El mes pasado los telediarios mostraron un grupo de policías
sudafricanos disparando contra los huelguistas negros de una mina de platino
inglesa. La mayoría de los policías eran negros y disparaban contra sus mismos
hermanos.
Una vez más se comprueba que los que lideran
una revolución contra un país
colonizador, cuando llegan al poder se comportan con su pueblo peor que los
colonizadores expulsados. Ejemplos abundan en la historia de América Latina, pero en este
artículo me ceñiré a los países descolonizados en África: Uganda, El Congo,
Angola, Malawi, Algeria Etiopía, Guinea,
Liberia, Rodesia…
En cada uno de
estos países los nativos vivían prácticamente como esclavos, trabajando de sol
a sol en inmensas plantaciones de café, cacao, caucho, y en las minas dirigidas por hombres blancos, a cambio de un
techo y comida. El mundo miraba hacia otro lado, pero sabía que algún día el
pueblo se levantaría y expulsaría a los extranjeros, nacionalizando sus
propiedades y eligiendo a sus gobernantes. El resultado ya lo hemos visto durante los últimos treinta años: las
luchas tribales por el poder y el reparto de los cargos políticos y riquezas
expropiadas entre clanes familiares ha sumido África en un baño de sangre, convirtiéndola en un
enorme cementerio alimentado por las hambrunas, las epidemias y la miseria, secuelas de una cruenta e interminable guerra que abarca a todos los países descolonizados.
Y yo, que he vivido algunos meses en Sudáfrica en tiempos del Apartheid, me
pregunto si al final, tal como está sucediendo en España, donde los políticos
corruptos e inútiles están convirtiendo en bueno a Franco, los negros no estarán
echando de menos aquellos tiempos crueles que con tanto ahínco combatieron. Sirva
como ejemplo su moneda, el Rand, que equivalía entonces a 1`10 dólares americanos.
Actualmente, vale 0´11 dólares, nada.
Actualmente, vale 0´11 dólares, nada.
Aún recuerdo cómo se vivía allí en aquellos años.
Secunda,
Transvaal, una tarde cualquiera de verano del año 1981.
El Sol está recostándose en el lecho del horizonte, hacia el noroeste, observando desde un cielo de plata la figura del enorme complejo petroquímico de Sasol, con sus altas chimeneas vomitando humo y vapores sin descanso.
Curiosamente, el Sol en Sudáfrica lo vemos a nuestra espalda, casi encima de nosotros o más bien tirando hacia el Norte, según las estaciones, y no como en España, donde lo vemos al medio día situado al Sur.
El Sol está recostándose en el lecho del horizonte, hacia el noroeste, observando desde un cielo de plata la figura del enorme complejo petroquímico de Sasol, con sus altas chimeneas vomitando humo y vapores sin descanso.
Curiosamente, el Sol en Sudáfrica lo vemos a nuestra espalda, casi encima de nosotros o más bien tirando hacia el Norte, según las estaciones, y no como en España, donde lo vemos al medio día situado al Sur.
Secunda está situada a 150 kms de Johannesbourg, en medio de una extensa planicie ocupada por granjas diseminadas aquí a allá, dedicadas a la crianza de avestruces y de ganado vacuno o a la siembra de ananás y otros frutos tropicales. Mientras la vida transcurre apaciblemente en la superficie, a miles de metros de profundidad rugen las máquinas extractoras del abundante carbón que se esconde en sus entrañas.
Esa tarde, como muchas otras, yo iba caminando por la carretera que va desde la refinería de Sasol a Secunda, acompañado de mi amigo Pascasio, natural de Zamora. Nos dirigíamos a la taberna de estilo inglés del Centro Comercial Holliday, como cada tarde después del trabajo, para bebernos unas copas lejos del complejo industrial.
A mitad de camino aparece un poblado formado por medio centenar de chabolas construidas con ramas, uralitas o tableros desvencijados. Son las viviendas de los obreros negros que, tratados como esclavos, realizan las pesadas labores de las haciendas. No se les permite beber alcohol, viven rodeados de basuras, y las latas aplastadas de Coca Cola se amontonan por todas partes. Las zanjas laterales del camino que conduce al poblado se han convertido en arroyuelos de orinas y excrementos. Los domingos, los vecinos se visten con sus mejores ropas, se reunen en grupos y se sientan en la hierba junto a la carretera, donde permanecen durante horas bebiendo refrescos y fumando marihuana.
El domingo anterior, al medio día, Pascasio y yo entramos en el poblado. Al llegar a las primeras chabolas sus habitantes salieron a nuestro encuentro, nos escupieron y nos injuriaron en una de sus docenas de lenguas tribales. Asustados, llamamos a gritos a Ngbaka, uno de nuestros peones, que nos había invitado a ir allí para presentarnos a su familia y a la última de sus hijas, una niña recién nacida.
Cuando él apareció, abriéndose paso entre sus
vecinos, les dijo algo en un lenguaje desconocido por nosotros, que sólo
entendíamos algo de inglés, francés o español. Todos se alejaron de pronto,
inclinando sus cabezas en señal de respeto.
Entramos en su casa, una construcción de apenas quince metros cuadrados, cuyos muros eran de cartones, planchas de madera y techos de Uralita resquebrajada, que vertía en el suelo gota a gota el rocío acumulado de la noche. Su esposa, una mujer bantú, gruesa y de mirada triste, cubría su rapada cabeza con un pañuelo a modo de turbante. Según él, la mujer tenía menos de treinta años, pero aparentaba pasar de los cincuenta. En ese momento se hallaba dando de mamar a su pequeña. Tenían tres hijas más, pero no estaban con ellos: habían ido a visitar a la abuela a otro asentamiento.
Mi compañero llegó a entenderse con ellos en
inglés, y el hombre le entregó una caja de detergente llena de hierba seca y
apretada a cambio de un par de cervezas que habíamos comprado para el camino.
Eso sucedió el domingo anterior; ahora Pascasio y yo recorríamos a pie cinco kilómetros que separaban nuestra vivienda de la Taberna de Secunda. Cuando llegamos, nos encontramos sentados a una mesa en la sala a nuestro jefe, Michael, y tres o cuatro sudafricanos empleados de la refinería, que se habían bebido ya media docena de cervezas cada uno mientras escuchaban a un grupo musical que interpretaba en ese momento la canción The Boxer, de Simon and Gardfunkel. Y cuando, tras varios minutos de conversación sobre temas generales y nuestros futuros proyectos en España, les contamos nuestra anterior experiencia en el poblado bantú, vimos cómo se les cambiaba el rostro, enrojeciendo por la ira, y todos se abalanzaron contra nosotros, insultándonos, y nos zarandearon y nos echaron a la calle como a perros, pues, según ellos, los que ayudan a los perros deben irse a vivir con ellos.
Eso sucedió el domingo anterior; ahora Pascasio y yo recorríamos a pie cinco kilómetros que separaban nuestra vivienda de la Taberna de Secunda. Cuando llegamos, nos encontramos sentados a una mesa en la sala a nuestro jefe, Michael, y tres o cuatro sudafricanos empleados de la refinería, que se habían bebido ya media docena de cervezas cada uno mientras escuchaban a un grupo musical que interpretaba en ese momento la canción The Boxer, de Simon and Gardfunkel. Y cuando, tras varios minutos de conversación sobre temas generales y nuestros futuros proyectos en España, les contamos nuestra anterior experiencia en el poblado bantú, vimos cómo se les cambiaba el rostro, enrojeciendo por la ira, y todos se abalanzaron contra nosotros, insultándonos, y nos zarandearon y nos echaron a la calle como a perros, pues, según ellos, los que ayudan a los perros deben irse a vivir con ellos.
Y ya que estaban animados la emprendieron a
patadas y puñetazos con un negro que estaba tranquilamente sentado en un banco ubicado enfrente de la taberna.
Al día siguiente, Michael, un escocés al que la empresa Texas Petroleum Company había puesto de Jefe de Obra, nos llamó a su oficina y nos advirtió de que estaba prohibido toda clase de confraternización con los nativos, y que de seguir así, hablando con ellos y ofreciéndoles alcohol, acabaríamos en la cárcel.
Una pregunta me asaltaba cada uno de los días que viví en aquel lugar: Si las relaciones íntimas entre blancos y negros estaban prohibidas, ¿por qué existían tantos mulatos en Sudáfrica?
Así vivían entonces, y ansiaban la independencia y la llegada de la Democracia, que los haría libres.
Ahora ya no manda el hombre blanco. ¿Por qué se matan entre ellos? ¿Viven mejor que antes? ¿Tienen más derechos?
La imagen de arriba lo dice todo.
Al día siguiente, Michael, un escocés al que la empresa Texas Petroleum Company había puesto de Jefe de Obra, nos llamó a su oficina y nos advirtió de que estaba prohibido toda clase de confraternización con los nativos, y que de seguir así, hablando con ellos y ofreciéndoles alcohol, acabaríamos en la cárcel.
Una pregunta me asaltaba cada uno de los días que viví en aquel lugar: Si las relaciones íntimas entre blancos y negros estaban prohibidas, ¿por qué existían tantos mulatos en Sudáfrica?
Así vivían entonces, y ansiaban la independencia y la llegada de la Democracia, que los haría libres.
Ahora ya no manda el hombre blanco. ¿Por qué se matan entre ellos? ¿Viven mejor que antes? ¿Tienen más derechos?
La imagen de arriba lo dice todo.
Juan, buena historia, la leí con interés.
ResponderEliminarSiempre el poder se posesiona de su fuerza, donde quiera que vayamos, sea publico o privado.
Una abrazo Juan
Muy buen artículo Juan.
ResponderEliminarEs tan difícil saber qué se merece y qué quiere de verdad un pueblo.
Yo no llego a entender al mío, y no sé por qué siempre quedan atrás los buenos o mejorcitos....(parece ser que en la hora de decidir no hay memoria del pasado ni atrae el futuro...)
Y así nos va...
Un abrazo de domingo amigo
Interesante, muy interesante. La memoria se pierde para algunas cosas, lamentablemente, "allí, allá y acuya".
ResponderEliminarEsperemos que algún día todo cambie y los humanos seamos de verdad más humanos.
Abrazos amigo.
El dinero lo pudre todo.
ResponderEliminarAhora hasta los negros disparan contra los negros.
Nunca disparan contra los dueños del dinero.
El dinero compra gobiernos, jueces, policías y lo que haga falta.
Saludos.
Interesante tu paso por ese país. Una pena lo que pasa allí y en demasiados países del mundo. Y no sé de qué te sorprendes, el poder lo da el dinero y con él se compra todo. Un abrazo
ResponderEliminarJuna:
ResponderEliminarlas relaciones humanas son tan complejas que nunca podremos entender como lo que tanto sueñan, cuando llega es solo agua corrida y la lucha enferma por el poder se renueva cada mañana.
hasta pronto mario
Querido Juan muy buen articulo, lleno de reflexiones. Yo, llegados a este punto ni tan siquiera creo en el racismo o xenofobia como nos la venden, no se trata de colores religiones ni culturas, sencillamente es dinero, poder y envidia.
ResponderEliminarUn placer leerte.
Un beso.
Eso creo yo también, Mercedes: el señor don dinero lo puede todo. Lamentablemente. Un beso
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