foto de Internet
Acababa de cumplir los
seis años y observaba lo que sucedía con los ojos asombrados de la infancia: era la primera vez que salía de mi pueblo, la primera vez que
viajaba en coche, la primera vez que caminaba por una gran ciudad de calles y
aceras amplias, adornadas con naranjos.
Había mucha actividad: mujeres que entraban o salían de las tiendas, hombres tomando café y coñac en las tabernas, limpiabotas sentados en la puerta de las cafeterías, hombres en bicicleta, motos con sidecar, camiones cargados de muebles o materiales de construcción, turismos, coches de caballos...
Por primera vez mis retinas capturaban imágenes de talleres mecánicos, escaparates de ropa con maniquíes, guardias de tráfico, semáforos... Y fue la primera vez que me monté en un tren. Sucedió el 10 de febrero de 1950.
El gran reloj de la estación de trenes de
Cádiz señalaba las diez de la mañana cuando el jefe de estación levantó su
banderita y la máquina del tren Correo de Andalucía dio un fuerte silbido,
al tiempo que lanzaba un chorro de vapor por la válvula que empujaba el pistón
engarzado en la biela que movía
las ruedas. El tren se puso lentamente en marcha hacia Madrid, dejando atrás una columna de humo
negro y olor a carbonilla. Asomado a las
ventanillas con mis tres hermanas — la mayor tenía trece años—, miré hacia
atrás y vi a mi madre en el andén diciéndonos adiós con la mano. Entonces
comencé a llorar.
las primeras experiencias de viaje son impactantes y se te quedan profundamente grabadas para toda la vida.
ResponderEliminarJuan es como siempre un gusto saludarte
Mario
Muchas gracias, amigo Mario. Como ves entro poco ahora en el blog, todos leen en facebok y aquí no entran. Pero esto de los viajes si que me gusta ponerlos para conservarlos siempre, pues en face se pierden con el tiempo. Un fuerte abrazo, amigo.
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