El tractor que yo conducía era un Hanomac Diesel, de cadenas. Era el único que disponía de volante, los de la marca Caterpillar se manejaban con palancas: una para girar a la derecha y otra para la izquierda; una para ir adelante y otra hacia atrás.
Junto al volante había un dispositivo que mantenía fija la dirección, de manera que en líneas rectas podía desentenderme del volante. Los campos tenían una longitud de doscientos metros y estar todo el día yendo de arriba hacia abajo y viceversa arando o llevando la grada de discos era monótono. Nosotros acostumbrábamos a fijar el volante al iniciar el surco, enfilábamos la línea y nos bajábamos del tractor para buscar nidos de patos y coger los huevos. A veces eran serpientes lo que nos encontrábamos. Debíamos estar pendiente del tractor y salir corriendo antes de que llegase al canal, pues si llegaban a él sin conductores, caían al agua.
Eso fue precisamente lo que me sucedió un día: había estado en la verbena hasta la madrugada y luego había estado bebiendo con los amigos. A las seis de la mañana regresé a la finca. Debía reemplazar a mi compañero a las ocho y cuando él me despertó me monté sin problemas en el tractor. Pero al cabo de una hora, con el ruido del motor me entró sueño y comencé a dar cabezadas. Me esforzaba por espabilarme y mantenerme despierto, pero fue inútil. El Hanomac llegó al borde del canal e inclinó bruscamente el morro hacia abajo, lanzándome al aire. Afortunadamente caí por un lateral pues, si no, las cadenas me hubieran pasado por encima. El tractor tenía tanta fuerza que siguió avanzando dentro del agua y hubiera salido por el otro lado si la púa del arado, de un metro y medio de larga, no se hubiera clavado en el lecho del canal.
Otro compañero faenaba en la misma parcela, él iba en una dirección y yo en la contraria, y nos cruzábamos en cada viaje en el medio del camino. Mi compañero llegó al final del surco y se alarmó al darse la vuelta y no ver mi tractor. Imaginándose lo peor, desenganchó el arado y condujo el tractor a toda velocidad al canal. Me encontró saliendo del agua, llorando y atacado de los nervios y con una pierna sangrando
Necesitaron la fuerza de tres tractores, tirando de sendos cables, para sacar el mío del canal.
El jefe de maquinaria estaba furioso e intentó pegarme, pero le hice frente diciendo que si mi padre no me pegaba no le iba permitir hacerlo a un extraño. Eso le enfureció aún más y fue a quejarse al administrador. A consecuencia de eso, me quitaron el tractor y me castigaron tres meses a trabajar con pico y pala, excavando zanjas con una cuadrilla de jornaleros.
Durante las dos o tres semanas que aguanté haciendo ese trabajo, descubrí la cara oculta de los hombres del campo, sus resentimientos contra el Régimen y la amargura que los invadía al haber perdido la guerra. Cada día comentaban lo que habían escuchado durante la madrugada en Radio Pirenaica, una emisora ubicada en Andorra que incitaba a la rebelión e informaba de sucesos que el Gobierno trataba de ocultar: las actividades sindicales clandestinas, las torturas que sufrían algunos en las cárceles, los avances del comunismo en Europa...
En la cuadrilla había un hombre de Pego, alto delgado y alcoholizado, que al parecer había pilotado un avión ruso, Polikarpov I-16, durante la guerra, y de vez en cuando los compañeros le animaban a contar alguna anécdota. La que más me hizo gracia fue aquélla en que habiendo terminado de arrojar las bombas se quitó las botas y las lanzó también sobre el enemigo.
En esos días Radio Pirenaica ensalzaba a Fidel Castro en su lucha contra la invasión americana. Pasamos unos días con el alma en vilo a causa de la instalación de misiles rusos en Cuba, pues los Estados Unidos habían dado un ultimátum: si los barcos rusos que transportaban las piezas para los misiles no se detenían, se declararía la 3ª guerra mundial. Finalmente no pasó nada, pues según la locutora de la Pirenaica, Dolores Ibárruri, la Pasionaria, los americanos habían aceptado las condiciones de los rusos....
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