domingo, septiembre 18, 2005

En el nombre de Cristo



La comitiva, compuesta de dos coches y una docena de motos, pasó rauda por la carretera, sin que los niños del colegio tuviesen tiempo de ver al Caudillo, y permanecieron allí sobre la cuneta saludando con sus manos y gritando “Viva Franco” hasta que el último vehículo desapareció de la vista en una curva. Las monjas solían llevar a los alumnos a esperar al Jefe del Estado en aquel lugar cada vez que se enteraban de que iba a pasar por allí  para pronunciar uno de sus discursos desde el balcón del Palacio de Oriente.

El colegio del Niño Jesús estaba situado en una colina, en el kilómetro 3 de la carretera que va desde Fuencarral al Pardo. Era un colegio mixto, donde unos treinta niños y otras tantas niñas vivían al cuidado de las monjas. Los niños estaban separados de las niñas durante todo el día: clases separadas, dormitorios separados y patios de recreo separados. Entre ellos se encontraba Miguel. Allí trabajaba su madre, en la lavandería. El chico, que estaba estudiando el bachillerato en Málaga, acudía allí durante las vacaciones del verano y en las de Navidad para estar junto a su madre, y ayudaba en las tareas del colegio para ganarse los gastos de la manutención: cortaba leña para la cocina, se encargaba de encender las calderas para el agua caliente y la calefacción, regaba y cuidaba de los jardines, etc. Los chicos y las chicas solamente se podían ver  cada mañana en la capilla del colegio durante la misa y en el rosario por la tarde. También comían juntos en el comedor.
Había una chica, Mari Carmen López, una andaluza, natural de Alhama de Granada, de la que Miguel estaba muy enamorado. Él procuraba sentarse en la mesa de forma que pudiese verla mientras comía. Cada vez que sus miradas se cruzaban, ella se ruborizaba y a veces le sonreía.
La monja debió de pensar que había algo entre ellos, pues un día la madre superiora llamó al chico para decirle:  “Ya eres mayorcito para sentarte en el comedor con los niños”. Y le ofreció un puesto de trabajo en una granja cercana al colegio.
Tenía Miguel entonces 17 años y se había matriculado en la Universidad Laboral para el curso siguiente, según le había anunciado doña Carmen Pardo, la presidenta de aquella fundación, que a cambio de que su madre y sus hermanas trabajasen para ella como limpiadoras y lavanderas se comprometió a " hacer de él un hombre de provecho.”  Ella ya se había encargado de pagar los cuatro años de beca de su bachillerato en un instituto de Málaga, como alumno interno. Pero luego le dijo que la Universidad sería para el año siguiente, pues necesitaba que él continuase en la granja hasta que ella encontrase otro hombre que quisiera trabajar en ella, pues uno de sus empleados se había marchado a Alemania.
Eran los comienzos de la gran emigración de la mano de obra española para los países ricos de Europa. Doña Carmen le dijo al chico que tenía que trabajar en la granja de su propiedad, que estaba junto al colegio, y que debía de comer y dormir en ella, en una habitación que tenía preparada para él. Pero, eso sí, no podría dejar de asistir a la capilla del colegio, sobretodo los domingos, para oír la misa.
A Mari Carmen la enviaron a su casa con su certificado de estudios, pero unos cuatro meses más tarde murió una señora mayor que trabajaba en la cocina y las monjas le preguntaron a la madre de Miguel  si conocía a alguien de confianza  que tuviera interés en trabajar en el colegio, pues era difícil entonces el encontrar criada por tan poco sueldo como el que ellas podían pagar. Hay que añadir que el colegio se hallaba en medio del campo, a tres kilómetros de la parada del coche de línea que realizaba el trayecto desde Fuencarral hasta la glorieta de Cuatro Caminos. La madre del chico, que le notaba triste por la ausencia de Mari Carmen, le dijo a la superiora que la chica estaba buscando trabajo y que quizás le interesara el puesto. Fueron a su casa y la contrataron. De esta forma, Mari Carmen y Miguel pasaron a ser  empleados del colegio, con los domingos libres.

Miguel y Mari Carmen se citaron un domingo en Cuatro Caminos, en la parada del coche de Fuencarral. Él acudió al encuentro casi una hora antes, muy preocupado, pues era su primera cita con una chica. Cuando ella llegó, se quedaron un momento mirándose, sin saber qué decirse, pues la disciplina de las monjas había hecho de ellos personas tímidas, reprimidas, incapaces de iniciar una conversación con alguien del sexo opuesto: no estaban preparados para aquel momento. Miguel le propuso de ir al cine, y  se puso muy colorado al pedírselo, el corazón le latía con fuerza y las palabras le salían atropelladamente. Temía que le dijera que no, pues, en ese caso, no sabría adónde llevarla para divertirse y estar a solas. Quizá al Retiro a pasear, o a alguna sala de fiestas; pero recordó que no sabía bailar ni nunca había entrado en una sala de fiestas. Ella aceptó ir al cine. Miguel recordaba el título de una película que le habían recomendado unos amigos y que él había visto el día anterior en un anuncio de la cartelera: “Una mujer decente”, por Catherine Valente. La proyectaban en el cine Príncipe Pío. Al día siguiente no recordaría nada más, no vieron nada de la película. Estaban juntos y eso era lo que buscaban. Allí, en la penumbra del anfiteatro, los dos hundidos en las butacas, se miraban muy nerviosos. Miguel le cogió la mano, le pasó el brazo por encima de sus hombros y la atrajo hacia él. Ella, nerviosa, se dejaba hacer. La besó en la cara, sus mejillas ardían… Estaban como encendidas; su piel suave, sin perfume de ninguna clase, desprendía, sin embargo, un olor muy agradable, como cuando se besa una criatura de dos o tres añitos. No sabían besarse en la boca, pero lo intentaban. Lo hacían tal como lo veían hacer en las películas, que entonces eran censuradas y las imágenes con largos besos cortadas. Las monjas del colegio, cuando proyectaban películas en el salón de actos, solían poner la mano delante del haz de luz del proyector, para impedir la visión del beso del final de las películas.
Miguel  la besaba en los labios, que ella mantenía entreabiertos con su cabeza recostada sobre él. Poco a poco fueron aprendiendo, pues aquellos torpes besos les iban excitando cada vez más y antes del final de la sesión sus bocas ya habían encontrado la forma de acoplarse, y el saborear la miel de sus caricias fue coser y cantar.
El chico estaba locamente enamorado de ella y pasaba el día y la noche pensando en la forma de volver a verla, lo que le iba a decir y dónde y cómo la besaría la próxima vez. Una de las veces que salieron juntos, en una barca del estanque del Retiro, se prometieron para siempre; trabajarían para ahorrar durante unos años y luego darían la entrada de un piso y se casarían…
Eran dos chiquillos que se portaban como adultos, sin el paso previo por la adolescencia, consecuencias de las enseñanzas religiosas del colegio en las que sólo se contemplaban las relaciones amorosas dentro del matrimonio, y el único fin de éste el tener hijos. “Jamás imaginé que se pudiese amar tanto a una persona. Yo vivía para ella, nada me importaba si no estaba relacionado con ella: mi vida era ella”, decía Miguel años más tarde.
Un día fueron a Galerías Preciados para ver cosas, era su cumpleaños y Miguel quería hacerle un regalo. Deseaba darle una sorpresa, pues ella no le había dicho nada sobre la fecha de su aniversario, sino que fue él casualmente quien se había enterado. De pronto alguien les llamó, se trataba de una compañera de trabajo de ella, que también libraba ese día. Al día siguiente todo el colegio sabía que Mari Carmen y Miguel eran novios. Fue poco antes de la hora de la comida cuando les llamó la superiora y, allí mismo, delante de todos, les dio unas bofetadas y les lanzó toda clase de insultos, a pesar de que ya no formasen parte del alumnado del colegio, sino empleados, y con dieciocho años de edad cada uno.
A Mari Carmen la mandaron a su casa, expulsada. Fue acompañada en el coche del centro por una mujer mayor, soltera, miembro de Acción Católica, que llevaba una carta para los padres de la chica en la que se decía, textualmente:”Había sido sorprendida cometiendo actos pecaminosos, inmorales, en un lugar público, en compañía de un alumno del colegio menor de edad. Por lo que se la enviaba de vuelta a sus padres para que éstos la educasen apropiadamente”. Fue inútil que la muchacha clamara diciendo que “Todo era mentira y que ella no había hecho nada malo: era su tarde libre y tenía el derecho a ir adonde le diese la gana.” Esas palabras fueron la excusa para que la señora que la acompañaba la abofetease allí mismo, delante de su madre.
Un rato antes, cuando había llegado a su casa, su madre se alarmó al verla allí a esa hora, acompañada por el chofer del colegio y la señora Julia –así la llamaban en el colegio.
– ¿Qué es lo que pasa, hija? –preguntó
– Aquí le traigo a su hija, señora. Cuide bien de ella, si no desea usted que se haga una mujer mala -dijo la militante de Acción Católica.
Le dio la carta a la asustada mujer que, al leerla, se echó las manos a la cabeza y luego la emprendió a golpes con la inocente hija, bajo la mirada complacida y sádica de la solterona Julia, quien nada sabía del dolor que sufre una madre al recibir un mensaje como el que ella le había llevado.
El padre de la chica trabajaba de albañil y a esa hora no se encontraba en la casa ¡Sólo Dios sabe qué le hubiera ocurrido a la pobre si en lugar de ser la madre hubiera sido el padre quien leyera el primero aquella calumniosa carta!
En cuanto a Miguel, después de recibir la reprimenda, le dieron una carta a Anselmo, su jefe en la granja, y le ordenaron que le sacase el billete y lo metiese en el tren Expreso de Andalucía. Anselmo no debería volverse hasta que viese salir el tren. Además, le ordenaron dirigirse a la Comisaría de la estación de Atocha y decirles a los inspectores que en aquel tren viajaba un chico menor de edad (La mayoría de edad estaba estipulada en los 21 años), que había sido expulsado del colegio por mala conducta, con el fin de que estuvieran atentos y le vigilasen,”no sea que se escape…”
–explicó la superiora. Luego, volviéndose hacia el chico, le dijo:
– Despídete de la Universidad, desgraciado. ¡Cuántos hubieran querido tener las oportunidades que tú has tenido!
Anselmo era un buen hombre, natural de San Martín de La Vega, y trabajaba en la granja del colegio desde hacía seis años. Le daban un buen sueldo, vivienda, luz, carbón y agua. Tenía a su cargo dos chavales, procedentes del colegio, y cuidaba de cuatro mil gallinas. Anselmo no estaba de acuerdo en la forma que las monjas habían zanjado el asunto, pero él velaba por su puesto de trabajo y obedecía ciegamente en todo lo que se le ordenaba. Así que llevó a Miguel hasta Atocha…
El tren salía a las once y media de la noche, y sólo eran las nueve cuando el chico le rogó a su jefe que lo dejase dos horas libres para ir a solucionar un asunto. Le dio su palabra de honor de que a la hora de salida del tren él estaría dentro, sentado en su asiento, y Anselmo confió en él. Miguel salió de la estación y se montó en el tranvía que subía por Delicias hasta Usera.


Hacía frío aquella noche de diciembre y una neblina húmeda formaba círculos alrededor de las luces de las farolas. El muchacho miró una vez más su reloj: las diez y media. Sólo faltaba una hora para la salida del tren, y Anselmo le esperaba en la estación. “Se juega su puesto de trabajo al confiar en mí”, pensó Miguel, que iba de un lado a otro en la acera para entrar en calor, sin dejar de mirar hacia una ventana situada en la tercera planta de aquel inmueble.
Por fin la ventana se iluminó y una mujer se asomó, mirando hacia un lado y el otro de la calle. Cuando vio al chico se detuvo un momento, y luego, sin decir nada ni hacer algún gesto, cerró la ventana. Entonces Miguel se decidió: atravesó la calle, entró en el portal de la casa y subió los tres pisos que le separaban de ella. Esperó un momento para recuperar el aliento y llamó a la puerta. Se escuchó un chasquido al deslizarse el cerrojo y la puerta se abrió: un hombre alto, fornido se quedó mirándole, sorprendido, sin decir palabra. Al fondo de la habitación y detrás del hombre, Mari Carmen y su madre le miraban en silencio. Tenían los ojos enrojecidos y un poco hinchados, como de haber llorado mucho. La chica de pronto se echó a llorar de nuevo y fue a encerrarse en una habitación.
– ¿Qué desea? –, preguntó bruscamente el hombre, que miraba al chico desconcertado y, viéndole tan nervioso y temblando, le dijo que entrara en su casa.
– Mire usted– dijo Miguel al cabo de unos instantes–, a Mari Carmen la han despedido del colegio, acusándola de estar haciendo cosas indecentes con un alumno. Yo…yo soy ese alumno, y le juro a usted, por mi madre, que todo eso que dicen no es cierto; yo a su hija nada malo le hice, ni en público ni en privado. Nadie nos ha sorprendido haciendo algo incorrecto. Lo que pasa es que nos han visto juntos, mirando unos escaparates en Galerías preciados.
– Bueno, y… ¿Qué coño hacíais allí? –preguntó el padre de la chica.
–Era su cumpleaños y yo quería hacerle un regalo para que tuviese de mí un recuerdo, pues yo la quiero, la quiero mucho, y aún más la respeto. Y no la he tocado, ¡se lo juro! Tan sólo sus manos acaricié. Eso no lo ha visto nadie, pues no lo hice en público, que tampoco sería malo, sino en el cine, en secreto. Fue allí donde le dije una y mil veces que la quiero, y que casarme con ella algún día, cuando yo sea un hombre y tenga mi futuro encarrilado, es lo que más deseo. Ahora… No sabe usted cuánto siento que por mi culpa haya perdido su trabajo; que a ustedes les hayan dado este disgusto tan grande, y que a ella, sin haber hecho nada malo, de tal forma y en público la hayan pegado. Si eso es ser cristiano… ¡Malditos sean, que yo reniego..!
– Bueno, hombre… Por el trabajo no te preocupes. Ella está en casa y no le hace falta trabajar, que para eso estoy yo, y me basto. Tiempo tendrá de hacerlo ella, aún es muy joven. Para eso y todo lo demás… Por la carta, no temas, ya la he olvidado, pues conociéndola como la conozco sé que no pudo hacer nada de lo que pueda avergonzarme.
La madre, que había permanecido todo el tiempo callada, le preguntó:
– ¿Y a ti qué te han hecho, hijo?
– Lo mismo que a Mari Carmen: Salgo para Córdoba esta misma noche, con una carta idéntica a la que ustedes han recibido para mis padres.
– Pero, ¿tus padres no trabajan en el colegio?
– No, ya se fueron hace unos meses. Aguantaron todo aquello porque la Presidenta decía que me iba a pagar la beca de la Universidad, pero al ver que lo que hizo fue ponerme a trabajar en su granja, haciendo el mismo trabajo que un hombre pero sin cobrar el mismo jornal, comprendieron que todo era un camelo y que nos querían explotar. Yo seguía allí sólo por estar junto a Mari Carmen…
– Bueno, chico, que tengas suerte –dijo el hombre, cortando la conversación y estrechando su mano. Pero, aunque Miguel insistió en ello, no le dejó ver a su hija para despedirse
Cuando Miguel salió de aquella casa, antes de volver la esquina, se volvió una última vez para mirar hacia la ventana. Sorprendió a la muchacha que estaba mirándole. “Tenía un pañuelo en su mano y me pareció que lloraba, pues se llevó el pañuelo a su cara mientras que agitaba la otra mano para decirme adiós. Yo me acerqué de nuevo a la casa, pero de pronto apareció su madre y cerró la ventana”, me decía Miguel años más tarde en París, mientras contemplaba la Torre Eiffel iluminada desde la ventana de mi habitación.
Cuando Miguel llegó a la estación de Atocha vio a Anselmo junto a la puerta de la entrada. Le notó muy nervioso, dándole continuas caladas al cigarrillo. Anselmo respiró con alivio al verle y lo llevó rápidamente al asiento que le había reservado. El andén de la vía 2, en la que se situaba el Expreso de Andalucía, estaba lleno de gente. Había algunos que hablaban con los viajeros a través de las ventanillas; otros, que les pasaban las maletas. El humo de la chimenea de la locomotora cubría el alto techo de la estación y el hollín volvía a caer, dejando una finísima capa oscura sobre el pavimento. La máquina de vapor lanzó un silbido, anunciando el comienzo del viaje. Anselmo le dio un abrazo al chico para despedirse mientras que, moviendo la cabeza de un lado a otro, decía:
– No es justo lo que han hecho contigo… ¡Cuánto hay que aguantar en la vida, Dios mío...! ¡Suerte, chico!
El tren comenzó a moverse cuando Anselmo le dijo:
– ¿Cómo te has atrevido? – preguntó, adivinando el lugar adonde el chaval había ido– ¿Te imaginas que su padre te hubiera pegado? Después del disgusto que se habrán llevado al leer la carta y con todo el cabreo que tendrán… vas tú y te presentas solo en su casa… ¡Estás loco, hijo, estás loco de atar!
– Creí que debía de ir a dar la cara y explicarlo todo. No me arrepiento de haberlo hecho.
– Bueno, amigo… Adiós y mucha suerte.
Mientras duró el viaje, Miguel no cesaba de darle vueltas a todo lo que le había sucedido en Madrid, en lo pronto que había pasado de ser el hombre más feliz del mundo a ser el más desgraciado. Estuvo a punto de romper la carta que le habían dado para sus padres, para ahorrarles el disgusto; pero no lo hizo, “¿Qué me importaba a mí lo que pensaran mis padres? Para ellos, lo peor es que yo había perdido el trabajo y ahora tendrían que mantenerme; en cambio yo… yo había perdido a Mari Carmen, y con ella lo había perdido todo, hasta las ganas de vivir” –pensaba Miguel mientras el paisaje y las ciudades desfilaban lentamente ante la ventanilla del tren-. Se acordó del poema del rey moro que perdió Alhama, se lo había leído varias veces en el instituto malagueño, y comprendió el dolor que debió de sentir al perder la ciudad que lo era todo en su vida, donde tenía su trono, su ejército y el harén con sus amadas doncellas; pero, según dicen, él tuvo la culpa de todo. Él, en cambio, perdió a su Mari Carmen, de Alhama de Granada, sin tener ninguna culpa, sin haber faltado a nadie: “La perdí por una infamia, dicha por una monja, superiora ella, que se llama cristiana”. Tenía pues eso en común con Boabdil, el rey moro de Granada: los dos perdieron lo que más amaban en la vida por una Causa llamada cristiana.


Siete años más tarde, Miguel volvió a Usera. Fue cuando la revolución estudiantil del año 1968. Durante todos esos años había trabajado duro en París, sin olvidar la promesa que le hizo en aquella barca del parque del Retiro: ahorrar para comprar un piso y casarse… Por eso volvió, aunque nunca había recibido respuesta a sus numerosas cartas. Conducía un coche nuevo, un Renault Caravelle, un precioso coche deportivo y descapotable. También traía consigo una cartilla de un banco francés con un saldo de varios miles de francos, de los nuevos. Fue a su casa; no había olvidado la dirección: calle Julio Merino, nº 4-3º derecha. Miguel llamó a la puerta muy nervioso, estaba ansioso de verla para llevarla a buscar un piso, el que ella quisiera, para formar su nido de amor, el lugar donde pudiese vivir junto a ella y amarla para siempre… Pero no fue ella quien le abrió la puerta… Fue una mujer anciana y enferma, que había alquilado el piso hacía ya algún tiempo. No supo decirle nada de la chica que buscaba. Preguntó en todas las puertas de aquel bloque de viviendas por si la conocían, por si sabían adónde se había ido a vivir… Todo fue en vano, nadie sabía adónde se habían mudado aquellos andaluces de Granada que vivían en la tercera planta.
Entonces Miguel fue al colegio. Pensaba que tal vez la hubieran readmitido al cabo del tiempo, pues es de cristianos el perdonar, aunque nada había de malo en lo que habían hecho. Le recibió insultante, como una fiera, aquella misma mujer solterona de Acción católica, o del Opus Dei, no se sabía bien lo que era, y le dijo: “Jamás la he vuelto a ver, pues en este centro sólo hay sitio para personas decentes y buenas.” Al oír eso, el chico le dijo, recalcando bien sus palabras para que ella lo entendiera:
– Si eso es así, ¿qué haces tú aquí, hija de perra?
A la señora Julia le entró tal sofoco que casi se muere allí mismo. Acudieron a ayudarla su asistenta y una cocinera. “Yo arranqué mi deportivo y salí de allí como una fiera. Estuve dando vueltas con el coche por Madrid, esperando un milagro, algo en lo que ya no creía, pero que, por si acaso, se cumpliera..., ¡que llegase a verla! Fui al barrio en el que ella me había dicho que sus padres pensaban comprar una vivienda cuando pudieran… Entré en una Peña Flamenca, que tenía un letrero sobre la puerta que decía: Casa de Granada. Nada, todo fue en vano. Aquel mismo día me volví a París, porque sin ella, ¿qué hacía yo en España?”

Acabado su relato Miguel, restregó la colilla del cigarrillo en el cenicero que yo le había puesto sobre el alféizar de la ventana, lejos de mí, pues me molestaba el humo. Luego se acercó, miró las notas que yo había escrito en mi cuaderno y me dijo:
– Espero que, si algún día ve esta historia publicada, sepa que yo sí que volví a cumplir mi palabra. No por ser más hombre que nadie, ni por honor, sino porque durante todos estos años jamás pude olvidarla. ¿Qué habrá sido de ella, de mi Carmen, la de Alhama? Aún ahora, después de tanto tiempo, cuando recuerdo con nostalgia el pasado, pienso: ¿Qué hubiera sido de mi vida si entonces yo la hubiese encontrado? ¡Que seas feliz, Mari Carmen, donde sea que estés! Y mirando hacia mí, con los ojos brillantes por la emoción, me dijo:
– ¿Has escrito eso?

– ¡Venga Ya! Vámonos a dar una vuelta por ahí – respondí–. Te estás poniendo ya muy pesado con tu historia. ¿Estás seguro de que a alguien le puede interesar publicarla? Es difícil, muy difícil… Vamos al Olimpia, hoy actúa una artista española; te gustará.
– ¿Quién es?
–Ya lo verás, es una sorpresa.

FIN



Registrado en el Registro de la propiedad Intelectual CA—1632

9 comentarios:

  1. Anónimo4:03 p. m.

    yo no soy esa Mari Carmen, pero si viví en el colegio y recuerdo perfectamente cuando las monjas nos llevavan a la carretera para saludar a Franco. he descubierto este relato por casualidad y me ha hecho retroceder a mi infancaia. muchas gracias.

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  2. Hola, anónimo, gracias por tu visita. Me asombra encontrar en este blog a alguien que estuvo en el mismo colegio, y me alegro mucho de ello.
    Tengo unos amigos cerca de El Escorial que estuvieron conmigo en ese centro y estamos en contacto por teléfono. A veces voy a Madrid y me paso a saludarlos. Me gustaría que me escribieras y nos presentásemos.
    este es mi correo:
    juanpangarcia@yahoo.es
    Un cordial saludo.

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  3. Conmovedora historia de amor, bajo el nombre de Dios hay verdaderos demonios escondidos.
    Uno de ellos reflejado en tu relato.
    Un beso Juan

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  4. Anónimo11:39 a. m.

    Una historia mas que demuestra las injusticias que se han hecho y se hacen en el nombre de Dios.Y eso que es uno de los primeros mandamientos "No tomarás el nombre de Dios en vano". Te felicito por publicarlo, ojala todos hicieran lo mismo con sus experiencias,conocidas o vividas. Saludos.
    Mercedes.

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  5. ¡Gracias por tu vista, Oreadas!
    Bajo el nombre de Cristo se esconden verdaderos demonios, que viven al amparo de su sombra haciendo de las suyas. Un beso,guapa

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  6. ¡Hola, Mercedes! No había visto tu comentario. Me alegro mucho de que hayas leído esta historia, real como la vida misma. En el relato soy Miguel.Un beso

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  7. Me gustó mucho este relato, que llanea y planea como tu pluma. Un abrazo.

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  8. ¡Muchísimas gracias por tu lectura, Eva María, qué grata sorpresa!Me alegro de que te gustase. Un abrazo

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  9. silvia bernal román3:17 p. m.

    Bonito y triste relato, Juan. Es una pena que se mancille el nombre de Dios cometiendo esas barbaridades. Salvando las distancias, es algo parecido a lo que hacen hoy algunos musulmanes en el nombre de Alá.
    Enhorabuena por todos estos años junto a tu Carmen, besos para los dos, disfrutad el día.

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