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viernes, abril 20, 2007

Mural del Torreón de Albalate de Cinca, Foto cedida por Manuel Pons
Relato dedicado a la familia propietaria del hostal CASA SANTOS, en Albalate, muy agradecido por sus atenciones.

EL MISTERIO DE ALBALATE DE CINCA

El todoterreno avanzaba rápidamente por la estrecha carretera, en dirección a Albalate, donde se celebraba la Semana Santa. Una de las curiosidades de este pueblo es que el Viernes Santo sacan el santo Entierro en procesión, y cuando llegan a la plaza lo colocan en el suelo y hacen pasar a todos los niños nacidos ese año en el pueblo por encima del ataúd santo, en la creencia de que serán protegidos durante toda la vida. Muchos niños nacidos en la comarca también son pasados sobre “La tumba”, tal como la llaman.

Albalate es un pueblo de 1200 habitantes. Está enclavado en la margen del río Cinca, al sureste de Huesca, Tiene una torre de construcción árabe en su plaza, junto al palacio medieval de los Eril, que luego fue de los Moncada.

El vehículo pasó junto al monumento a Fleta –nacido en el pueblo y primer tenor español que conquistó la Scala de Milán–, torció a la izquierda y se detuvo ante el hostal.

Desde hacía cinco años, Carlos, un hombre de treinta años, soltero, bien parecido e hijo de un empresario de Huesca, acudía a pasar la Semana Santa en esta zona del Cinca Medio, y aprovechaba para visitar las Ripas –una montaña de trescientos metros de altura, cortada a cuchillo verticalmente en su vertiente Este, en cuya base se ubica el pueblo de Alcolea de Cinca–, y lanzarse en parapente desde la cima. En el todo terreno llevaba el equipo necesario para practicar este deporte.

Carlos había reservado una habitación en el hostal del pueblo, famoso por su exquisito plato “patatas de Casa Santos”, especialidad de la casa que muchos clientes venían a devorar desde Barcelona. Su receta había sido transmitida desde siglos antes, de generación en generación, y constituía un secreto guardado celosamente por los actuales herederos de la casa, Inés y su esposo Ramón.

Carlos se instaló en su habitación y durante los días que siguieron se lanzó varias veces desde las cimas arcillosas de Las Ripas con los miembros del club de parapente del pueblo.

También tuvo tiempo de entablar amistad con una de las camareras del hostal: Dorotha.

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La Luna llena reflejaba su luz en la pared y resaltaba las líneas oscuras del mural pintado tres siglos antes en la cal cubierta de humedades. Carlos, que permanecía desde hacía rato sentado en el suelo en un rincón, se quedó mirando las imágenes sorprendido: ¡Parecían cobrar vida! ¡Las figuras se movían y Carlos escuchó sus risas! Una mujer joven le vio y se adelantó a sus doncellas, vino hacia él con paso felino, sonriendo y abriendo con sus finas y largas manos el corpiño de su vestido. ¡No puede ser!, exclamó Carlos, que sabía que no había bebido tanto como para alucinar de esa forma. Sin embargo…

La joven bajó del muro e inició una danza muy sensual, que acabó de rodillas frente a él; entonces le acarició sus cabellos y la mejilla con dulzura; luego se sentó a su lado, se giró hacia Carlos, le sujetó la cara entre las manos y lo besó despacio, cogiendo sus labios entre los suyos, introduciendo su lengua en la boca, hurgando en ella, intercambiando fluidos… Carlos sentía un cosquilleo en su bajo vientre, mientras la abrazaba y respondía a las tiernas caricias. Pronto notó la presión de su miembro viril que forzaba por salir de su encierro. La chica posó suavemente su mano entre las piernas, moldeando el bulto que se había formado, notando su extremada dureza, y entonces se levantó y se quitó el vestido, quedándose completamente desnuda. Carlos se alzó rápido y se situó de rodillas ante ella, abrazándola y pegando la mejilla a su vientre, cubriéndola de besos y bocados tiernos. Pronto estuvieron desnudos y entrelazados en el frío suelo. La ninfa se arrodilló y separó sus muslos, quedando a horcajadas sobre su vientre y echada hacia delante; puso las manos a ambos lados de la cabeza de Carlos, mientras oscilaba con mágicos movimientos que le producían dulces sensaciones. Carlos admiraba sus senos, cálidos, que oscilaban sobre su cara y los tomaba entre sus manos y besaba; apresaba entre sus labios aquellos pezones endurecidos que se disputaban las caricias y sentía estremecerse al tacto de sus manos el cuerpo de la muchacha. Carlos sentía un placer inmenso, increscendo, que acabó sacudiendo su cuerpo con espasmos increíblemente placenteros que le sumieron en la nada, con la respiración agitada y descontrolada.

Al cabo de unos momentos volvió a la normalidad. Con los ojos cerrados, respirando quedamente, recordó lo sucedido unas horas antes…

Dorotha era una chica joven y rubia, con una trenza que le alcanzaba hasta media espalda; de grandes ojos de color azul claro, metálico, como el cielo raso de Albalate en los días en que azota el Cierzo.

Dorotha había llegado de Polonia dos meses antes, y esa noche del Sábado Santo se había citado con él. Ella, tal como habían convenido, esperó a que se apagasen las luces del restaurante, abrió la ventana de su habitación –ubicada en la planta baja, en la parte trasera del edificio–, y se descolgó hasta la acera. Luego se dirigió, cautelosa, hacia el coche todoterreno, un Suzuki negro y con los cristales tintados, que la esperaba en la calle con su motor encendido, calentando el habitáculo.

Al entrar en el coche, Dorotha sonrió y dijo: “Perdonar, yo no puede venir antes; yo no estar segura de jefa acostada.”

Carlos la abrazó y besó con ansia; ella rechazó el abrazo y dijo: “No; no aquí, poder ver alguien.”

El vehículo arrancó con rapidez, lanzando con fuerza gravillas hacia atrás, y se dirigió hacia Alcolea, al otro lado del río, cruzando el puente construido en medio de un bosque de altos árboles y espesa maleza, reserva de jabalíes y corzos, alegría y despensa de cazadores.

Nada más cruzar el puente, el conductor salió de la carretera y dirigió el vehículo por un camino que lo llevaba al interior del bosque.

– ¿Adónde ir? Aquí no es Alcolea, no hay hotel –exclamó la rubia

–Luego iremos, cariño, antes quiero hacerte el amor en pleno bosque.

– ¡No, no! Tú llevarme a casa, esto no gustarme

– Tranquila, verás como te gusta; luego te llevo al hotel.

La chica estaba asustada y negaba con la cabeza; intentó abrir la puerta del coche en marcha, pero no pudo: el conductor la había bloqueado desde su lado.

Al ver que Dorotha estaba asustada y comprender que ya no podría convencerla, detuvo el vehículo.

Al cabo de unos segundos abrió los ojos, justo el momento preciso para ver el destello de la espada brillar a la luz de la Luna.

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Inés, la dueña del Hostal Casa Santos, marcó el número de Urgencias. Al cabo de unos segundos cogieron la llamada en el cuartel y diez minutos más tarde llegaba ante el hostal el Land Rover de la Guardia Civil. De él descendieron un sargento y un guardia. Isabel salió a recibirlos

– ¿Qué ocurre? ¿Aún no ha aparecido? ¿Han mirado bien en su habitación? ¿Saben si salió con alguien?–el sargento de la Guardia Civil no cesaba en sus preguntas, mientras entraban en el edificio.

–La chica no está en la casa, la hemos buscado por todas las habitaciones y no hay rastro de ella. Ayer acabó su jornada y se fue a su habitación para acostarse. Hoy debía madrugar para preparar los desayunos de unos clientes que se levantan muy temprano para ir a pescar al río. No sabemos de nadie del pueblo que esté relacionado con ella, no tiene amigos: hace poco que trabaja aquí y aún no conoce a nadie, exceptuando a los clientes habituales y sus compañeras de trabajo.

La voz de la desaparición de Dorotea, “la polaca”, se extendió como la pólvora y en poco tiempo la gente se congregó delante del hostal para colaborar en la búsqueda. Un nutrido grupo de hombres se dirigió al río, allí repasaron cada palmo de terreno antes de cruzar el puente y pasar al otro lado. No tardaron en descubrir las huellas de un vehículo pesado, que los condujo hasta un cuerpo medio oculto entre un matorral: era Dorotha.

La Guardia Civil encontró el todoterreno manchado de barro y con restos de hojas y matojos aparcado delante del palacio de los Eril, en la plaza. No había rastro del conductor. Siguieron con la mirada las huellas de las pisadas de barro que comenzaban en el coche y seguían hasta la torre árabe. Se dirigieron a ella.

La torre es conocida por sus frescos medievales de la tercera planta. Ésta consiste en una habitación de 4´50 x 3´80 metros con una única ventana, y cuyas paredes están adornadas con unas pinturas en tonos grises que relatan la historia de Judit y Holofernes –el general enviado por Nabucodonosor en el siglo llV antes de Cristo –, sacada del Antiguo Testamento, donde se narra cómo Judit conquistó al general asirio y lo venció: Cantaba y danzaba para él en su tienda, y le ofrecía vino. Cuando estuvo ebrio y se quedó dormido le cortó la cabeza y la pinchó en una vara; más tarde la plantó ante la puerta de la ciudad sitiada. Esto produjo tal desconcierto en los invasores, que aterrorizados huyeron, abandonando máquinas de guerra y animales. Judit fue ejemplo durante siglos para los débiles: les enseñó a emplear astutamente cualquier medio para lograr la victoria ante el poderoso.

Los guardias encontraron la puerta del torreón cerrada. Cruzaron la plaza y preguntaron en el Ayuntamiento por la llave. El conserje comprobó que ésta no estaba colgada en su lugar y ninguno de los presentes en el Consistorio sabía cómo había desaparecido. Los Guardias volvieron a la torre, forzaron la puerta y subieron las estrechas escaleras. No se escuchaba nada, ni un murmullo, el silencio era doloroso.

El edificio olía a humedad, parecía abandonado, y el hecho de encontrarlo cerrado les hacía pensar que allí no había nadie. Ya desconfiaban de encontrar lo que buscaban allí y decidían regresar, cuando al alcanzar la tercera planta vieron que se filtraba sangre por debajo de la puerta. Le dieron una fuerte patada y ésta se abrió de golpe, mostrando la escena:

Todo el suelo estaba anegado de sangre, y sobre el pavimento de piedra yacía el cuerpo desnudo de un hombre… ¡decapitado!

Su cabeza estaba colocada sobre una columna partida de mármol. Tenía los ojos muy abiertos y miraba con expresión de horror hacia los dibujos de la pared de enfrente.

Sobre ésta, escrito con sangre, que chorreaba de cada letra hacia el suelo, aparecía un nombre: JUDIT

FIN

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