CRÓNICA DE UN DÍA DE HUELGA
Maite era una muchacha alta, delgada, pelirroja, pecosa y muy simpática. Tenía largos cabellos, que a veces se recogía en una cola larga y trenzada. Sus ojos eran grandes y de color castaño; sus dientes, largos y muy blancos.
Maite era la única hija de una “familia bien”: tenían un hermoso chalet en la urbanización de Valdelagrana, cerca de la playa, y era, además, una recomendada en la fábrica en la que yo trabajaba. Debieron de aceptarla por algún extraño compromiso, un secreto favor, aunque luego nadie sabía dónde ponerla, pues, como secretaria ya sobraban plazas. Finalmente la emplearon de telefonista para atender las llamadas y redirigirlas, rauda, a quien debiera escucharlas. Su trabajo era tan escaso, que la joven se aburría; cuando entraba alguien en la oficina se alegraba mucho, se le notaba por sus gestos,por su sonrisa y su charla… Colmaba de atenciones al visitante mientras que, con una voz susurrante, muy femenina, tan agradable que encantaba, el motivo de la visita le preguntaba. Y ese mismo comportamiento tenía si el visitante era un obrero vestido con mono azul de trabajo, sucio y con grasa, o un caballero luciendo traje y corbata.
Un día de abril, por la mañana, debido a la firma de un convenio que se enquistaba, hacíamos todos huelga en las puertas de la fábrica. Bueno… todos no, que faltaban los de siempre: el gerente, el director, el contable, las secretarias, los encargados… Esas personas nunca dan la cara en los conflictos, aunque luego, cuando se ganan, les guste también poner la mano y recoger las ganancias… Pero eso lo teníamos asumido: entre los administrativos y el personal obrero existía una valla invisible.
Fue entonces que llegó Maite montada en su ciclomotor y se dispuso a entrar a trabajar. Sus compañeras de oficina la animaban a entrar asomadas a las ventanas, pero una jauría de coléricos hombres le cortaron el paso y exigían de mí que yo la arengara diciendo: “Ella no debe de entrar, pues si no estamos todos aquí, se rompe la baraja…”
Como yo era el delegado sindical de aquella fiera manada me fui derecho hacia ella, hacia aquella asustada y temblorosa muchacha. Maite, al verme, se alegró: ¡Creía que yo iba a protegerla! Lejos de eso allí, delante de cuarenta hombres, llegué a ponerla morada:
— ¿Qué pasa, Maite?, ¿tú no haces huelga…? ¡Claro, a ti no te hace falta! Tus padres tienen mucho dinero y no sé ni por qué trabajas: le quitas el puesto a otra persona, quizás más necesitada. ¿Qué le has hecho a tus jefes para que estés tan bien mirada y no puedas, ni siquiera hoy, estar lejos de ellos, aquí dándoles la espalda?
Mientras todas esas barbaridades decía, la gente escuchaba contenta: tenían su carnada… Y agradecidos de que fuese otro y no ellos el que diera la cara me decían, dándome palmaditas en la espalda: “Oye, delegado… ¡Pero qué bien hablas!”
Yo, cabreado, al ver cómo Maite lloraba y sintiéndome manipulado, les grité a los que bloqueaban la entrada:
—¡Dejadla entrar; de todas formas no será ella la que ponga en marcha las máquinas!
La gente se apartó de la puerta para dejar pasar a la chica, no sin dejar de criticarla con groseras palabras.
Cuatro días más tarde se firmó el convenio. El director me dio la mano y accedió a subirnos el sueldo y pagarnos unos atrasos. Todos mis compañeros, incluso los administrativos, me felicitaron: “Eres el mejor delegado”, me decían una y otra vez.
Pero en aquel empeño había ofendido a Maite… y perdí una amiga, la mejor compañera que había en la fábrica… ¡Cuánto me dolía eso!
Un día fui a pedirle perdón por mis palabras, y ella me aseguró que ya las tenía olvidadas, que no sufriera; no pasaba nada. Ella reconocía que yo tenía mucha carga de responsabilidad aquel día, en fin, que lo olvidara… Emocionado, le di las gracias. Nadie se enteró de que aquel día fui solo a la oficina para pedirle excusas y rogarle que me perdonara, yo tenía miedo de que los demás me criticaran.
Unos días más tarde le llevé una carta y le dije:
—No me importa que la enseñes, que la coloques en el tablón de anuncios o que la quemes…Haz lo que quieras con ella.
Después de leerla me dijo:
—A nadie le importa esto. Lo que haré será guardarla en recuerdo tuyo.
La carta consistía en un poema que llevaba por título su propio nombre:MAITE
Maite:
Una mañana de Mayo
en las puertas de la fábrica,
bajo una gran tensión,
te dije unas palabras
que te hirieron en el alma.
Desde entonces estás triste
y al verme vuelves la cara.
Yo echo de menos
la simpatía que mostrabas.
No fue mi intención primera,
chiquilla de mi alma,
al verte allí parada
decirte esas palabras.
Sólo quería pedirte
que estuvieras, con nosotros,
dando la cara
en las puertas de la fábrica.
Ahora he comprendido
que sólo eres una niña,
una frágil muchacha,
a la que ofendí
con mis palabras.
Quisiera, querida niña,
que me perdonaras.
Sigue viviendo la vida
con alegría... que no pasó nada.
Y cuando me veas,
no bajes la mirada,
que yo te aprecio mucho,
compañera y amiga,
Maite de mi alma.
Sé que, cuando pasen los años
y dejes de ser muchacha,
comprenderás que, a veces,
la huelga es necesaria.
Mientras tanto, perdóname
compañera, mi amiga…
Olvida aquellas palabras
que te hicieron mi enemiga.
Y eso, me duele en el alma.
FIN
Maite era una muchacha alta, delgada, pelirroja, pecosa y muy simpática. Tenía largos cabellos, que a veces se recogía en una cola larga y trenzada. Sus ojos eran grandes y de color castaño; sus dientes, largos y muy blancos.
Maite era la única hija de una “familia bien”: tenían un hermoso chalet en la urbanización de Valdelagrana, cerca de la playa, y era, además, una recomendada en la fábrica en la que yo trabajaba. Debieron de aceptarla por algún extraño compromiso, un secreto favor, aunque luego nadie sabía dónde ponerla, pues, como secretaria ya sobraban plazas. Finalmente la emplearon de telefonista para atender las llamadas y redirigirlas, rauda, a quien debiera escucharlas. Su trabajo era tan escaso, que la joven se aburría; cuando entraba alguien en la oficina se alegraba mucho, se le notaba por sus gestos,por su sonrisa y su charla… Colmaba de atenciones al visitante mientras que, con una voz susurrante, muy femenina, tan agradable que encantaba, el motivo de la visita le preguntaba. Y ese mismo comportamiento tenía si el visitante era un obrero vestido con mono azul de trabajo, sucio y con grasa, o un caballero luciendo traje y corbata.
Un día de abril, por la mañana, debido a la firma de un convenio que se enquistaba, hacíamos todos huelga en las puertas de la fábrica. Bueno… todos no, que faltaban los de siempre: el gerente, el director, el contable, las secretarias, los encargados… Esas personas nunca dan la cara en los conflictos, aunque luego, cuando se ganan, les guste también poner la mano y recoger las ganancias… Pero eso lo teníamos asumido: entre los administrativos y el personal obrero existía una valla invisible.
Fue entonces que llegó Maite montada en su ciclomotor y se dispuso a entrar a trabajar. Sus compañeras de oficina la animaban a entrar asomadas a las ventanas, pero una jauría de coléricos hombres le cortaron el paso y exigían de mí que yo la arengara diciendo: “Ella no debe de entrar, pues si no estamos todos aquí, se rompe la baraja…”
Como yo era el delegado sindical de aquella fiera manada me fui derecho hacia ella, hacia aquella asustada y temblorosa muchacha. Maite, al verme, se alegró: ¡Creía que yo iba a protegerla! Lejos de eso allí, delante de cuarenta hombres, llegué a ponerla morada:
— ¿Qué pasa, Maite?, ¿tú no haces huelga…? ¡Claro, a ti no te hace falta! Tus padres tienen mucho dinero y no sé ni por qué trabajas: le quitas el puesto a otra persona, quizás más necesitada. ¿Qué le has hecho a tus jefes para que estés tan bien mirada y no puedas, ni siquiera hoy, estar lejos de ellos, aquí dándoles la espalda?
Mientras todas esas barbaridades decía, la gente escuchaba contenta: tenían su carnada… Y agradecidos de que fuese otro y no ellos el que diera la cara me decían, dándome palmaditas en la espalda: “Oye, delegado… ¡Pero qué bien hablas!”
Yo, cabreado, al ver cómo Maite lloraba y sintiéndome manipulado, les grité a los que bloqueaban la entrada:
—¡Dejadla entrar; de todas formas no será ella la que ponga en marcha las máquinas!
La gente se apartó de la puerta para dejar pasar a la chica, no sin dejar de criticarla con groseras palabras.
Cuatro días más tarde se firmó el convenio. El director me dio la mano y accedió a subirnos el sueldo y pagarnos unos atrasos. Todos mis compañeros, incluso los administrativos, me felicitaron: “Eres el mejor delegado”, me decían una y otra vez.
Pero en aquel empeño había ofendido a Maite… y perdí una amiga, la mejor compañera que había en la fábrica… ¡Cuánto me dolía eso!
Un día fui a pedirle perdón por mis palabras, y ella me aseguró que ya las tenía olvidadas, que no sufriera; no pasaba nada. Ella reconocía que yo tenía mucha carga de responsabilidad aquel día, en fin, que lo olvidara… Emocionado, le di las gracias. Nadie se enteró de que aquel día fui solo a la oficina para pedirle excusas y rogarle que me perdonara, yo tenía miedo de que los demás me criticaran.
Unos días más tarde le llevé una carta y le dije:
—No me importa que la enseñes, que la coloques en el tablón de anuncios o que la quemes…Haz lo que quieras con ella.
Después de leerla me dijo:
—A nadie le importa esto. Lo que haré será guardarla en recuerdo tuyo.
La carta consistía en un poema que llevaba por título su propio nombre:MAITE
Maite:
Una mañana de Mayo
en las puertas de la fábrica,
bajo una gran tensión,
te dije unas palabras
que te hirieron en el alma.
Desde entonces estás triste
y al verme vuelves la cara.
Yo echo de menos
la simpatía que mostrabas.
No fue mi intención primera,
chiquilla de mi alma,
al verte allí parada
decirte esas palabras.
Sólo quería pedirte
que estuvieras, con nosotros,
dando la cara
en las puertas de la fábrica.
Ahora he comprendido
que sólo eres una niña,
una frágil muchacha,
a la que ofendí
con mis palabras.
Quisiera, querida niña,
que me perdonaras.
Sigue viviendo la vida
con alegría... que no pasó nada.
Y cuando me veas,
no bajes la mirada,
que yo te aprecio mucho,
compañera y amiga,
Maite de mi alma.
Sé que, cuando pasen los años
y dejes de ser muchacha,
comprenderás que, a veces,
la huelga es necesaria.
Mientras tanto, perdóname
compañera, mi amiga…
Olvida aquellas palabras
que te hicieron mi enemiga.
Y eso, me duele en el alma.
FIN
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