En el colegio había un perro mastín que cuidaba el pabellón de los niños. Se llamaba Tomi.
Cada vez que alguien se acercaba a la puerta de entrada Tomi enseñaba los dientes, gruñía y ladraba. Cuando pasaban cerca de él daba saltos con tal ímpetu, que parecía que acabaría rompiendo la cadena que lo mantenía sujeto a una argolla clavada en el muro. Lo tenían atado porque solía subirse a la tapia del colegio y saltaba al otro lado para pelearse con los perros grandes de los pastores. Ya los había vencido a todos y había dejado alguno en mal estado.
Y el visitante que llegaba al pabellón, fuese cura o monja, niño o niña, auxiliares o empleados entraba pegando su espalda contra la pared contraria, encogido y aterrado, hasta pasar al otro lado. Mi compañero Joaquín y el señor Gaspar, el encargado de mantenimiento, eran los únicos que se atrevían a acariciarlo. El chico, que solo tenía nueve años, se acercaba sin temor, lo acariciaba y jugaba con él. A veces le hacía rabiar, tirándole de las orejas y el rabo. ¡Y el perro no le hacía nada!
Poco a poco Joaquín fue presentándonos a todos a Tomi. Nos cogía de la mano y se acercaba al perro diciéndole: — Tomi, te traigo otro amigo. El animal nos olfateaba primero y luego se dejaba acariciar. Los domingos, si hacía buen tiempo, las monjas nos llevaban de paseo al campo y nos adentrábamos por una zona donde había toros bravos, rebaños de ovejas, perdices y conejos; pero también animales salvajes: zorras, lobos, jabalíes y serpientes. Joaquín se llevaba a Tomi con nosotros y él nos cuidaba.
Un día se fueron las monjas por discrepancias con la presidenta de la Fundación, y llegaron otras con diferentes hábitos. Y con diferentes corazones.
Como Tomi no las conocía se ponía a ladrar saltando y tirando de la cadena. Una semana tardó la superiora en ordenar a Gaspar que le pegase un tiro.
En su memoria, pero cambiando la i por una y para diferenciarlos, le puse su nombre a mi mascota actual: Tomy
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