué a mi casa con las luces del alba. Me duché mientras escuchaba la radio y oí que las fuerzas de seguridad habían desalojado a los estudiantes que habían ocupado la Universidad, que muchos de ellos estaban heridos, que otros estaban detenidos y que algunos serían expulsados de Francia.
El 24 de mayo, el general De Gaulle se entrevistó en Baden-Baden con otro general. Al día siguiente, París amaneció rodeado de tanques. La huelga había terminado.
El general convocó elecciones y sacó la mayoría absoluta en la primera vuelta: la gente deseaba la paz y la estabilidad. A partir de ese día los precios se multiplicaron por 100: había que pagar los destrozos.

Nunca supe más de María. Pregunté varias veces entre los universitarios y les mostraba una foto que había obtenido de ella, por si la conocían. Nadie sabía de ella.
Fue al cabo de seis o siete meses que recibí una postal de Paraguay con este extraño texto:
Ta mo apesä che ñe´é
Magma yboit recoviá
Jha ipypé toro añuá
Co che py`á renyjhe;
Jha jhetá mba`é porá
Aicua´ánde rejha´é
A yé pane oimé ndavé
Revy`á nde yuruvy
Re jhecharamo ipoty
Jha omimbi nde rapecué.


Nunca lo entendí, es verdad, pero cada vez que lo miro veo entre líneas su bellísima imagen y huelo su perfume. Me acuerdo muchas veces del poema del film” Esplendor en la hierba” y creo que es muy cierto cuando dice:
“Aunque el Sol abrase la hierba, y del rosal vuelva mustias las hojas y caigan al suelo sus pétalos de terciopelo; aunque sean éstos esparcidos por el viento… Su belleza permanece para siempre en mi memoria.”


Fin.

viernes, marzo 03, 2006

El BALCÓN


Un balcón colgado
Sobre un mar de viejas tejas
Un patio con naranjos
En la colina alcuesqueña.

Prodigioso amanecer
¡De ensueño!
Esa luz de rojo fuego
Que acaricia mi lecho.

Mujeres cotilleando en el patio
Alrededor de conos de pitarra.
Niños jugando con un gato
Que trepa a mi ventana y escapa

Balcón destartalado, viejo
Vigía de robles y almendros
De ovejas y cochinillos
Castillo de Montánchez, a lo lejos
Y del camino hacia Trujillo.

“Si un día muero, dejad el balcón abierto
El niño come naranjas
Desde mi balcón lo veo
Y el segador siega el trigo
desde mi balcón lo siento.
Si un día yo muero
Os lo ruego:
Dejad mi balcón abierto "

Estas palabras dichas
Por Federico García Lorca
Que leyeron en la radio
En la hora de la siesta
Quiero hoy hacerlas mías
Pensando en mi ventana vieja.