LA LEYENDA DEL “ZAMARRILLA” (Partiendo de los escuetos datos encontrados de la popular leyenda he creado una hermosa historia de amor que he inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual de la Delegación de Cultura de la Junta de Andalucía en Cádiz)
Maria Santisima de la Amargura Coronada (Marzo 2007) Bernardo By Lober
Maria Santisima de la Amargura Coronada (Marzo 2007) Bernardo By Lober
La diligencia avanzaba deprisa, levantando una gran polvareda tras ella. Los cuatro pasajeros –dos matrimonios acaudalados que se dirigían a Málaga– miraban por la ventanilla hacia los riscos, asustados. Deseaban salir cuanto antes de aquel desfiladero, territorio dominado por la banda de Cristóbal. Dos hombres conducían el carruaje; uno de ellos golpeaba con el látigo a los seis hermosos caballos que componían el atelaje, mientras el otro mantenía el arcabuz en sus manos, preparado para defender la diligencia de cualquier ataque.
Fue al salir de la curva que vieron el camino cortado por un tronco. El cochero tiró de las riendas y los caballos frenaron su carrera, hasta detenerse entre relinchos y piafadas.
Los pasajeros se asomaron a las ventanas, alarmados,y preguntaron qué sucedía. El conductor descendió del pescante y se dirigió al tronco con una palanca en sus manos para intentar echarlo a un lado y librar el paso. El otro permaneció en su puesto, recorriendo con la mirada las alturas del cañón. No observó nada extraño, ni prestó atención a unos buitres que volaban muy alto, dando vueltas y planeando en un cielo completamente azul. Dejó su arma en el asiento y descendió a ayudar a su compañero. Fue en ese momento que aparecieron ocho hombres de la banda, rodeando al carruaje.
– ¡Que nadie se mueva! Hagan todo lo que les diga y no habrá nada que lamentar –gritó el que parecía ser el jefe.
Los bandoleros obligaron a punta de trabuco a bajar a los pasajeros y les ordenaron echar en una bolsa de lona todo el dinero y objetos de valor: relojes, pulseras, cadenas, anillos y medallas.
– No intenten engañarnos y échenlo todo, no nos obliguen a dejarles en cueros aquí en el camino para alimento de los buitres. Ustedes, hermosas damas, no olviden lo que llevan oculto entre sus ropas; no nos obliguen a comportarnos indecentemente.
El asalto duró a penas media hora. Luego, los bandidos desaparecieron tal como habían llegado, dejando sin una moneda a los atribulados pasajeros y a los empleados de la compañía, que se miraban impotentes entre ellos, maldiciendo la hora en que habían nacido aquellos desalmados.
Esta escena se repetía frecuentemente por distintos lugares de Andalucía. La nobleza y los ricos clamaban al cielo porque sus negocios se resentían: nadie osaba cruzar aquellas inhóspitas tierras, y la Reina, Isabel II, hubo de reunirse con sus consejeros en sesión extraordinaria para hablar sobre el tema. De la junta salió la orden para el Mariscal de Campo, Ahumada, de crear un cuerpo especial dedicado a perseguir a muerte a todos los bandoleros. Poco después, entrado el año 1844, se creó la Guardia Civil. Durante los años que siguieron, fueron cayendo poco a poco los bandoleros. Los que no morían en el combate, eran conducidos a la horca por los guardias.
Cristóbal, el jefe de la banda, tenía puesto precio a su cabeza. Pero todo el mundo sabía que él repartía generosamente el dinero robado entre los más necesitados. También sobornaba a muchos otros, para que mirasen a otro lado o guardaran silencio.
Cristóbal, el jefe de la banda, tenía puesto precio a su cabeza. Pero todo el mundo sabía que él repartía generosamente el dinero robado entre los más necesitados. También sobornaba a muchos otros, para que mirasen a otro lado o guardaran silencio.
……….
El cielo estaba gris y amenazaba con lluvia. Las nubes se dejaban caer sobre las cumbres de las montañas, cubriéndolas de masas algodonosas. Un fuerte viento del Sur silbaba al paso de la calesa negra, que arrastrada por dos caballos, también negros, subía la cuesta del camino abierto en la ladera montañosa entre pinos y abetos que llevaba al cementerio. La mujer que conducía el carruaje se sujetaba el sombrero para impedir que éste le fuese arrancado por el viento, mientras arreaba con el látigo a los corceles obligándolos a correr. Había dejado atrás Igualeja, un pueblo perdido en la Serranía de Ronda. El carruaje se detuvo ante el cementerio del pueblo, llamando la atención de los visitantes. De él descendió la señora. Iba vestida de rigoroso luto. Un velo cubría su cara.
La mujer inició su caminar por la alameda central del campo santo hacia una tumba apartada, situada al fondo, detrás del suntuoso panteón de una familia rica que sobresalía de entre todas las tumbas. A medida que avanzaba, los hombres le abrían paso y se quitaban el sombrero, mientras la miraban con respeto; las mujeres permanecían quietas, observándola y admirando su nobleza, su porte erguido y su figura esbelta.
Carmen avanzó entre las tumbas y se detuvo en una que tenía una lápida de mármol rojo con vetas blancas. Permaneció de pie, con la cabeza agachada, musitando una oración. Los curiosos la observaban desde lejos.
La enlutada señora se inclinó y arrancó los yerbajos que habían crecido en torno a la tumba, luego se puso de rodillas y musitó: “Aquí estoy de nuevo, amor mío. Un año más. Un año de angustiosa espera, atormentada por la pena. Tu ausencia me está matando un poco cada día… ¿Cuándo vendrás a buscarme para llevarme contigo?”
La mujer sacó un pañuelo de su manga y se secó unas lágrimas. Su velo ocultaba las pronunciadas marcas del sufrimiento: ojeras pronunciadas, surcos verticales junto a su boca, mejillas flácidas y hundidas... Todo ello delataba el insomnio, la fatiga y el dolor terrible y continuo del desamor que la embargaba.
Los recuerdos le provocaron sollozos y gemidos, y las lágrimas afloraron libremente de sus ojos…
Los recuerdos le provocaron sollozos y gemidos, y las lágrimas afloraron libremente de sus ojos…
8 AÑOS ANTES....
La noche había caído y una espesa negrura cubría la calle. Las débiles luces de los quinqueles apenas salían por las rendijas de las puertas y ventanas de las casas. Una sombra se movía pegada a la pared y avanzaba, cautelosa, hacia la casa de Carmen, una joven morena, muy guapa, de ojos grandes y celestes, cabello largo y negro hasta la cintura; sus turgentes senos lucían prietos en el generoso escote de su largo vestido; las armoniosas curvas de su cuerpo provocaban sueños a más de uno de los habitantes de aquel poblado separado de la ciudad por el río Guadalmedina.
La sombra golpeó tres veces en la puerta, mientras miraba a uno y otro lado de la calle. La puerta chirrió un poco sobre sus goznes y se abrió lo suficiente para permitir la entrada de Cristóbal; luego se cerró de nuevo.
Nada más entrar, Cristóbal abrazó a la chica y la besó apasionadamente en los labios.
– ¿Qué ha pasado, mi amor?, ¿por qué has venido hoy, sin avisar? No te esperaba hasta dentro tres días…–dijo ella cuando pudo hablar. El novio la dejó un momento y fue a mirar afuera por entre medio de las macetas de geranios de la única ventana que daba a la calle. Luego se volvió de cara a la mujer y le dijo:
– Vengo a despedirme, Carmen. Me persiguen los civiles y no tengo ya adonde ir.
– ¿Qué te vas? Pero… ¿Y yo?, ¿qué va a ser de mí?
– Tú te reunirás conmigo donde yo te diga. Nos iremos lejos de aquí, adonde nadie nos conozca y podamos vivir tranquilos y felices. ¡Prométeme que me esperarás!
– ¡Te juro que no habrá nadie más que tú en mi vida! –dijo la joven, con la voz entrecortada por la emoción. Se abrazó a él y buscó con ansia su boca. El bandolero la cogió en brazos y la llevó a la alcoba.
Mientras tanto, un hombre que había visto entrar al bandolero en casa de su novia fue a avisar a la Guardia Civil; los guardias formaron una patrulla y acudieron al poblado, dispuestos a no dejarle escapar. Estaban ya muy cerca cuando los dos amantes se despedían en la puerta. Cristóbal atisbó ambos lados de la calle y le llamó la atención que algunas personas estuvieran en la puerta de sus casas. Su instinto permanecía en guardia.
– Algo va mal, mi niña... Me voy, no te olvides de tu promesa.
–Toma esta rosa blanca, mi amor, guárdala cerca de tu corazón. Te la doy en señal de que mi alma permanecerá pura y blanca como ella, hasta que sea tuya...
El bandido besó rápidamente a su amada y guardó la rosa; luego salió corriendo hacia el río. Fue entonces que vio a los guardias que venían de frente. Cristóbal retrocedió y corrió por entre las estrechas calles, intentando burlar a los civiles. No tenía escapatoria, los guardias aparecían por todas partes con teas encendidas, y los vecinos salían de sus casas, alarmados por los gritos que daban los guardias. Uno de éstos vio una sombra correr hacia una ermita ubicada en un campo cubierto de zamarrillas, y disparó. La bala pasó rozando al bandolero. Éste no vio otra alternativa que entrar en la iglesia. Empujó la puerta y vio la imagen de la Virgen sobre un trono dispuesto para salir en la procesión; estaba iluminada con un par de cirios a cada lado. Cristóbal no creía en nada ni en nadie, y mucho menos en los curas: había comprobado que éstos siempre defendían a los ricos.
No encontraba donde ocultarse, la ermita sólo disponía de unas cuantas filas de bancos. Las voces de los guardias se escuchaban cerca. Cristóbal estaba nervioso y sacó el arma que colgaba de su cintura, dispuesto a morir matando.
Vio que el manto de la Virgen estaba estirado sobre los varales del trono y era largo, tanto que llegaba hasta el suelo, y se ocultó debajo. Justo en ese momento aparecieron los civiles en la puerta del santuario. “Tened cuidado de que no escape; ha entrado aquí y no hay otra salida”, escuchó decir a un guardia.
Cristóbal vio los pies de ellos pasar a uno y otro lado del trono; uno de ellos se inclinó y miró debajo del manto. Otro lo hizo por el otro lado. Cristóbal levantó el trabuco…
Increíblemente, el guardia se fue y siguió su búsqueda por otro lado.
–Parece imposible, yo lo vi entrar en la ermita–dijo un guardia
–Sí, yo también–respondió otro–, por eso disparé.
Los civiles recorrieron toda la iglesia, mirando debajo de los bancos y del altar, volvieron a asomarse debajo del manto de la virgen, tocaron la escultura de madera y comprobaron debajo de su vestido. No encontraron a nadie…
Al cabo de unos largos minutos abandonaron la ermita.
Cristóbal no se creía lo que estaba sucediendo, era imposible que no le hubieran descubierto: él había permanecido todo el rato de pie bajo aquel manto blanco y bordado en oro, que aparecía estirado hacia detrás, cubriendo los varales del trono que la llevaría en procesión en los días siguientes.
Salió del escondite y se quedó mirando a la virgen un momento; luego se arrodilló y le dio las gracias por haberle salvado. La cara de la estatua le miraba fijamente, y las lágrimas que el escultor había tallado en la madera parecían resbalar por las mejillas. Al menos eso creyó Cristóbal. De pronto el bandolero, emocionado, sacó la rosa blanca que le había entregado su novia, subió al trono y se la colocó en el pecho a la virgen. Pero la flor no se aguantaba y cuando la soltaba tendía a caer al suelo. Cristóbal sacó su navaja y sujetó la rosa clavándola en la madera. Luego descendió del trono y se puso enfrente para despedirse de la imagen salvadora.
Entonces sucedió algo increíble, sobrenatural. El bandido creyó ver alucinaciones y se restregó los ojos… ¡La rosa blanca se había convertido en roja!
Subió de nuevo al trono y tocó la flor: ¡Su mano se tiñó de sangre!
El bandido sintió un mareo y cayó al suelo. Luego se levantó y salió con la cara espantada, como la de un loco. Fue caminando por la calle hasta que los guardias le descubrieron y le apresaron. En los duros interrogatorios no decía otra cosa que ésta: “La virgen está sangrando.”
Los jueces le condenaron a trabajos forzados y permaneció en la cárcel varios años.
Carmen fue a verle al presidio varias veces. Le hablaba de su amor, le llevaba alimentos y medicinas, pero él no la escuchaba, parecía enfermo, estaba como ausente… Sus ojos permanecían siempre abiertos, sin ver, cuando su novia le acariciaba y le hablaba sobre su promesa, su futuro, su gran y único amor…
Pero él estaba en otro mundo, se arrodillaba a cada instante y rezaba piadosamente a la Virgen, hasta que lo indultaron por buena conducta y para satisfacer su deseo de entrar en un convento.
Ella continuó esperándole, creyendo que algún día recobraría la razón, abandonaría los hábitos y volvería a su lado.
Cristóbal murió apuñalado en una calle cercana a la ermita cuando le llevaba a la virgen un ramo de rosas rojas que él cultivaba para ella en el huerto del convento.
Desde entonces cada año, el día de Jueves Santo, en Málaga sale en procesión la imagen de la Virgen de Zamarrilla, en recuerdo al bandolero.
Ocho años habían transcurrido desde aquel suceso…
Al cabo de unos minutos, la señora se levantó y se giró hacia el vendedor de flores que la había seguido silenciosamente, como hacía cada año cuando ella venía el día de los difuntos. El hombre le entregó el ramo compuesto de hojas verdes y ocho rosas blancas –una por cada año transcurrido desde el día en que lo asesinaron–, y ella lo echó sobre la lápida, “Ocho largos años sin ti, amor mío”, pensó, mientras secaba una furtiva lágrima. Luego inclinó su cabeza y se santiguó. La gente que había acudido ese día al cementerio la observaba, curiosa, formando corrillos y murmurando.
Carmen abandonó la tumba y comenzó a caminar hacia la salida. Lo hacía despacio y con la cabeza agachada, ignorando la expectación que su presencia levantaba en aquel lugar.
Subió a su carruaje y fustigó con dureza a los caballos, que se alzaron sobre sus patas traseras, dieron un tirón, y se pusieron en marcha enseguida.
Comenzó a llover. El cielo se iluminó con el rayo y un fuerte trueno estalló en el aire antes de partir por la mitad un árbol cercano al camino. Mientras ella se alejaba del campo santo, la gente buscó refugio en la pequeña capilla.
La dama parecía tener prisa, a juzgar por los continuos latigazos que lanzaba sobre los corceles. Estos salieron al galope, corriendo todo lo que permitía el arrastre del carruaje cuesta abajo. Al lado derecho se alzaba la montaña; al izquierdo, un enorme barranco mostraba sus fauces. Carmen fustigaba sin cesar a las bestias, que volaban hacia el pueblo. En esos momentos divisó a un centenar de metros la curva del camino y Carmen castigó una vez más con el látigo el lomo de los dos caballos. Estos relinchaban sin dejar de correr… La curva apareció ante ella; en ese instante un relámpago iluminó el paisaje, y el trueno golpeó sus oídos. La lluvia caía con fuerza, formando una verdadera cortina de agua
El agua de lluvia se mezclaba con sus lágrimas, mientras gritaba: “¡ Arreeeee!"
Carmen fustigó otra vez a los caballos… La curva, el agua, el cielo…
¿Ésta es la leyenda real?
ResponderEliminar¡y a mi que estas cosa me vienen con la musiquilla de Curro Jimenéz!
Un beso y me alegro de que hayas actualizado el blog.
María (Narro)
buenas tardes. Esa layenda es verdad. Soy de malaga me crie viendo cada dia la cara de esa hermosa virgen pues vivia en frente de la hermita suya. Es imprensionante lo que esa imagen te puede llegar a transmitir y que conste que no soy muy cristiana, pero me pierdo con ella, en sus ojos y en ese sentimiento cada vez que me quedo con ella "charlando". Desde entonces no hay Jueves Santo que no la acompañe, ni Viernes Santo que no vaya a verla a su hermita vestida de negro. Atentamente una chica "enamorada" de ella.
ResponderEliminarPues ya ves, María, Narro,esta mujer te da la respuesta, ella es de Málaga y vive frente a la ermita.
ResponderEliminarSiempre quise escribir sobre ella, desde que en Málaga veía pasar cada año su procesión por la calle Larios en Semana Santa.Felices años aquellos de mi época de estudiante. Saludos y gracias por pasarte por aquí.
Hola, amiga malagueña, bienvenida a mi blog. Me alegra de que hayas venido a opinar sobre esta historia.
ResponderEliminarLo que hice fue ampliar con un realto de ficción muy romántico una leyenda oficial muy escueta y sosa.
Puedes entrar cuando quieras, tengo muchos otros relatos, como supongo te has dado cuenta. Gracias por tu visita.
Saludos
Querido Juan,
ResponderEliminargracias por el enlace, me gustò mucho, creo que es uno de tus mejores escritos. Tiene una riqueza de lenguaje y de situaciones que no importa si es leyenda o es pura ficciòn. Es excelente el relato con la historia de fondo.
Te felicito!
Abrazos càlidos.
¡Pero qué generosa eres,amiga genessis!
ResponderEliminarMe alegra que te haya gustado. La leyenda que justifica la existencia de la procesión en Semana Santa de una Virgen con una rosa roja clavada en el pecho,dice que fue un bandolero quien se la clavó para sujetarla. Así le mostraba su agradecimiento por haberle ocultado de los guardias.Se arrepintió y se entregó a la Justicia y fue encarcelado y posteriormente indultado. Luego se hizo fraile. Murió apuñalado por la espalda cuando le traía un ramo de rosas.
Todo lo demás es ficción mía. Besos, guapa
me ha gustado tu escrito
ResponderEliminarte espero para unir las letras
abrazos