1976, El río Juanes, en Buñol (Valencia)
El SEAT 600 D avanzaba despacio
cargado con la familia completa: mi esposa, mis tres niños, la abuela y yo. El
vehículo seguía un camino de albero y levantaba una espesa polvareda a su paso,
produciendo toses y lágrimas en los ocupantes.
–Papi, cierra la ventanilla que
me ahogo! –decía Rebequita, mi hijta, de 4 años.
–No, papi, que hace mucho calor –
respondía David, su hermano.
–¡Athissssssssssss!
¡Attchisssssssss!– Extornudó la abuela, arrojando la dentadura
bajo los asientos.
Atravesé un
prado de hierba y llegamos a una plazoleta abierta en medio de un bosque de
pinos, donde se hallaban varios vehículos estacionados. “Zona de ocio del Río
Juanes”, anunciaba un letrero clavado entre dos troncos.
Ante nosotros se presentaba un valle agreste,
hundido entre montañas pobladas de pinos
y abundantes rocas que se alzaban orgullosas en las alturas, dominando el
valle.
En un mapa pintado sobre azulejos se mostraban las atracciones del
lugar: Una pista de motocross, una charca donde tirarse desde una roca de tres
metros de altura y una cueva oculta tras
una gran cascada de agua.
Había un restaurante junto al aparcamiento, y pegado
a la pista de las motos habían construido un banco de piedra de unos diez metros,
acondicionado con diez anafes para preparar paellas.
Mi mujer puso a Moisés, el hijo más pequeño, en su carrito y se dispuso
a preparar la comida en un fogón de aquellos. La abuela comenzó a partir leña
de unas ramas secas que había amontonadas. Yo fui en busca de la cascada con
Rebeca y David, y desaparecimos entre los árboles que seguían el cauce del río.
Apenas había pasado media hora desde que nos
fuimos, cuando una moto perdió el control y se fue hacia la zona de cocinas, cayendo encima de la
paella que cocinaba mi esposa, volcándola. La moto se incendió y
todos corrían dando gritos, dejando tirado al piloto. Carmen cogió en brazos al
niño y huyó hacia el restaurante. No se dio cuenta de que la abuela no la
seguía porque ésta, al ver aparecer la moto, había retrocedido unos pasos,
tropezó con un palo y cayó de espaldas sobre la leña.
Al oír el griterío la gente salió
del restaurante con extintores y cubos
de agua, y al poco rato lograron apagar el fuego antes de que el depósito de la
moto estallara.
Carmen lloraba presa de los nervios por el
miedo pasado. “Un poco más y la moto me cae encima”, decía a todo el que quería
oírla. A la abuela le dolía la espalda.
Mientras tanto, nosotros llegamos a la cascada, situada a un kilómetro más abajo siguiendo el río, a tiempo de ver a Pepe, un amigo mío, soltero,
que también solía ir al río Juanes en su flamante Reanult 12, cuando se disponía a
lucirse ante varias mujeres jóvenes que
nadaban en la charca. Pepe se colocó en una
roca frente a la catarata y se lanzó al agua, con tal mala fortuna que cayó en
un lugar poco profundo y se dio de bruces contra el fondo.
Como tardaba en salir y el agua
se tornaba roja, las muchachas fueron a rescatarlo. Entre cuatro o cinco chicas
lo llevaron a la orilla y le prestaron
los primeros auxilios. El pobre hombre tenía un corte en la nariz y sangraba mucho, pero estaba consciente y pronto se puso en pie.
Mi hijo David, de cinco años de edad, había desaparecido
y todo el mundo se puso nervioso dando gritos y llamándolo. Una muchacha se lanzó
al agua y buceó por la charca para comprobar si había sucedido lo peor.
De pronto se escucharon unas
voces tras la cortina de agua de la catarata y vieron que aparecía el niño por un
extremo de la cascada, donde había un pasillo que conducía al interior de la
cueva.
– ¡Papa, papá, en la cueva hay
murciélagos!
Y todos respiramos al verle. Yo le abracé y entré
en la cueva para ver los murciélagos. Las chicas continuaron nadando en la
charca como si nada hubiera sucedido.
Al medio día, yo con mis hijos, y Pepe y las chicas, regresamos para comer paella. Cuando mi
esposa nos vio llegar, se levantó de un salto y salió al encuentro para abrazarnos.
–¡He vuelto a nacer, he vuelto a
nacer! –decía, abrazándonos fuerte, mientras unas lágrimas bajaban por sus
pómulos.
–¡Vaya, hoy no
ha sido un buen día! –exclamé– A ver, cuéntame qué te ha pasado.
Una vez relatado todo lo sucedido,
nos sentamos todos a una mesa del restaurante y pedimos una paella para
celebrar que todos estábamos bien.
Pero aún no habían acabado los
problemas: desde la mesa, observé mi coche y vi que tenía una rueda pinchada.
Y, más tarde, cuando la estaba cambiando, una avispa se posó en mi mano.
–¡No te
asustes ni te muevas! – dijo Pepe– Si no te mueves, ellas no te pican.
No me moví ni
tuve miedo, pero el bicho me clavó el aguijón y me dolió tanto que se me
saltaron las lágrimas.
¡El campo! ¡Qué alegría poder vivir en plena
naturaleza!
Fin
Vaya sucesión de desastres campestres, amigo Juan.
ResponderEliminarY qué risas con una compañera de clase al leer esa dentadura de la abuela bajo el asiento del coche.
Espero que estéis todos bien.
Un abrazo grande.
Caramba Juan a veces tanta naturaleza agota, mejor quedarse en casa, o llevarse el bocadillo hecho. Por cierto no me ha quedado claro, quien recogió los dientes jajaja.
ResponderEliminarUn beso.
Me has hecho reír y también recordar algunas aventuras desastrosas que he pasado en el campo.
ResponderEliminarSaludos.
Ya ves, Lady Luna, yo voy a la playa y ese día no hay agua. Gracias por tu visita. Besitos para ti
ResponderEliminarHola, Mercedes! Sí , hay días que es mejor no salir de casa; pero cuáles son esos, nadie lo sabe hasat que pasa lo que tenía que pasar.
ResponderEliminarLa dentadura la rescatamos luego al llegar, toda pisoteada y sucia de los pies de mi niña que iba de pie entre la abuela y sus dos hermanos. Besos
Me alegro de haberte sacado unas risas, Toro salvaje.Saludos
ResponderEliminarQué tierno relato matizado de sorpresas, pero casi siempre son asi los pasesos en familia. Hay muchas cosas que ver y que contar.
ResponderEliminarPor suerte todos volvieron a casa sanos y salvos.
Un abrazo Juan.
¡Hola, genessis!Gracias por tu visita y amables palabras.
ResponderEliminarEs cierto, siempre suceden cosas en las salidas con la familia. Tengo otras experiencias muy agradables en las que no faltaron momentos de pánico.
Como bien dice, menos mal que todos regresamos sanos a casa. Un beso y feliz día.
Juan, me ha parecido estar viendo una película de José Luis Lopez Vazquez.
ResponderEliminarLa abuela estornudó y arrojó la dentadura debajo de los asientos jajaja eres la reoca.
Un abrazo Juan
Pues lo de la dentadura es verdad, Marian, y no he contado que la pisó la niña para no hacerlo más escabroso.
ResponderEliminarUn beso, guapa.
Mira con quién te juntas que algunos tienen el mal fario🤩🤩 Buen relato amigo.
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