jueves, septiembre 22, 2005

El Tío Pep

El tío Pep dejó la azada y se enderezó un poco sobre sus piernas abiertas y arqueadas. Se quitó su gorra negra, sacó un pañuelo y se secó el sudor de la frente y de la cara. Era ya viejo, pasaba de los cuarenta y cinco, y a esa edad los labradores de Vergel eran viejos.Se fijó en la cima del monte Segaria, cuyo perfil parecía una mujer recostada sobre la falda, presentando al Este su cara serena, de roca oscura. A un lado, en el camino, la mula aguantaba el calor atada a la carreta, y la perrita dormía a la sombra de un naranjo, a dos pasos del carro. El tío Pep, se aflojó la faja negra que rodeaba su cintura, sujetando unos pantalones blancos de lona, arremangados en la base, a dos palmos sobre sus blancas alpargatas. Se ajustó el pantalón y volvió a ponerse la faja, dándole dos vueltas a la altura de sus riñones.Recordó a su padre cuando él era pequeño y lo traía a la finca sobre el mismo carro.
– La tierra es lo que más vale, hijo. Todo lo que tengas, inviértelo en tierras; cuando lo necesites, ahí estará ella para corresponderte. Lo demás, no vale nada.
Y allí estaba… Mirando aquellos naranjos, que habían sustituido a los algarrobos, quienes sustituyeron a los olivos. ¡La tierra! ¡Su tierra! Aquellos marjales sobre la ladera del Monte Segaria habían costado muchos sacrificios, muchas penalidades, muchos esfuerzos. Sus padres habían levantado con sus manos las paredes de piedra de medio metro de altura; habían traído tierra buena, roja, del llano; habían rellenado los huecos dejados entre las paredes de piedra y la ladera del monte, convirtiendo así, tras muchos años de trabajo el agreste paisaje en una hermosa finca de marjales escalonados que comenzaban en el llano y se elevaban hasta casi cien metros de altura. Por el lado derecho de la parcela subía la acequia de cemento, con sus compuertas en cada nivel, que él había construido con sus propias manos, para traer el agua desde el Pozo del Rincón, perforado más arriba, que abastecía a los campesinos del lugar, pagándose el agua a sesenta pesetas por hora de riego.
Sacó su reloj del bolsillo de la camisa y se dio cuenta de que ya era tarde. Volvió caminando por el lado del caballón que había construido para dirigir el agua cuando regase al día siguiente y al llegar al camino le dio unas palmaditas a la mula, diciendo:
–Ya está bien por hoy. Tenemos que ir a ver al ama.
Se volvió una vez más a mirar su terreno, aquél que había acabado con la salud de su padre, de su madre, y que estaba acabando con la suya propia. ¡La tierra es lo único que vale! A su único hijo, de diecisiete años, se le vino atrás el tractor con el rotovator en marcha, y lo destrozó. Desde entonces su esposa estaba como ausente en un sanatorio de Denia.
Estaba colocando las herramientas en el carro, cuando un hombre pasó por el camino y le saludó:
– ¿Qué tal, tío Pep? ¿Ya ha acabado por hoy?
– Sí, ya… tengo que ver a mi mujer; se me ha hecho tarde.
– Pero, qué más da. La pobre ya no le reconoce siquiera.
– Ella no; pero yo sí sé quién es ella.
– Bueno, adiós…-dijo el hombre sin saber qué contestar.
Y el carro se puso en marcha hacia el pueblo. Salió del camino y se colocó sobre el arcén de la carretera de Pego. El tío Pep, sentado en el fondo y recostado sobre una esquina, dirigía las riendas, mientras que la perrita no cesaba de ladrar a todo el que pasaba a su lado. Miró una vez más hacia la mujer recostada de piedra que se alzaba majestuosa sobe todo el valle, y murmuró:
– Te has portado mal conmigo, mal, muy mal. Has acabado con toda la familia. ¡Maldita seas!

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