IÑAKI
El día dos de enero del año 1981 hacía una semana que había comenzado el verano en Sudáfrica. Cuando me bajé del avión me sobraba toda la ropa de abrigo que me había puesto en Madrid once horas antes. Me apresuré a guardar la ropa de invierno y a sacar de la maleta una camisa de manga corta y un pantalón corto.
Después de viajar en autocar durante tres horas llegué por fin a Secunda, Transvaal, y de allí me recogieron en taxi para trasladarme a la refinería de Sasol. Todo el paisaje era llano y verde. A un lado de la carretera pastaban grandes manadas de vacas y avestruces; al otro lado, huertos de piña, tabaco, y verduras.
La empresa me entregó un barracón preparado con todo confort: aire acondicionado, sala de baños completa, televisión vía satélite, teléfono ect. En el campamento, protegidos del exterior de los atentados perpetrados por revolucionarios con torres de vigilancia y casetas habitadas por soldados armados, podíamos disfrutar de campo de tenis, baloncesto y fútbol, cine y piscinas.
Al segundo día de mi llegada me presentaron a Iñaki.
Iñaki era vasco, había llegado un año antes que yo al campamento y me lo asignaron como ayudante. Iñaki era un mocetón de treinta años, fuerte y muy alto. Cuando marcaban un gol en el partido de fútbol cogía por las piernas al que lo había marcado, se lo cargaba al hombro y daba una vuelta completa con él al estadio, entre los gritos y risas de los asistentes.
Un día encontramos un auto parado en la calle que nos impedía el paso. Iñaki descendió del coche, se dirigió al otro vehículo, lo agarró por delante, lo levantó y lo dejó caer sobre la acera; luego hizo lo mismo por detrás y el coche se quedó aparcado. Así pudimos pasar.
Iñaki era callado y atento. Se reía por cualquier cosa, parecía un niño grande. Una vez, cuando atravesábamos la base y nos dirigíamos al lugar de trabajo en un coche de la empresa, no pude evitar que un perro se cruzara en la carretera cuando rodábamos a cien por hora y le di un golpe que lo lanzó al lado. Maldije a los dueños que abandonan a los perros y lamenté no haber podido frenar a tiempo. Iñaki respiraba muy agitado, me miró con los ojos brillantes, y volvió la cara hacia su ventanilla para disimular.
Su misión era entrar dentro de la tubería para colocar las placas de las radiografías que yo tenía que hacer. A veces no cabía en el tubo y se ponía rojo por la ira y la impotencia: temía que lo despidieran por su incapacidad. Entonces yo tomaba las placas de sus manos y entraba en el agujero en su lugar. Él apretaba los puños y maldecía en voz baja. Al salir yo del conducto me miraba en silencio, esperando alguna queja. Nunca se produjo ni nadie supo del problema de la obesidad de Iñaki para esa clase de trabajos. Y él lo agradecía a su manera: se convirtió en mi sombra y me acompañaba a todas partes. En los locales de ocio él entraba primero, cubriéndome con su cuerpo para protegerme de algún posible contratiempo.
Había una taberna en Trichard –un pueblo situado a diez kilómetros del campamento y que acostumbrábamos a visitar por las noches–, que era la base de un grupo de motoristas cabezas rapadas. Estos eran unos niñatos rubios o pelirrojos, mimados y con mucho dinero, que aparcaban sus lujosas motos de grandes cilindradas en la puerta y entraban armados en la sala, echando fuera a los que les desagradaba su aspecto. Un par de compañeros españoles habían sido apaleados en aquel bar por esa banda, y cuando acudieron otros amigos a vengarse fueron amenazados con las pistolas.
Uno de los españoles logró desarmar a uno y le arreó tal bofetada que rodó por el suelo. Un segundo después recibió una puñalada en el costado. Lo enviaron a España en estado grave
Con Iñaki no se atrevían, cuando entraba él los otros se desplazaban y abrían sitio.
Cada quince días la empresa ponía a nuestra disposición un autobús para llevarnos a Johannesbourg, la capital, donde disfrutábamos del fin de semana. Los fines de semana intermedios lo pasábamos en el campamento o alrededores.
Un sábado decidimos salir a conocer mundo, nos pusimos en la autopista para hacer autostop. En la primera hora no se detuvo nadie, y luego se paró un granjero vestido con camisa de cuadros y un peto azul. Nos preguntó hacia dónde íbamos; yo le respondí que a donde nos llevase. Se dirigía a Durban, una importante ciudad situada en el sureste, en la costa del Pacífico, a ochocientos kilómetros. Nos subimos al Mazda dispuestos a pasar las ocho horas en el coche. El sudafricano llevaba la botella de wisky en la guantera, y junto a la palanca del cambio un revolver. Adelantaba por cualquier lado, el derecho o el izquierdo, y si alguien protestaba sacaba el revolver, lo mostraba por la ventanilla y se ponía a decir cosas incomprensibles para nosotros en afrikáans, una lengua mezcla de inglés y holandés. Nosotros nos mirábamos, inseguros, temiéndonos lo peor. Menos mal que el tipo se detuvo a beber en un bar y nosotros nos quedamos allí. Se enfadó cuando nos negamos a volver al auto y comenzó a hablar a voces en aquel extraño idioma. Fue un estúpido, pues Iñaki le agarró por el cuello y le dio tal empujón, que el granjero salió corriendo hacia su coche, arrancó y salió como un cohete sin acordarse siquiera de que tenía un arma.
A las diez de la noche llegamos a Durban, después de tres transbordos de vehículo. Nos sorprendió no ver tantos negros en la ciudad, la mayoría de los sirvientes eran hindúes. El conductor, un hindú, nos dejó en un hotel cercano a la playa y alquilamos una suite cada uno, por si lográbamos llevar alguna visita durante el fin de semana. Nos aseamos y salimos a disfrutar de la noche del sábado en la ciudad.
En el hotel nos dieron un folleto turístico que nos indicaba la ubicación de salas de fiestas y diferentes lugares de ocio; entramos en una discoteca portuguesa, o mejor dicho: de colonos de Malawi, un país portugués del que habían sido expulsados por los revolucionarios. A las dos horas de estar allí, Iñaki , que no hablaba con nadie ni se relacionaba, sino que permanecía solo bebiendo vasos largos con hielo y vodka con piña, me sugirió de cambiar de lugar.
Una vez fuera me dijo que quería echar un polvo y que preguntase adónde se podía satisfacer esa necesidad. Paramos un taxi y se lo hicimos entender. El taxista afirmó con la cabeza y nos llevó al centro de la ciudad. Allí había un parque con árboles y lagos y en el centro una colina llena de parterres bien cuidados, Una escalinata subía hasta la cima, donde se hallaba una casa con luces rojas. El conductor nos señaló la villa y nos dijo que aquel era el sitio que buscábamos.
Serían las tres de la madrugada cuando comenzamos la ascensión a la casa. Varios caminos cruzaban la escalinata y rodeaban la colina, dividiéndola en parcelas ajardinadas y limitadas con setos bien podados. A cada diez metros había un camino que cruzaba la escalinata. Y sentados en cada cruce había algunos hombres de raza negra fumando o bebiendo, que nos miraban con recelo. Llegamos algo sofocados a la cima y fuimos a la puerta de la casa, una barandilla de un metro de altura circundaba un pequeño jardín de rosales y hortensias, que se estiraban para absorber la luz de las farolas. Una luz roja iluminaba la entrada. Llamamos al timbre y salió un hombre de rasgos orientales, que hizo una reverencia y nos invitó a entrar. Dentro había unos pequeños compartimentos, cuyas puertas estaban cubiertas con una cortina y ocupados por niñas de apenas doce años. Iñaki y yo nos miramos, asombrados, y nos quedamos de piedra. Iñaki dio media vuelta, murmurando algo que no entendí. Yo le decía por señas al hombre que buscábamos mujeres, no niñas. Dibujé en el aire las formas de una mujer bien formada, con grandes curvas u esplendorosos senos… El hombre decía que no, que todo lo que tenía que ofrecer estaba allí, ante mí. Salí afuera y vi a Iñaki dando patadas a una farola, y maldiciendo en vascuence, cosa que yo no entendía. Le miré y vi que una lágrima rodaba por su mejilla. Se golpeaba las manos una contra la otra, mientras maldecía y daba patadas contra todo lo que obstaculizara su camino. Uno de los hombres que permanecían abajo en un cruce de caminos con la escalera de acceso les dijo algo a sus compañeros y comenzaron a subir hacia nosotros. Me preocupé mucho al verlos y recé rápido, rogando que no hubiera enfrentamiento. No debieron escucharme allá arriba, ¡estaban tan lejos…!
El primero en llegar y gritarle a Iñaki en inglés fue el que salió despedido escaleras abajo, los otros se apartaron y uno de ellos sacó una navaja, ¡pobrecillo!: aún debe estar poniéndose mercromina en la cara.
Iñaki había cambiado de especie: había dejado de ser humano y se había convertido en una fiera. Con lanzar dos golpes de piernas y otros tantos puñetazos se deshizo de aquella banda. Entonces le cogí del brazo y lo empujé hacia abajo. En otros cruces de camino la gente nos miraba y se preguntaba qué estaba sucediendo. Iñaki los miraba a la cara, desafiante, y nadie pronunciaba palabra. Por fin llegamos abajo a la calle que rodeaba la colina y nos fuimos al hotel en taxi.
Cuando entramos en el hall, el conserje nos preguntó que nos había sucedido. Suerte que nos pudimos entender en francés y pude explicarle nuestro viaje en busca de mujeres y lo sucedido en la colina. El hombre movió negativamente la cabeza y dijo algo que no entendimos. Cogió el teléfono y habló en una lengua extraña; luego nos dijo que en media hora solucionaría el problema.
Así fue: apenas había salido yo de tomar un baño de sales y espumas, cuando llamaron discretamente a la puerta de Iñaki, que se quedó pasmado ante la bella mujer hindú que entró en su suite.
En los meses que siguieron, cada vez que Iñaki recordaba la aventura, me daba una fuerte palmada en la espalda que me juntaba las costillas de delante con las de detrás y se reía a carcajadas como un chiquillo.
También lo vi llorar del mismo modo en Barajas, el día que nos despedimos al finalizar el trabajo que nos había llevado a Sudáfrica.
Si me lees, Iñaki, quiero que sepas que no te olvido. Un abrazo.
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