No es
oro todo lo que reluce y muchas veces
las personas o las entidades y naciones presentan de sí mismas
una imagen muy distinta a lo que son en realidad. “En casa del herrero, cuchara
de palo”, se suele decir.
Y digo
esto porque jamás he visto más muestras de chauvinismo y racismo que las que descubrí en la Francia de la Liberté, Egalité,
Fraternité en la década de los años sesenta.
Francia,
símbolo de la Libertad,
de la Revolución,
de la Democracia, la
misma que regaló la maravillosa estatua
que da la bienvenida a todo el que llega a Nueva York, es también es el lugar en que he sufrido la mayor vergüenza y humillación de mi vida como ser humano. Sucedió en la plaza
Balard, delante de la fábrica Citröen.
Vista aérea de la antigua fábrica Citroen el distrito XV, junto al Sena
Corría
por entonces el mes de septiembre de 1962. Cinco semanas antes, yo había
abandonado mi trabajo, fijo pero mal pagado, en Vergel (Alicante), y había salido de España como turista, pues no me concedieron un contrato en la Oficina de Emigración porque no cumplía los requisitos: ser mayor de edad y haber cumplido el servicio militar.
Ya llevaba casi dos meses en París sin encontrar
trabajo estable y ello me angustiaba, pues si al cabo de tres meses no obtenía un permiso
de trabajo ni podía justificar que disponía de dinero suficiente para vivir como turista, la policía me
expulsaría de Francia.
Intentaba
pues hallar trabajo por todos los medios, y sabía que en la Citröen había “Embauche”
permanente (contratación de personal permanente), pues el trabajo era de tal dureza que la gente entraba por una puerta
y salía al poco tiempo por otra.
Distinta era la fábrica Regie Renault, en ésa,
todo el mundo quería trabajar. Había que superar exámenes teóricos en Francés. Por ello era tan difícil conseguir un puesto.
Me
levantaba a las cinco de la mañana para coger el primer tren del Metro con el fin de
llegar de los primeros a la plaza y coger un buen sitio en las filas
delanteras. Todo era en vano: cuando llegaba, tras cuarenta minutos de
trayecto, la plaza estaba a rebosar, y más de cinco mil personas se empujaban
unas a otras para avanzar en las filas.
Delante
de la entrada a la factoría habían instalado una especie de ring de madera de unos cuatro metros de lado con
su barandilla de cuerdas, y yo desde lejos, empinándome sobre mis zapatos, me
preguntaba para qué servían.
A las
nueve de la mañana en punto se abría una puerta del edificio y salían tres o
cuatro hombres muy bien vestidos. Súbitamente, la multitud se agitaba empujándose y gritando con
el brazo alzado y mostrando su documentación. Uno de los ejecutivos de Citröen
llevaba un megáfono y anunciaba: «Sólo se contrata a 50 personas cada día, es inútil permanecer ocupando la plaza
todo el día, dificultando la circulación. Por ello, una vez terminada la
contratación deben despejar la plaza.»
Mientras
decía eso los otros observaban y elegían los candidatos entre la gente ansiosa y alterada
que tenían delante. De pronto señalaban a uno de ellos, casi siempre el más
alto y fuerte, y le decían: «Tú, acércate si quieres trabajar». Y el señalado
se abría paso a codazos, empujones y hasta puñetazos para llegar hasta el
estrado. Algunos aprovechaban el hueco que iba dejando tras él para seguirle
y avanzar unas filas. Los demás le miraban con envidia y esperaban tener la
misma suerte.
Cuando
el hombre subía hasta el estrado uno de los empleados de la fábrica le
cacheaba, le sobaba los músculos de los brazos y piernas, le miraba la dentadura,
le preguntaba la edad y el nombre, y finalmente, diagnosticaba: «Éste es bueno
para la sección de Fundición».
Después
señalaban a otro y le invitaban a acercarse. La operación se repetía hasta
alcanzar el cupo de los 50, y luego los directivos se iban, cerraban la puerta. A los pocos minutos aparecía un camión cisterna de la policía con su cañón de agua
abierto a tope dirigido a la multitud. Así despejaban la plaza.
Yo me
quedaba desolado, pensando sobre la conveniencia de volver a España a recuperar
mi puesto de trabajo, aunque hubiese de realizar el servicio militar, algo que me angustiaba, pues mis hermanos me
habían asegurado que en los cuarteles, en vez de hacerte un hombre de provecho,
tal como todo el mundo anunciaba, te hacían un desgraciado, y te robaban media
vida.
Aprovechaba
para visitar la zona. Muchas fábricas rodeaban a la Citröen, proveyéndola de
componentes. Justo al lado había una fábrica de neumáticos, envuelta en vapor y
despidiendo un fuerte olor a goma quemada que convertían el aire
fresco y matinal en irrespirable. En ella trabajaban tres amigos procedentes del mismo pueblo que
yo: Antonio Valverde, «El Chato», Manuela y Miguel «El Negro», su novio. A las
doce disponían de media hora para comer y ellos salían y comentábamos lo
sucedido en la puerta de la Citröen. Ellos
me animaban siempre: « Otro día tendrás mejor suerte, Juan. Tienes que madrugar
más para estar en primera fila».
Al día
siguiente me levanté a las tres de la madrugada y cogí un taxi. No sirvió de nada, cuando
llegué la plaza estaba a tope. Al parecer, la gente llegaba de sus países en los trenes y se
dirigían directamente a la plaza Balard cargados con sus maletas, y se sentaban
sobre ellas delante de la fábrica. Los candidatos eran portugueses, polacos,
yugoeslavos y españoles. Más allá había otra puerta en la que en letras grandes
decía: «Sólo para africanos», y una multitud de negros y árabes pernoctaban
ante ella.
Por fin un día tuve la “suerte” de ser invitado a subir al estrado.
Fue gracias a Manuela. Ella cambiaba de turno y después de cenar con ella y Miguel en su habitación ( me ayudaron mucho mientras estuve sin empleo) me dijo
que entraba a trabajar a las once y me propuso acompañarla a la fábrica de neumáticos y quedarme luego en la plaza Balard hasta que abriesen los de la Citroen. ¡Qué largas fueron
las horas sentado en medio de la neblina en la acera de la factoría!
Para acompañar a Manuela estrené una cazadora
de ante, color marrón, que había comprado en Cortefiel por un elevado
precio a pesar de beneficiarme de las rebajas. Ese día, yo estaba en primera
fila, junto a las cuerdas del ring, y cuando salieron los directivos una avalancha
de gente me empujó contra las cuerdas. Yo apenas podía moverme. Entonces los
directivos me señalaron y entré pasando el cuerpo entre las cuerdas y rozándome
con ellas. Estaban impregnadas de alquitrán y salí con mi cazadora llena de
rayas negras y las manos pringadas.
Después
de sufrir el manoseo del experto en esclavos, entré en una oficina para un
examen médico y firmar el contrato y los documentos necesarios para obtener el permiso de trabajo y la tarjeta de la seguridad Social. Cuando les mostré los documentos que acreditaban mi profesión y mis
estudios se echaron a reír y luego,
despectivamente, dijeron: «Los puestos de trabajos cualificados son para los franceses».
« Pues
que se queden los franceses con la fábrica», les dije. Recogí mis documentos y me fui sin mirar atrás.
Actualmente el Parque André Citroen ocupa el solar en que estaba ubicada su primera fábrica: place Balard
El Gobierno de Francia sólo compra vehículos de fabricación nacional para sus coches oficiales. En la foto, el General Degaulle en una limousine de la marca Citroen. Ejemplo deberían tomar los políticos españoles para favorecer la industria nacional en vez de la extranjera.
No fue hasta el día 2 de noviembre de ese año que entré a trabajar en una de las mejores empresas que he conocido en mi larga vida laboral.
Caramba con tus memorias, no tienen desperdicio, me has tenido expectante hasta la ultima letra. Me alegro que la decisión que tomastes al largarte después de tantos intentos te llevara a un mejor destino.Incluso yo diría que tendríamos que reflexionar sobre tus consejos, como bien dices principamente los políticos.
ResponderEliminarBesos.
Tratados como esclavos...
ResponderEliminarQue mundo este por favor.
Saludos.
¡Ay, ay, ay la Place Balard!, cuantos españoles en el año 1962 pusieron sus esperanzas en ella, bueno mejor en la Citroen, aunque solamente fuese para arreglar papeles y poder quedarse en el París de los 60. Demasiado jóvenes tuvisteis que partir buscando un mundo mejor, soñando en una vida plena de conocer otras culturas, otras formas, luego todos esos sueños en pocos días se desmoronaban, pero seguramente aquellos españoles que llegaron antes supieron dar la mano para no perder la esperanza. Aquello era otra cosa, los españoles que empezábamos a estudiar y trabajar al mismo tiempo en un mundo de bohemios, en otra plaza,en Montmartre te puedo decir que eramos una piña. Yo los años sesenta todavía estaba bajo la mirada de mis padres, pero conozco a un señor que también paso lo suyo y eso que estaba con su madre y hermanas.
ResponderEliminarAhora todo son recuerdos, historias de "antes" algunas demasiado duras que yo afortunadamente no las conocí, pero me las se de memoria por haberlas oído muchas veces.
Abrazos amigos
Después de leerte pienso que tú sí puedes decir: conozco la vida!
ResponderEliminarQué experiencias tan duras has tenido, creo también que esos malos momentos a uno le da carácter y fortaleza y te imprime otra visión, más clara y decidida ante las cosas de la vida.
Te admiro,
duros recuerdos pero muy bien contado.
Un abrazo Juan.
Tienes materia para escribir un buen libro de memorias. Has pasado por un sinfín de vicisitudes...
ResponderEliminarUn abrazo
Juan:
ResponderEliminarno hay mal que por bien no venga,
después de todo conseguiste trabajo y bueno, lo que no dijiste fue que paso con la cazadora manchada.
un gusto leerte mario
¡Muchas gracias, Merceditas! La vida es el río que nos lleva a través de distintos parajes y vivencias hacia el mar de la Historia.En aquella ocasión,viendo el trato recibido y el que me esperaba dentro de la fábrica, pudo más mi orgullo y dignidad.Luego, la situación mejoró muchísimo; pero antes pasé unos meses terribles. Besos
ResponderEliminarAsí es, Toro Salvaje: esclavos españoles en el siglo XX. El que cuente lo contrario, miente.Para mí sería muy fácil contar sólo las buenas experiencias, las tuve en abundancia; pero éstas también quedaron marcadas a fuego en mi memoria. Saludos
ResponderEliminarAsí es, Higorca, yo también recuerdo las escaleras del Sacré Coeur y las estrechas calles de Montmartre con sus artistas a pie de calle pintando y vendiendo retratos, paisajes y objetos artísticos manuales.Un beso.
ResponderEliminarMañana salgo de viaje hasta fin de mes. A la vuelta, si nada lo impide, me pasaré a saludarte.
Hola,genessis: muchas gracias por tus amables palabras. Las experiencias de la vida son las que moldean nuestra personalidad y, como bien dices, nos fortalecen para resisitir los vaivenes del sistema.Un beso
ResponderEliminarHola, Antonio! Pues sí, me gustaría mucho poder ordenar todos mis recuerdos y plasmarlos en un libro; pero eso requiere mucho arte,y yo sólo soy un aficcionado.
ResponderEliminarPero en fin, montañas más altas han caído. Yo no desespero.
Un abrazo, nos vemos pronto.
Hola, Mario! Bueno, pues la cazadora quise tirarla al ver cómo estaba. Pero Manuela dijo que se podía arreglar.Untó las manchas con una grasa, creo que era manteca, y la dejó varias horas. Luego le dio con un cepillo y sacó toda la mancha. Finlamente la frotó con un trapo mojado de agua jabonosa y la puso a secar.La mancha desapareció pero el aspecto de la cazadora ya no era el mismo: había perdido suavidad y textura y se notaba un tacto y color diferente a rodales. La dejé para trabajar de noche descargando camiones con frutos españoles en el mercado central. Un abrazo
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