El puente del Jueves
Santo, cogí mi coche y me fui a acampar, solo, a un lugar que conocía desde mi
juventud. Bajo unos frondosos árboles, en la orilla del río Majaceite, monté mi
tienda de campaña y saqué mis artes de pesca, disponiéndome a pasar allí unos
días de tranquilidad, lejos del bullicio de la ciudad.
Recorrí, dando un paseo, aquel maravilloso
lugar y no pude evitar al recordar las horas felices que pasé a tu lado allí, vida mía, el sentir una gran emoción y
como un nudo en la garganta: cada árbol, cada roca, cada recodo del río me
recordaban algo de ti. No pude evitar sentir una tristeza inmensa, ni que se me
escapara alguna que otra lágrima al observar que, al igual que nuestro amor, el
paraje estaba muerto, abandonado...
Sabiendo que lo nuestro
no tiene remedio, y que esto que te escribo, conociéndote como te conozco,
quizás no quieras ni leerlo, te cuento de todos modos lo que vi, por si
quisieras leerlo, que sepas que, aunque deseo estar solo, aunque intento
olvidar lo que no puedo, y que por eso viajo y de ti me alejo, a todos los
sitios que voy me recuerdan tanto a ti, que por muy recomendado que sea el
lugar, aunque sea el más tranquilo o el más bello, sin estar tú a mi lado, yo
lo encuentro muerto...
Sí, hoy he vuelto a aquel
sitio y lo que vi, así te lo escribo:
He
vuelto a aquel lugar,
a la
orillita del río,
donde
estuvimos los dos
un mes
dándonos cariño.
Me
instalé bajo aquel árbol
donde
estuvimos unidos.
Pero
ya no tenía hojas,
ni
acariciaba su sombra.
Seco
iba el lecho del río...
Y
agonizando en el tronco,
dos
corazones unidos,
grabados
hace ya tiempo
con tu
nombre y con el mío.
¿Por
qué se ha secado el árbol
y ya
no lleva agua el río?
¿Dónde
estás, amor, ahora?
¿A
quién le das tu cariño?
Allí
donde hubo fresca hierba,
hoy
sólo crecen espinos
Y
solos, sobre aquel tronco,
dos
corazones unidos...
Qué
triste vida, Dios mío,
cuando
nuestro amor se ha ido.
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