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miércoles, mayo 23, 2018

LA COCINA



La cocina me miraba, altiva ella,  cada vez que yo entraba a comer algo, beber agua o  coger una cerveza de la nevera.
Sentía en mi espalda su mirada escrutadora, analizándome y valorando mi persona. Y la pared de enfrente me miraba muy seria de arriba a bajo, como mira la nobleza a la gente de a pie, molesta porque yo osara pisar sus inmaculadas baldosas. Ostentaba sin recato su juventud y belleza, sonriendo despectivamente al verme caminar curvado bajo el peso de los  años y desencuentros.
Creía ella que era eterna y se mofaba de mi deteriorado aspecto. Sólo se mostraba agradable cuando  alguna visita  la miraba con buenos ojos y le decía cosas bonitas. Después, al quedarnos solos, recuperaba su rostro serio y soberbio.
La pobre ignoraba  que existe el Karma.

Un día sentí un ruido y fui a ver qué sucedía: la encontré con cara descompuesta, aterrorizada y suplicando ayuda: un panel de azulejos  se había desprendido, descubriendo los forúnculos y quistes que invadían sus entrañas. 
La miré de abajo arriba, guardando silencio. No quise hacer leña del árbol caído, bastante tenía ella con su castigo.
No permitiría que nadie la viese en tal estado; yo mismo me ocuparía de ella.

Recuperé del trastero mis herramientas de bricolaje y compré un saco de cemento cola. Luego me puse mis guantes y la  ropa de trabajo y, sin mostrar ningún rencor, comencé a restañar sus heridas.

Poco a poco fue recuperando su esplendor, y al finalizar me sonreía; pero yo sé que no me quiere, es solo agradecimiento lo que en sus paredes brilla. Cerré la puerta y la dejé con sus fantasmas.









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