Foto de la Red
El tren Correo de Andalucía entró lentamente a las doce y diez en la estación, llenándola de humo y carbonilla de tal modo que se me irritaron los ojos. Había salido una hora antes de Cádiz enganchado a una locomotora de vapor negra, provista de una alta y gruesa chimenea cilíndrica, de cuya boca emanaba una espesa columna de humo que se tendía sobre los vagones y acariciaba los rostros y ropas de los pasajeros, quienes, asomados a las ventanillas, admiraban la bellísima fachada del edificio ferroviario jerezano.
Las brillantes bielas adosadas a las ruedas se resistían a detenerse y estas chirriaban bajo la presión de los frenos, lanzando bocanadas de vapor por ambos lados, envolviendo en una nube blanca a los curiosos y viajeros que ocupaban el andén.
El variopinto conjunto de personas que transitaba por los andenes se acercó al tren. Entre ellos había un grupo de soldados cargados con sus maletas de madera; un par de mujeres ofreciendo agua con un botijo a cambio de «la voluntad» y otras dos vendiendo molletes de Arcos y teleras de pan; empleados de RENFE caminando de prisa empujando carretillas cargadas de equipajes hacia los vagones de primera clase; viajeros buscando los vagones indicados en sus billetes; familias compuestas de varios miembros, que al igual que nosotros emigraban a otra parte; ancianos, mutilados de guerra y curiosos que no tenían nada que hacer y acudían a admirar el tren o a enterarse de quién llegaba o se iba; una gitana vieja recorría los vagones cargada con una caja redonda, de madera, llena de sardinas arenques tendidas una junto a otra formando un círculo, que la anciana ofrecía a los viajeros que estaban asomados a las ventanillas a peseta la unidad; la pareja de la Guardia Civil y la policía secreta, escrutando descaradamente los rostros y equipajes, alertas ante cualquier indicio sospechoso; el jefe de estación luciendo su uniforme azul, el silbato en una mano y el banderín en la otra; dos mujeres barriendo el suelo...
Al anunciar los altavoces la llegada del tren, mi madre y yo habíamos abandonado la sala de espera y estábamos ya casi el final del andén, frente a los vagones de tercera clase. En la puerta de uno de ellos vimos un cartel que decía Madrid: en ese debíamos montarnos.
El tren permaneció en la estación media hora, durante la cual se acomodaron los pasajeros y se cargaron los cofres y sacas en el vagón de Correos. El calor de la caldera derretía el recubrimiento protector de las traviesas de madera de las vías y una mezcla de olor a resinas y alquitrán impregnaba el aire. En el andén, algunos viajeros se despedían de los amigos o familiares que les habían acompañado a la estación; otros lo hacían desde las ventanillas de los vagones.
Cuando llegó la hora, el jefe de estación tocó el silbato y levantó la banderita; la máquina del tren respondió con un fuerte silbido, al tiempo que lanzaba un chorro de vapor por la válvula que empujaba el pistón engarzado en la biela de tracción de las ruedas, y el tren Correo de Andalucía se puso en marcha exhalando sonoros suspiros.
De los entresijos de mi memoria afloraron recuerdos de un viaje anterior, realizado diez años antes en el mismo mes y con el mismo frío. Entonces yo acababa de cumplir los seis años y mis ojos observaban todo lo que sucedía con el asombro natural de la infancia: era la primera vez que salía de mi pueblo, la primera vez que viajaba en coche, la primera vez que caminaba por una gran ciudad en cuyas calles, de aceras amplias y pavimentadas, lucían los naranjos y las tiendas. Cádiz bullía de actividad: mujeres que entraban o salían de los comercios, hombres tomando café y coñac en las tabernas, limpiabotas sentados en las puertas de las cafeterías, hombres en bicicleta, motos con sidecar, camiones cargados de toneles, muebles o materiales de construcción, turismos, taxis, coches de caballos... Era la primera vez que mis retinas capturaban imágenes de almacenes, talleres mecánicos, escaparates de ropa con maniquíes, guardias de tráfico, semáforos... Y fue la primera vez que me monté en un tren…
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