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domingo, octubre 09, 2005

Viaje al Santuario de La Virgen de la Cabeza























El día 10 de octubre del año 2004, a las siete de la mañana, salimos de casa hacia Andújar (Jaén), en donde está situado el Santuario. Carmen protestaba porque quería dormir un poco más y decía que era muy temprano; pero yo sabía que había más de cuatrocientos kilómetros, es decir: ocho horas de viaje - ida y vuelta-como mínimo, por lo que debíamos de madrugar si queríamos disfrutar de algunas horas libres para visitar los lugares. 

Paramos a desayunar y para ir al servicio en un hostal nuevo, situado pocos kilómetros antes de llegar a Écija. Allí compramos la lotería de Navidad, un décimo por 23 Euros. 
Serían las diez cuando pasamos por Córdoba, y le dije a Carmen que aún faltaba una hora de viaje para llegar al cerro del Cabezo, a 32 kilómetros al norte de Andujar, el lugar exacto donde está la Virgen de la Cabeza.
Llegamos a la ciudad y entramos por la entrada norte, al lado de Carrefour. Unos metros más adelante está el cruce donde un letrero indica: Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza. Los primeros diez kilómetros fueron penosos, porque la carretera estaba en obras y se encontraba con el asfalto levantado y llena de hoyos. Luego, el camino era agradable y el paisaje precioso, con sus espesos bosques de pinos y monte bajo; el aire era limpio y sano, con un agradable olor a pinos, eucaliptos y romero, según los lugares que íbamos pasando.
Cuando llegamos nos llevamos una sorpresa: no éramos los únicos que habían acudido a ver a la Virgen ese día. No encontrábamos aparcamiento y, después de dar una vuelta por toda la aldea, tuvimos que dejar el Ibiza en un sitio bastante apartado, cosa que no me agradaba lo más mínimo.
La subida por la cuesta del rosario hasta el Santuario estaba repleta de peregrinos, que subían con esfuerzo la empinada pendiente del camino, como Carmen, que casi se me muere: Me volví para grabarla en video y me la encontré parada y con los ojos grandes abiertos y la lengua afuera. Me asusté de verdad y le reñí por no avisarme de que subíamos muy deprisa para ella, que sufre de poca resistencia cardiaca. Una vez fue al hospital de Puerto Real para que le hicieran unas pruebas y la montaron en una cinta andadora con tal mala suerte que casi se les queda allí muerta. Entonces le recomendaron de no hacer esfuerzos, de andar despacio, sobretodo en las subidas de puentes o calles empinadas. Finalmente, llegamos a la plaza del Santuario. Desde allí se divisa un paisaje muy bonito en un radio de cincuenta kilómetros, pues estábamos a más de seiscientos metros de altura, y el cerro en el que nos encontramos es el más alto de todos los que hay en la zona. 

Estábamos en el corazón de Sierra Morena. Si pudiéramos trazar un círculo con una cinta métrica a nuestro alrededor, estaríamos a unos cien kilómetros de Córdoba, a cien de Puertollano, a cien de Jaén, y todo el centro del círculo ocupado por la Sierra Morena.
La plaza del Santuario estaba llena de gente esperando que acabase la misa para poder entrar en la iglesia, pues dentro de ésta no cabía ni un alfiler más. Nosotros entramos por la pequeña puerta lateral que conduce a la primera planta hasta el camerino de la Virgen.

 Subimos en fila india, apretados entre la gente que venía con ramos de flores para ofrecérsela a la Señora. Dentro del camerino apenas podíamos movernos, pues estaba lleno y sólo pudimos avanzar lentamente, pero sin pararnos, por una fila que pasaba por delante de la venerada imagen y salía por otra puerta. Yo no pude apenas grabar nada. Una mujer sentada en una silla cantaba canciones y poemas y también rezaba en voz alta. Vi a Carmen llorando y le pregunté qué le pasaba, y me contestó que se había emocionado al escuchar a la mujer que cantaba. No sé si sería esta la razón, pues el motivo de la visita al santo lugar era por que Carmen me había dicho que sintió un escalofrío al ver por televisión un reportaje de la Romería al Santuario de la Cabeza. Me dijo que había sentido algo raro y que se le erizó todo el vello. Me pidió que la llevase en cuanto tuviera ocasión y así lo he hecho. A mí también me ocurrió algo curioso hace ya muchos años:

En el año 1985, trabajaba yo en una parada de la central térmica de Puente Nuevo, cerca de Espiel (Córdoba), pero iba todos los días a dormir a Córdoba, en una casa particular en la que alquilaban camas. Éramos tres trabajadores de El Puerto que habíamos decidido irnos a la capital a pasar las noches, porque en el hostal en el que parábamos antes, situado un poco antes de llegar a la central térmica, en el cruce de Villaharta, no se podía dormir debido a que estaba abierto las veinticuatro horas, y no cesaban de llegar camiones y autocares durante la noche, y se oían los gritos y el jaleo de la gente que no respetaban el sueño de los residentes del hostal.
Por la tarde, cuando llegábamos a Córdoba, nos duchábamos y nos íbamos a tapear por la ciudad. Así cenábamos, pues los precios que veíamos en los restaurantes no eran aptos para trabajadores. Pedíamos unas rondas de cerveza y unas tapas, o alguna ración o plato combinado, y luego nos volvíamos a la casa a dormir, pues había que levantarse a las seis de la mañana para llegar a tiempo después de recorrer los cincuenta kilómetros que nos separaban de la central, por una carretera estrecha y llena de curvas que subía por la sierra y pasaba por delante del centro de instrucción militar de Ovejo y Cerro Muriano hasta llegar a Espiel.

 Un día, cansado de cenar tapas y volver casi borracho, le dije a la dueña de la casa que si me podía sacar un plato de la misma comida que tenían para ella y su familia, pagándole lo que fuera menester, pues yo era un trabajador y no podía permitirme cenar en bares todos los días. Ella aceptó, y desde aquel día nos hizo la cena a mis compañeros y a mí. No sabía cuánto debía de cobrarnos, pues ella decía que lo que había hecho era echar un poco más de comida en la olla familiar; pero nosotros, que le estábamos muy agradecidos, convinimos en pagarle algo menos de lo que nos hubiera costado cenar en un bar y así ganábamos todos.
Llegado el final de la obra, fui a pagarle a la señora y a despedirme de ella. Me preguntó entonces adónde iba a trabajar cuando me fuera de Córdoba, y yo le respondí que no lo sabía, que tenía que buscar trabajo y que me iría donde fuera necesario, tal como había hecho hasta entonces y tal como había llegado hasta su casa. Le dije que el trabajo en mi pueblo estaba muy mal y que el que encontraba siempre estaba lejos de mi casa, donde permanecían mi esposa y cuatro hijos pequeños que apenas me veían. Entonces la señora me preguntó mi nombre completo y mi edad, y me dijo que esperase un momento que iba a consultar a su madre. Su madre vivía dentro de una habitación en la que no entraba nadie más que su hija; la habitación despedía un fuerte olor a velas e incienso cuando la hija abría la puerta, y según pude ver en aquella ocasión, las paredes estaban repletas de velas encendidas a los lados de cuadros e imágenes de santos. En medio de la habitación había un sillón antiguo y grande, y en el se sentaba la madre de mi patrona. Me daba la espalda y no pude verle la cara; frente a ella, había un altar lleno de flores y de velas con la imagen de una virgen. Todo ello lo pude ver como en un flash, en un segundo, el tiempo de abrir y cerrar la puerta enseguida.

Al cabo de cinco o diez minutos,  volvió a salir la mujer y me dijo: “Me ha dicho la Señora que ahora vas a tener trabajo cerca de tu casa durante mucho tiempo. Vete tranquilo.”
Yo no sabía en aquél momento si reírme o qué, pues no creo en curanderas ni santonas; pero por respeto permanecí serio y le pregunté: ¿Le debo a usted algo por la consulta...?
Ella me contestó: “A mí no me debes nada, agradéceselo a la Señora”. Me quedé sin saber qué decir, pues no sabía cómo debía agradecerle su “gestión” a la señora que permanecía invisible en su habitación. La mujer, adivinando mis pensamientos, me dijo: “ No es a mi madre a quien se lo debes: ve a visitar a Nuestra Señora de la Cabeza y agradéceselo a ella”.
Durante el viaje hacia El Puerto, les conté la anécdota a mis compañeros, y estos se echaron a reír. Yo me olvidé del asunto, y encontré trabajo en La Línea durante un mes, luego me quedé sin trabajo.   A los dos días de llegar a mi hogar me llamaron de una empresa situada en El Puerto, a tres kilómetros de distancia, y me ofrecieron trabajo. Sólo habían transcurrido cuarenta días desde que aquella señora cordobesa me dijo "que encontraría un trabajo cerca de mi casa". En éste permanecí hasta el verano de 1991, seis años de trabajo. Desde entonces me pregunto: ¿Tuvo algo que ver la Señora de la Cabeza?
Durante todos esos años quise ir al Santuario para verla, pero al final sólo quedaba en eso, en el deseo. Sólo fue a los quince años de haber encontrado ese trabajo que, aprovechando un viaje a Madrid para ver a mi nieto, me desvié de la ruta al llegar a Andújar y fui con mi esposa a ver a la Virgen. Mi mujer se emocionó mucho y le ofreció un ramo de flores. Luego continuamos el viaje para ver a Iván, nuestro único nieto hasta el momento. Esa es la historia que quería contar.
Esta vez, salimos del camerino de la Virgen y pasamos por el patio interior de la iglesia, un patio lleno de macetas; pero antes besamos a la imagen de Nuestra Señora y al Niño, una pequeñita imagen de piedra que sustituye a la auténtica imagen fundadora del Santuario, que desapareció en la Guerra Civil. Luego salimos fuera y me indignó ver un monumento (un águila de bronce sobre un pedestal de piedra) que recuerda a las victimas del bando de los vencedores de la Guerra Civil, donde llama "ordas salvajes" a los del bando contrario, compuesto por ciudadanos también españoles, que defendían el sistema legal establecido. ¿Cómo es que aún permanece ese cartel fascista después de veinticinco años de Democracia? Grabamos en video una vez más el paisaje y descendimos el monte hasta el coche. El reloj señalaba la una de la tarde. Teníamos hambre y nos paramos a comer en Andújar, en el restaurante El Botijo, un lugar en el que yo había pernoctado un par de veces al volver a casa desde  Valencia, donde residían mis padres. 
Pedimos una sopa de picadillo, calamares a la plancha, que luego fueron a la romana porque se equivocó el camarero, y una tarta de postre y el café. El camarero no cesaba de pedirnos disculpas por su error y nos invitó luego a unos bombones con una copita de licor de turrón (bebida elaborada en una fábrica situada justo enfrente del restaurante). La comida nos costó 37 Euros en total, incluidos 2 Euros de propina.
Al pasar por la circunvalación de Córdoba, me desvié de mi ruta y entré en la ciudad. Quería darle una sorpresa a Carmen: visitar la Mezquita. Pero lo que vimos allí, no se puede contar; no hay palabras para expresar tanta belleza: hay que verla.

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