El bar se está llenando de gente. Todos me miran con gesto adusto, y con desprecio. Cuando entran clientes en el bar observo sus figuras y sus modales, luego paso de ellos.
Tengo ante mí la botella de brandy casi vacía. Sí, una botella. No me había conformado con las grandes copas medio llenas de hielo que me traía el camarero y le agarré el envase.
– Me la quedo–, le dije, y el hombre asintió con un alzamiento de hombros.
El caso es que me encuentro un poquito cargado y con las ideas un poco alborotadas. Resulta que hacía dos años que chateaba en internet con una mujer italiana. Y acabó volviéndome loco. No fue hasta los dos meses de nuestra relación que me envió su retrato: estaba buenísima. Me enamoré locamente de ella, pues, a la inteligencia y sabiduría demostrada en sus e-mails hube de añadirle todas las maravillas de su cuerpo.¡Por fin le ponía rostro a su nombre!
Le envié unas fotos de mi casa de soltero en la plaza del pueblo, una casa con un gran patio trasero, piscina y barbacoa. Me hice un buen retrato en casa del Baldomero, el fotógrafo del pueblo, y se lo envié rogándole que si le gustaba lo que veía, me dijera: ¡Te quiero! Porque yo ya andaba loco, ella me había quitado el sentido, y hasta el sueño.
Ella me dijo que sí, que me amaba y que venía deprisa a mi encuentro; yo, a esperarla me fui al aeropuerto.
Y fue entonces, en el momento que la vi bajar del aeroplano, que me sentí más helado que un muerto.
Al principio no le di importancia al brillo especial de su ojo derecho, creí que era por la emoción del momento; pero luego me di cuenta de que no, ¡que no era eso!: su ojo era de vidrio, vidrio del bueno, eso sí; pero que ni veía cosa alguna ni tenía movimiento: estaba ciego
Observé su caminar, ondulante y reposado, mientras ella me miraba y sonreía enseñando sus dientes de acero. Llegó hasta mí cruzando la barrera de entrada al aeropuerto, y me abrazó, me dio un achuchón que casi me parte el esternon o me lo cuela para adentro. Se apegó su cuerpo contra el mío e hizo con su pelvis un raro movimiento. Luego me miró, extrañada de no notar cambio alguno, ningún endurecimiento. "¿Qué quieres? -pensé yo- ¿No ves lo contrariado que me encuentro?"
Me percaté de que no tenía pierna, que la que llevaba era un artilugio adaptado a su cuerpo, que al bailar ella se me clavaba en los huevos.
Parecía verdadera carne la de aquel miembro, pero era de Latex… ¡Qué invento!
Y así estamos, aquí me encuentro, pues yo le había dado a ella mi palabra de honor de cumplir con el casamiento. Y no puedo dejar de cumplirla porque soy hombre, me visto por los pies y por todito eso. Por eso bebo.
Son las diez de la mañana y a las doce me espera el cura para el velatorio –perdón-, para el casamiento.¡Ay, qué difícil es ser hombre!