
Un día de marzo, paseaba por el campo y me
encontré un pajarillo que no podía volar; lo cogí con sumo cuidado entre mis
manos y lo observé: era un avecilla blanca. El animal temblaba de miedo y
miraba hacia todos lados, buscando una salida. Besé despacito el plumaje de su
cabecita y lo miré directamente a los ojos.
Sentía su pequeño cuerpo temblar a través de mis manos y me lo llevé a mi casa.
Lo puse junto a Currito, un pajarito muy bonito que tenía enjaulado. La llamé
Clarita, por su plumaje.
Durante unos días el ave estuvo triste y
apenas comía. Llamé a un amigo que criaba pájaros, y éste me enseñó a darle de comer con una jeringuilla
y con un palillo. Al cabo de unas semanas comenzó a aletear y cantar cuanto
sabía; revoloteaba cuando me veía, ¡ yo creí que me quería!
Le
tomé mucho cariño al avecilla. Encontrándome solo, le contaba todas mis cosas,
como si ella me entendiera; pero el animalito no hacía otra cosa que piar o
cantar y no nos entendíamos, a pesar de mis cuidados y de que yo hacía todo por
su bienestar.
Pasaron unas
semanas y cada vez la notaba más triste. Miraba siempre hacia la ventana,
agitándose cuando otras aves se posaban en el alféizar.
Un
día la cogí entre mis manos, le di un beso en la cabecita y la solté. El pájaro
no sabía qué hacer al principio, dudaba sobre qué dirección tomar; se volvía
hacia la ventana y se posaba en el alféizar, piando y mirándome desconcertado.
Yo me quedé quieto, esperando a que se decidiera. Entonces echó a volar y se
perdió entre los árboles.
Me dio mucha pena perderla,
ella me hacía compañía y me alegraba el corazón; pero sabía que ella no era
feliz en mi casa y la dejé vivir en libertad. No se puede retener a un ser
contra su voluntad, ni se le puede obligar a amar; eso debe salir del corazón.
El
saber que es feliz entre los suyos alegrará mi alma, que sin ella quedó sola,
abandonada a los recuerdos.