Íbamos vestidos con pantalón corto, de pana azul; camiseta interior enguatada, de manga larga; y, sobre ella, nos enfundábamos un jersey azul marino, de cuello abotonado sobre el hombro; de calzado usábamos calcetines largos y botas de cartón, imitación piel, marca Segarra, que se mojaban al hundirse en la nieve y se despellejaban en la puntera al jugar al fútbol. Cuando llegábamos a la capilla del colegio, las niñas ya nos esperaban leyendo sus misales sentadas en los bancos de las primeras filas
A veces los catarros devenían pulmonías o tosferina y las monjas hubieron de habilitar una sala dormitorio junto a la clínica para aislar a los que la padecían. No dejaban entrar a nadie por miedo al contagio; pero nosotros entrábamos furtivamente para visitar a algún amiguito, con el deseo tal vez de contagiarnos y unirnos al grupo de enfermos movidos por la excelente comida que les ponían: puré de habichuelas, puré lentejas, puré de patatas, tortillas de patatas, mortadela, huevos fritos, plátanos… cosas que nosotros en el comedor no probábamos, pues nuestra dieta, invariable, era la siguiente:
Desayuno: taza de leche, pan y carne de membrillo.
Almuerzo: un plato de arroz caldoso y amarillo con bacalao, y una naranja o manzana.
Merienda: pan y una onza de chocolate
Cena: coles hervidas y un trozo de queso.
Mientras estábamos arrodillados en la capilla durante la misa, nos llegaba el olor de la cocina. Entonces cerrábamos los ojos y nos concentramos para adivinar qué era lo que preparaban las monjas para desayunar ellas: huevos fritos, tocino, sofrito de coles con patatas y ajito…
¡Así estaban ellas! Cuando llegaron al colegio para reemplazar a las misioneras, parecían escobas largas y enlutadas, que caminaban encorvadas por el peso del velo, y al cabo de seis meses, se convirtieron en barricas, caminaban sacando vientre y mirando alto, y sus caras lucían hinchadas en la prenda de tela blanca almidonada que enmarcaba sus rostros bajo el velo negro
Mis padres venían a visitarnos cuando podían. A veces nos llevaban a su lugar de trabajo, donde mi padre criaba gallinas en un rincón de la finca, yo no me cansaba de verlas.
Sor Benigna era la encargada de la enfermería, y cuando escuchaba toser o estornudar a algún alumno enseguida le ordenaba de acompañarla a la clínica, donde le auscultaba y le daba alguna pastilla de OKAL o inyectaba algún medicamento. Si era grave, lo aislaba enseguida en la sala de enfermos hasta que llegaran los médicos.
Y eso fue lo que le ocurrió a Rosita Camacho, una niña de diez años.
Rosita era muy bonita: delgada, alta y morena, de ojos negros y pelo ondulado; era la novia de Manolín Berrocal. Allí todos teníamos novia, era fácil echarse novia: ellas no lo sabían, pero nosotros las elegíamos, y todos conocíamos y respetábamos a la novia de cada uno.
Mi hermana Ana, la mayor, también tenía muchos admiradores. En la foto, en la terraza del colegio vestida de valenciana, el día de San José.
Luisa y mi hermana Isabel años más tarde en Valencia. La de la izquierda es Luisa, mi antigua novia escolar".
Las peleas surgían cuando una misma chica era la novia de varios, como María Ortega, una niña rubia de doradas trenzas y ojos color cielo, que parecía una de esas muñecas de porcelana que lucían los escaparates de juguetes. María Ortega nos tenía embrujados: era mi novia, y de Miguel, y de Rafa y de Cristóbal y de Manuel Delgado y de…
Finalmente fue la novia de Miguel Santamaría, pues nos venció a todos uno por uno tirándonos al suelo e inmovilizándonos..
Hacía una semana o diez días que Rosita permanecía aislada, cuando un grito resonó en todo el colegio y se expandió como una onda explosiva en el aire, rebotando como eco en las nubes y chocando contra los muros de piedra de las casas del pueblo. Las monjas corrían de un lado para otro, histéricas; los coches de los médicos llegaron de Madrid en breve tiempo, y las campanas de la torre de la iglesia rompieron su silencio: Rosita había muerto de difteria
Su hermano Jaime gritaba como un poseso, y las clases enmudecieron; las lágrimas inundaron los suelos y el aire se llenó de lamentos. Mi madre acudió a vernos, y junto a otros padres, alarmados por tan trágico acontecimiento, pedían explicaciones a las monjas y empleados del colegio. La madre de Rosita llegó en taxi desde Onteniente, en Valencia, abrazó a su hijo llorando, y repetía: ¡Fill meu, fill meu, quina desgràcia, Mare de Déu! (¡Hijo mío, hijo mío, qué desgracia, Madre de Dios!)
No nos dejaron entrar a ver a nuestra compañera hasta bien entrada la tarde. La habían vestido con el traje de su primera comunión, y su lecho estaba rodeado de jarrones con azucenas blancas. Parecía dormir plácidamente y nos pusimos en fila para depositar un beso de despedida en su frente.
Al día siguiente se celebró la misa y el funeral en la iglesia y acudió todo el pueblo. La iglesia estaba engalanada como nunca antes la había visto, un pequeño ataúd blanco destacaba sobre una mesa rodeada de candelabros y de jarrones de plata, cuyas blancas azucenas impregnaban el aire de un dulce y agradable aroma. Las campanas de la torre anunciaban el trágico suceso y unas tres mil personas hicieron a pie el camino turnándose muchos de ellos para llevar sobre sus hombros al féretro hasta el cementerio, situado a 1 km del colegio.
Entre el murmullo de oraciones y cánticos flotaba la pregunta que se hacía todo el mundo:
¿Cómo es posible que suceda esto en un colegio que visitan dos días a la semana los mejores pediatras de Madrid?
Han pasado más de cincuenta años y aún no tengo la respuesta.
Jo...
ResponderEliminarMe quedo hecho polvo después de cada post.
Que mundo este.
En fin, no tengo más palabras.
Saludos.
hola juan....... los recuerdos siempre salen a flote; cuando uno se siente mas bien echo una porqueria. me encanta tu forma de explicarte. un ssaludo. me encantaria visitaras mi blog . un beso.
ResponderEliminarLo siento, Toro Salvaje, no es mi intención provocar malestar. Sólo contar mis experiencias en ese lugar, que no todas fueron malas.Los que estábamos allí éramos como una familia.Y algunos aún nos visitamos de vez en cuando.
ResponderEliminarSaludos.
¡Hola, Margo, qué agradable sorpresa!
ResponderEliminarNo sabía que tenías un blog. No te preocupes que me haré tu fiel seguidor.
Un beso
Juan, esta tu memoria histórica nos trae recuerdos de un pasado penoso y cargado de necesidades, aunque la alegría de la infancia lo pueda todo.
ResponderEliminarUn abrazo
Me ha gustado mucho leerte Juan.
ResponderEliminarestos recuerdos del colegio
de las monjas.
Cuantos recuerdos!!
Un beso
Hola!!!!!
ResponderEliminarPantalones cortos y con frio bajo cero, que mal pobre niños de la época…..
Qué buena la frase…..”escobas largas y enlutadas”……es que me ha encantado, trato de sacra lo no doloroso de tu historia, es que me da pena.
Mientras te estoy escribiendo voy escuchando la entrevista de Luz de gas radioblog, es que también fui entrevistada por él en 2009, te da tranquilidad y te sientes como en casa.
Buena semana y un abrazo de oso.
un gusto leerte saludos
ResponderEliminarHola Antonio, gracias por venir. Efectivamente aquellos años fueron duros. Nosotros, viendo lo que sucedía tras los muros y conociendo la situación de nuestras familias, nos sentíamos pivilegiados en aquel colegio, pues los niños del pueblo se asomaban a las rejas de las ventanas y nos pedían cosas: chocolate, tebeos, cuadernos, cromos de futbol, lápices y pelotas...
ResponderEliminarLo malo era el modo de enseñar aplicar la disciplina; pero parece ser que entonces era lo normal en España, y por lo que nos decían era peor en Inglaterra.
Un abrazo, amigo.
Marian, gracias por tu visita. Sí,amiga, muchos recuerdos en esta cabecita que espero dejar escritos antes que pierda la memoria y se me olvide hasta el modo de respirar.
ResponderEliminarAún quiero contar otra anecdota y luego pasaré a otra época de mi vida.
Un beso
Hola, Comun, me alegro mucho de tu regreso, ya he visto en tu blog las fotos de Iguazú.
ResponderEliminarGracias por tu coemntario. Un beso
Hola, María Susana, gracias por tu visita.
ResponderEliminarUm..., un poco tirante, ¿no? Algo te pasa, ya me contarás.
Un beso
Amigo Juan:
ResponderEliminarEstoy convencido que por muy duros que sean buena parte de los recuerdos de tu infancia te ha de servir de alivio sacarlos a la luz, y más narrarlos de un modo tan natural, tan entrañable, con tan poco resentimiento.
Saludos.
Juan Riueño, muchas gracias, amigo. Es verdad cuando acabo de escribir el texto y le doy a publicar siento como si me quitara un peso de encima y una cierta alegría de dejarlo a la vista para que forme parte de la historia del pueblo en que sucedieron. Ya he recibido un correo de una señora que estuvo hace un par de años veraneando allí. Un abrazo.
ResponderEliminarEs una desgracia que muera una niña y mas para sus compañeritos de colegio.
ResponderEliminarYo nunca estuve de internado en escuela pero puedo imaginar como el mundo se desploma para quienes comparten los días enteros.
un gusto leerte amigo
mario
Así es, amigo Mario, el mundo se hunde alrededor cuando sucede algo así.Cuando hemos convivido las veiticuatro horas del día durante cuatro o cinco años, éramos como hermanos.En la actualidad aún me comunico con algunos de ellos por teléfono y cuando viajo a Madrid no dejo de visitar a Luisa,que está felizmente casada con un amigo mío y es maravilloso comprobar la alegría de estar juntos, ver cómo insiste en que me quede unos días en su casa como uno más de la familia.
ResponderEliminarUn abrazo, amigo.
aquí tenemos un dicho popular que dice: "las veredas quitaran pero las querencias cuando"
ResponderEliminarhasta pronto mario