Es frecuente oír la expresión «Yo estoy de vuelta de todo», que entiendo significa que a uno le sobra experiencia en cualquier ámbito.
Yo no es que me crea muy listo, al contrario: tengo tal ensalada de recuerdos en mi mente que éstos se mezclan sin previo aviso y como consecuencia me doy de ostias por todos lados. Un ejemplo de que «ya estoy de vuelta» es que yo he sido Presidente de una mesa electoral. Entonces yo trabajaba en una fábrica, y aunque me venían bien las 7000 pesetas de dieta y el día de descanso siguiente al de la elecciones, no me hizo mucha gracia perder mi descanso dominical.
Recuerdo que al recibir la carta oficial con el nombramiento me llené de orgullo; luego maldeciría a quién me puso en la lista. ¿No había otro entre los 2000 ciudadanos del distrito electoral nº1 de la Zona Norte que reuniese los requisitos? «La mesa electoral será formada por el presidente y dos vocales. Deben ser menores de 65 años y que sepan leer y escribir. El presidente debe tener título de Bachiller o el segundo grado de Formación Profesional, o subsidiariamente, el de Graduado Escolar. Su presencia será obligatoria y recibirán una remuneración».
Aún recuerdo la experiencia: el día anterior al sufragio, todos los elegidos para ocupar cargos en las múltiples mesas electorales de El Puerto de Santa María hubimos de acudir a la sala de la Junta Electoral , sita en el Juzgado, para asistir a una reunión informativa sobre los procedimientos a seguir, en la que se nos dijo que durante la jornada electoral siguiente seríamos la máxima autoridad en la sala de votaciones. Suena muy bonito, ¿verdad? Bueno, pues verán que no siempre lo es.
Al grano: Al día siguiente, tras constituirse la mesa, comenzaron a llegar los representantes de los partidos políticos que asistían en calidad de controladores, interventores llaman eufemísticamente a esa gente que están todo el día incordiando sobre si se debe hacer eso o aquello de ésta o ésa manera.
Al principio todo marchaba sobre ruedas, pero al cabo de cinco horas comenzó a afluir la gente y yo sólo pensaba en la comida. A los supervisores, sus partidos respectivos políticos les traían bocadillos y bebidas, pero a mí nadie me traía nada y, acostumbrado como estaba a comer un bocadillo a las diez de la mañana y la comida a las dos, el estómago me chirriaba como la rueda de una carreta cargada de grava. No podíamos dejar la mesa sola, al menos dos personas debían permanecer al frente.
No fue hasta las cuatro de la tarde, aprovechando que no votaba casi nadie a esas horas, que dejé a los vocales a cargo de la mesa y en manos de los controladores durante media hora y me fui a casa a comer.
El problema vino al final de la jornada, una vez cerrada la urna. Resulta que ni yo, ni ninguno de los dos vocales que me acompañaban, teníamos experiencia en el recuento de votos, ni mucho menos en rellenar todos los documentos que debían de acompañar la urna hasta la sala de la Junta Electoral del Juzgado.
En las mesas de al lado había algunos que repetían como presidente o vocal en precedentes elecciones y con picardía habían ido rellenando todos los documentos durante la jornada, a falta solamente de poner la cifra del número de votos válidos, los nulos y los blancos en cada uno de los más de veinte folios, cuyas copias debíamos entregar a cada uno de los interventores presentes. Por consiguiente, una vez contabilizados las mil y pico de papeletas y anotado las abstenciones, pusieron las cifras en los documentos y apenas media hora después de cerrar las urnas ya estaban en mi sala junto a mi mesa, sorprendidos por mi retraso y el guirigay que se había formado.
Los interventores, que ya tenían los resultados de las otras mesas, exigían sus hojas par poder marcharse y criticaban en voz alta nuestra incompetencia. Los periodistas locales también llegaron a preguntar por los resultados y la sala estaba llena y todos hablando o criticando hasta que se me inflaron las pelotas y ordené que guardasen silencio o desalojaba la sala y cerraba la puerta. Entonces comenzaron a protestar y entró un policía. Se dirigió a mí y me dijo que la puerta no se cerraba, que el recuento era público. Yo llamé por teléfono a la Junta Electoral y expuse mi problema. Les dije que con tanto jaleo y los incordios a los componentes de la mesa no nos aclarábamos y podíamos tardar toda la noche. Me dijo el Juez que se pusiera la policía al teléfono y así lo hice. Segundos después, el agente de policía, fulminándome con la mirada, cerró la puerta de la sala. Los asistentes guardaron silencio, y entonces, con la ayuda de algunos interventores de distintos partidos, que rellenaron los documentos que debíamos entregarles luego firmados, pudimos concluir el recuento.
Pero eso no acabó ahí. Yo, como presidente, era el responsable de la urna y de las actas originales, y debía entregarlas en el Juzgado. Le dije al policía que me llevase en el coche hasta el Juzgado, a lo que él me dijo:
—¿Usted no tiene coche?
—Sí, pero quiero que usted me lleve
—- Es que...
—Es que usted está a mi servicio. Y si no lo cree, espere y llamo a que se lo confirme la Junta
— No. No... Si a mí no me importa; yo le llevo. Como otros se han ido en sus coches...
— Allá ellos si les sucede algo y pierden la urna.
Y esa fue mi triste experiencia como presidente de mesa electoral. En los días siguientes me encontré alguna vez en el bar con los agentes de policía (Solían dejar conectada la emisora a toda voz en la calle para enterarse si los llamaban desde la central y ellos entraban en grupo a tomar café en el Bar El tejar), quienes me miraron despectivamente y ni me saludaron. Yo anduve mucho tiempo temiendo encontrármelos en un control. Luego ya me olvidé de sus caras y supongo que ellos de la mía.
Pero ahora me alegro de estar jubilado y no reunir los requisitos para formar parte de una mesa electoral, sabiendo a lo que tienen que enfrentarse algunos presidentes, como el muy sonado escándalo de Alfaz del Pí:
No hay comentarios:
Publicar un comentario