jueves, septiembre 15, 2005

El abuelo va a la boda

EL ABUELO VA A LA BODA (Dos versiones,:1 tal como se habla en la sierra de Cádiz y 2, en Castellano oficial.

En la explanada que hay ante la estación de Atocha, junto al semáforo situado en la calle Delicias, un hombre mayor se dirige a un joven que espera, como él, que el disco se ponga en verde. El viejo va y le pregunta:
– Hola, amigo, ¿me podría decí uzté aonde cae la plaza Ecpaña? Ec que vengo de Algá, de la provincia de Cai, zoy andalú, ¿zabe ucté?, y creo que ma perdío. He venío pa una boda: ze caza mi hija, la shica, y tengo quencontrala ante, ¿no cree ucté?
El joven le miró de arriba abajo. Encontró a un anciano bajito, risueño; la cara quemada por el sol y una barba canosa de tres o cuatro días. Portaba una boina negra protegiéndole la cabeza, un pantalón gris a rayas finas, negras, conjuntado con una camisa blanca bajo un chaleco negro. El viejo dejó la maleta de madera en el suelo, sacó un pañuelo y se secó el sudor, mientras miraba hacia la ancha avenida que llevaba hasta el centro de Madrid. Entonces el joven le preguntó:
– ¿Va usted a pie o va a coger el transporte público?
– ¿Y ezo que tié que vé con mi pregunta?
– Hombre, sí. Si va usted a pie le indico un camino más corto, todo derecho; si va acoger el bus, le indico donde tiene que cogerlo y el número de línea.
– Ah, ya… Dígame ucté el camino má directo pa ir yo andando, que mi méico ma concejao que ande musho, por latenzión, ¿sabe ucté?
– ¿Y no se perderá usted, abuelo?
– ¡Nooooo…! ¡Qué va! Yo ya a vivío aquí. Cuando era mozo. Entonce to ecto era má shico; no había tanto coshe. Yo trabahaba en el cine.
– ¿En el cine?
– Zí, de acomodaó, allá por Cuatro Camino. Vivía a entro del local, en una habitación al lao de la máquina. Por la tarde bahaba pa acompañá a lo zeñore cliente hacta zu butaca. Como era zezión continua y la gente podía entrá a cualquié hora, llevaba yo mi alinterna pa enfocá al número del aziento. Yo tenía un zueldo muy bajo, pero contaba con la propina de la gente.
El joven miró su reloj, impaciente, y le dijo:
– Bueno, si quiere usted ir andando siga usted todo recto…
– Zi, ya, ya… ¿No lectaré molectando, verdad? Perdone usted, es que ma dao alegría de podé hablar con un mushasho y demostrale que yo conozco ecta capitá. Mire, zí, me daban musha propina, y zi había alguien que no me la daba, lectropeaba la pilicula.
– Sí, y… ¿Cómo?
– Mire ucté: una vez vino un matrimonio catalán, de ezo que no gaztan ni zaliva pa hablá. Lo llevé hacta zu butaca, y me dieron… ¡un céntimo! Mazcushao ucté? ¡Un céntimo! Cuando lo normá era un duro. Po, mira hijo, ya ere como de la familia, porezo tablo azí: La pilicula era de zucpenze: musho muerto y musha policía. Cuando má emocionante ectaba el rollo, me puze atrá del matrimonio catalán, me incliné un poquillo y le dije en la oreja al tío tacaño eze: Eze tío que sale con la barba é el azezino. Ahora va y la mata. ¡No vea tú cómo ze puzo el tío! Empezó a dá voce y a maldecí y vinieron miz compañero a zacarlo afuera.
– Vaya, qué bien. Bueno, abuelo, que me tengo que ir, que tengo una cita y llego tarde. Ya sabe: todo recto, y si tiene dudas, pregunte un poco más lejos.
– ¿Una cita? Ezo tá mu bien, hijo. A la muhere no hay que hacela ecperá, que luego ze lo cobran. Una vez…
– ¡No, no, es con el dentista! Me voy, que llego tarde. ¡Adiós!
El abuelo agarró su maleta y cruzó la calle, murmurando en voz baja:
–Ya guelve la priza. ¡Nunca macoctumbraré a viví en la capitá!


EL ABUELO VA A LA BODA

En la explanada que hay ante la estación de Atocha, junto al semáforo situado en la calle Delicias, un hombre mayor se dirige a un joven que espera, como él, que el disco se ponga en verde. El viejo va y le pregunta:
– Hola, amigo, ¿me podría decir usted dónde está la plaza de España? Es que vengo de Algar, de la provincia de Cádiz, soy andaluz, ¿sabe usted?, y creo que me he perdido. He venido a una boda: se casa mi hija, la pequeña, y tengo que encontrarla antes, ¿no cree usted?
El joven le miró de arriba abajo. Encontró a un anciano bajito, risueño; la cara quemada por el sol y una barba canosa de tres o cuatro días. Portaba una boina negra protegiéndole la cabeza, un pantalón gris a rayas finas, negras, conjuntado con una camisa blanca bajo un chaleco negro. El viejo dejó la maleta de madera en el suelo, sacó un pañuelo y se secó el sudor, mientras miraba hacia la ancha avenida que llevaba hasta el centro de Madrid. Entonces el joven le preguntó:
– ¿Va usted a pie o va a coger el transporte público?
– ¿Y eso que tiene que ver con mi pregunta?
– Hombre, sí. Si va usted a pie le indico un camino más corto, todo derecho; si va a coger el bus, le indico donde tiene que cogerlo y el número de línea.
– Ah, ya… Dígame usted el camino más directo para ir yo andando, que mi médico me ha aconsejado que ande mucho, por la tensión, ¿sabe usted?
– ¿Y no se perderá usted, abuelo?
– ¡Nooooo…! ¡Qué va! Yo ya he vivido aquí. Cuando era mozo. Entonces todo esto era más pequeño y no había tantos coches. Yo trabajaba en el cine.
– ¿En el cine?
– Sí, de acomodador, allá por Cuatro Caminos. Vivía dentro del local, en una habitación situada al lado de la máquina. Por la tarde bajaba para acompañar a los señores clientes hasta su butaca. Como era sesión continua y la gente podía entrar a cualquier hora, llevaba yo mi linterna para enfocar el número del asiento. Yo tenía un sueldo muy bajo, pero contaba con las propinas de la gente.
El joven miró su reloj, impaciente, y le dijo:
– Bueno, si quiere usted ir andando siga usted todo recto…
– Si, ya, ya… ¿No le estaré molestando, verdad? Perdone usted, es que me ha dado alegría de poder hablar con un muchacho y demostrarle que yo conozco esta capital. Mire, sí, me daban muchas propinas, y si había alguien que no me la daba, le estropeaba la película.
– Sí, y… ¿Cómo?
– Mire usted: una vez vino un matrimonio catalán, de esos que no gastan ni saliva para hablar. Lo llevé hasta su butaca, y me dieron… ¡un céntimo! ¿Me ha escuchado usted? ¡Un céntimo! Cuando lo normal era un duro. Pues, mira hijo, ya eres como de la familia, por eso te hablo así: la película era de suspense: mucho muerto y mucha policía. Cuando más emocionante estaba el rollo, me puse detrás del matrimonio catalán, me incliné un poquito y le dije en la oreja al tío tacaño ese: ese tío que sale con la barba es el asesino. Ahora va y la mata. ¡No veas tú cómo se puso el tío! Empezó a dar voces y a maldecir y vinieron mis compañeros a sacarlo afuera.
– Vaya, qué bien. Bueno, abuelo, que me tengo que ir, que tengo una cita y llego tarde. Ya sabe: todo recto, y si tiene dudas, pregunte un poco más lejos.
– ¿Una cita? Eso está muy bien, hijo. A las mujeres no hay que hacerlas esperar, que luego se lo cobran. Una vez…
– ¡No, no, es con el dentista! Me voy, que llego tarde. ¡Adiós!
El abuelo agarró su maleta y cruzó la calle, murmurando en voz baja:
–Ya vuelven las prisas. ¡Nunca me acostumbraré a vivir en la capital!

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