lunes, septiembre 12, 2005

Homenaje a la Mujer Trabajadora


El día 8 de marzo de 1908, en la fábrica de tejidos Cotton, en Nueva York, ciento veintiocho mujeres que protestaban por la explotación a la que eran sometidas, trabajando en inhumanas condiciones durante interminables jornadas a cambio de un simbólico salario, fueron quemadas vivas dentro de aquella factoría. Así se puso fin a sus reivindicaciones.
Deseaba yo hace tiempo rendir un homenaje, un reconocimiento sincero al valor de aquéllas, que denominadas “Débil Sexo”, demostraron hace tantos años su oposición al “Derecho” legislado por unos hombres que en un país llamado “Libre” eran dictadores de hecho. Explotadores sin escrúpulos hicieron pagar con sus vidas la osadía de enfrentarse a ellos.
Más yo no sabía que decir de nuevo sobre aquellos hechos, que después de tanto tiempo ya todos conocemos, y pasaron los años sin descubrir nada nuevo. Hasta que un día, ¡por fin!, me llegó el momento: una mañana fría de invierno en el hipermercado Pryca, en su aparcamiento:
Ese día, a las nueve de la mañana, de poniente era el viento y tan sólo cinco grados de temperatura marcaban los termómetros en una ciudad tan cálida como es El Puerto. En una gran explanada dedicada a los aparcamientos cuatro mujeres solas, rodeadas de treinta guardias armados, gritaban unas consignas y aguantaban una pancarta.
En homenaje a estas mujeres, representantes de otras que trabajan en las fábricas, almacenes y tiendas, o en sus propias casas, he escrito este artículo en reconocimiento al valor que aquel día demostraron y que muchos hombres, considerados como el “Sexo Fuerte”, no tuvieron.

Todo comenzó en la noche del 13 de diciembre de 1988. Pasaban unos minutos de la una de la madrugada cuando yo me dirigía hacia mi casa caminando por la calle Larga. Hacía mucho frío en la calle a esas horas. Yo estaba muy preocupado por los acontecimientos que se avecinaban al amanecer del nuevo día.
Unas horas antes, en el local de Comisiones Obreras de la calle Luna, nos habíamos reunido la Ejecutiva de mi sindicato conjuntamente con la U. G. T. para preparar la huelga general del día siguiente, que quedaría señalada en la Historia con el nombre de 14 D. Además de los miembros de la Ejecutiva asistieron unos compañeros experimentados en dirigir a los " piquetes informativos". Algunos de entre ellos se pasarían de largo en su cometido y terminarían en los juzgados. Como ocurre siempre. Uno de ellos, que pertenecía a la " Izquierda Sindical " del propio sindicato C.C. O. O, informó del último descubrimiento en el arte de impedir que la puerta de un comercio o de un banco fuese abierta al público. Puesto en pie ante todos nosotros nos dijo:
"Hay que olvidarse de meter silicona en las cerraduras. Si la policía nos coge con un bote de silicona en los bolsillos, vamos derechos a la cárcel. En su lugar haremos.... (No voy a decir el método, para evitar que cualquier irresponsable que lea esta página lo ponga en práctica). De este modo no podrán meter la llave, y tendrán que llamar a un cerrajero para cambiar la cerradura. Y mañana no encontrarán a ninguno que lo haga. Así de simple. Si cada uno se encarga de un par de puertas, no habrá ningún negocio abierto en el centro. De los restantes se encargarán los piquetes."
Por otra parte, se esperaba una fuerte oposición por parte de las fuerzas de seguridad del Estado. El Gobierno de Felipe González aseguraba que garantizaría con todos los medios disponibles la libertad de acudir al trabajo de aquellos que no secundaran la huelga. Y yo ya conocía cómo actuaban los guardias en las manifestaciones, tenía la experiencia de los conflictos recientes de Astilleros Españoles. Sí, estaba preocupado por lo que se nos venía encima.
Días antes habíamos debatido la necesidad de emplear el arma de la Huelga General. Como trabajador me dolía que fuese a un Gobierno de izquierdas al que nos enfrentásemos. Por primera vez en la historia de España un sindicato socialista, defendiendo los intereses de los trabajadores, le plantaba cara a un Gobierno compuesto por compañeros de partido y de sindicato con una huelga general. ¡Tantos años luchando por instalar a los nuestros en el poder y ahora los teníamos enfrente! Algunos votaron por el diálogo; pero otros, los más radicales, decían: " Ya han tenido su oportunidad, nos han engañado desde que llegaron al poder: hay aún más parados que antes, nos han bajado las prestaciones sociales, y han puesto en vigor el "decretazo" de los medicamentos: ya no nos pagan ni la Couldina. Y para colmo vienen ahora con los contratos basura... "
Finalmente se decidió apoyar la huelga con todas sus consecuencias.
Habíamos quedado citados en las cocheras de los autobuses de El Puerto a las seis de la mañana, para impedir por todos los medios que los autobuses saliesen a la calle.
Lo que más me había impresionado aquella noche fue que a las doce en punto se fue la señal del televisor del local del sindicato. Estábamos todos allí reunidos y esperábamos el Telediario para conocer los datos que nos informasen de las probabilidades de éxito de la huelga, pues según las encuestas la participación sería ínfima, menos de la mitad de los trabajadores. Pero cuando vino el apagón de Televisión, sin telediarios ni noticias de ninguna clase, comprendimos que el éxito estaba asegurado: los trabajadores de Televisión Española, el arma manipuladora de la información con que contaba el Gobierno, estaban con nosotros. Más aún: ya habían comenzado ellos su huelga. Enseguida nos pusimos a concretar el cómo, dónde y con quién debíamos vernos al amanecer.
No logré conciliar el sueño aquella noche y a las cinco de la mañana ya estaba tomando café. Me asomé a la ventana para ver qué tiempo hacía: todavía era de noche y bajo los focos del alumbrado público los coches descansaban bajo una capa fina de hielo. Un viento helado de poniente me obligó a cerrar rápidamente la ventana. Me puse el pasamontañas y el chaquetón y me dirigí hacia las cocheras de los autobuses, al otro lado de la vía férrea. No sería el primero en llegar, pues una fogata grande iluminaba las puertas de hierro de la cochera y alrededor de ella se calentaban cinco o seis compañeros del sindicato. El vaho del aliento formaba una neblina alrededor de sus caras; se movían continuamente, golpeando alternativamente con cada uno de sus pies en el suelo y alargando sus manos hacia el fuego para entrar en calor. Me acerqué a la candela y uno de ellos me ofreció una botella de rebujo. Me eché un trago sin pensarlo. Debía de ser una mezcla de coñac y de cream, o de cream y vino, o quizás todo junto. El caso es que el brebaje estaba bueno y sentí rapidamente el calor en el cuerpo. Pregunté cuál era la situación y el Delegado Sindical del Transporte me dijo: " Un autobús ha salido antes de que llegáramos nosotros. Aquí estaba Manolo solo y el chofer le ha dicho que si tiene cojones que se ponga delante, que lo aplasta. Pero ya se han encargado de pararle los pies cerca de la plaza de toros. Los otros, ahí dentro están. Dice un chofer que a él tendrán que matarle para impedirle que salga, que está de contrato y le han dicho que si no sale está en la calle. Ése es el que nos va a dar más problemas, los otros nos han dicho que no van a salir, pero no nos fiamos; como nos vayamos todos, ésos sacan los coches. ¿Tú qué crees?"
— No, estoy pensando en lo que ha dicho ese hombre: " Si no salgo, estoy en la calle". Es contradictorio. Tiene gracia. Parece una adivinanza.
— ¡Coño! Te estoy poniendo al corriente de todo y tú estás pensando en otra cosa. Encima con cachondeo...
— Y qué quieres, ¿que me ponga con cara de mala leche para que se acojonen ésos de ahí dentro? ¡Venga ya, hombre! Piensa de forma positiva: ésos son trabajadores como nosotros, no te olvides, y están agradecidos de que estemos aquí porque así tienen la excusa para secundar la huelga sin que les sancionen.
El otro compañero me volvió a dar la botella y le di otro trago, luego miré el reloj y les pregunté:
— ¿Vamos a quedarnos aquí mucho tiempo? Porque yo creo que si de aquí no van a salir los autobuses, con tal de que se queden un par de hombres para informar de cualquier novedad los demás podíamos ir a ayudar en otro sitio. Al Pryca, por ejemplo.
— El Pryca no abre hasta las diez, son las siete... Vamos a quedarnos aquí tal como acordamos— dijo otro.
Nos quedamos allí al lado del fuego. Pronto comenzaron los chistes y las anécdotas ocurridas en otras situaciones parecidas. Yo seguía pensando en el hipermercado, en los más de doscientos trabajadores con contratos precarios: por horas, por días, por meses, en prácticas ect. Y me preguntaba qué harían ellos cuando llegara la hora de entrar a trabajar.
Una muchacha que era delegada sindical en aquella empresa nos había dicho que la dirección del centro había amenazado con despedir a todas aquellas personas que no acudiesen a sus puestos de trabajo a la hora de siempre. También nos dijo que cuando cerró el Pryca a las diez de la noche varias furgonetas de guardias civiles habían aparcado junto a las puertas de entrada y que iban a permanecer allí las veinticuatro horas del día de huelga.
A las nueve de la mañana, controlada la situación del transporte público, nos fuimos hacia Pryca. A esa hora arreciaba el viento y tan solo cinco grados de temperatura marcaban los termómetros en una ciudad tan cálida como es El Puerto. En una gran explanada dedicada a los aparcamientos cuatro mujeres solas, rodeadas de treinta guardias fuertemente armados, gritaban con fuerza unas consignas y aguantaban una pancarta que invitaba a la huelga.
Me acerqué a ellas con admiración. Tenían las caras y las manos amoratadas del frío; llevaban puesto sus uniformes de empleadas del hipermercado y en el pecho una tarjeta identificativa como delegadas sindicales. Sus falditas eran cortas, como casi siempre en las vendedoras de las grandes superficies y ellas trataban de alargarlas tirando de ellas hacia abajo para cubrirse del viento. Un oficial de la Guardia Civil se acercó y nos dijo que no formásemos grupos de más de tres personas. ¡Nos quedamos de piedra! Recordábamos épocas ya lejanas en las que era frecuente oír esas palabras. El oficial continuaba allí amenazando y algunos de los nuestros, acojonados ante el cariz que tomaba el asunto, aconsejaban que nos separásemos. Entonces una mujer se enfrentó al oficial y le dijo: "¿Pero usted de dónde sale, hombre? ¿De las cavernas? ¿No se ha enterado todavía de que estamos en D-E-M-O-CRA-CIA (lo escribo con mayúsculas porque la mujer le deletreó gritando cada una de las palabras al guardia), y que podemos reunirnos donde queramos, cuando queramos y cuantos queramos?"
El oficial se fue con sus guardias y se quedaron murmurando y mirándonos con una mirada encendida. Yo pensé en aquel momento que como recibiesen la orden de cargar se iban a desquitar con creces en nuestras carnes. Pero allí estaban aquellas mujeres para defendernos...
Llegó la hora de abrir el hipermercado. Sólo el director estaba en la puerta, desafiante. Todo el personal había entrado a trabajar, excepto las cuatro mujeres del Comité que se hallaban con nosotros frente a las puertas de entrada. Ellas, sujetando su pancarta y dando consignas a sus compañeras de trabajo e invitándolas a salir; nosotros, silbando y gritándoles al director y a unos hombres que salieron a acompañarle, seguramente los encargados.
Pero pasaba la hora y no entraba nadie a comprar. Los clientes llegaban y se quedaban mirando el espectáculo: tantos guardias, tantas armas... para tan solo cuatro mujeres y una docena de huelguistas que las acompañaban... Finalmente daban media vuelta y se largaban diciendo: " Ya vendremos otro día. Hoy haremos huelga". O sea, que el dispositivo ordenado por el Gobierno para proteger la libre entrada al hipermercado se había vuelto en su contra y causaba el efecto contrario: los clientes se negaban a efectuar sus compras rodeados de militares armados. A las once de la mañana el hipermercado cerró sus puertas y las mujeres se abrazaban a nosotros locas de alegría. ¡Como si nosotros hubiésemos hecho algo! Sólo de ellas era el mérito del triunfo.

Aquella noche del 14 D, impresionado por el valor que había visto durante la jornada de huelga en aquellas mujeres del Pryca, quise mostrarles mi admiración y escribí el siguiente informe que se puso en el tablón de anuncios del Sindicato y se repartió entre ellas:

EL PIQUETE
Temblorosas, frente a los guardias
Cuatro mujeres esperan,
Portando una pancarta
De invitación a la huelga.
Es el Comité de Empresa
De ese centro comercial
Que, a sus trabajadores
Desea bien informar.
Frente a los guardias,
Están solas...
Ellas, con su pancarta
Y mucho frío;
Ellos, bien abrigados y con pistolas...
El Pryca quiere abrir
Y a su suerte las abandona:
“Para impedir que abramos
sois muy poquita cosa”.
Y comienzan a llegar clientes
Que asombrados observan
Tan gran despliegue de guardias
Ante personas indefensas.
Se paran unos momentos
Y luego dan media vuelta...
"No, hoy no compraremos.
¡Ésta será nuestra huelga! "
Por fin, el director dice
Con cara de tristeza:
"Ante la escasez de clientes
Pryca cierra sus puertas".
Y un grito de triunfo
Se oye en la explanada...
En la lucha, desigual
Se ha ganado la batalla.
Cuatro mujeres solas
Estuvieron frente a los guardias
Temblando de frío y de miedo
Aguantaron su pancarta.
Vuestro es el triunfo, compañeras
Vuestra es la medalla...
Habéis logrado cerrar el Pryca,
Y a pesar de los guardias...
El tener de nuestro lado
A tan valientes compañeras
Es lo que enorgullece a la clase obrera.

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