«Querida Isabel:
Siempre
fui un hombre atolondrado e irresponsable. De soltero, a menudo
viajaba por mi trabajo, salía mucho y no podía dejar de dar rienda
suelta a mi fogosidad; no me retenía de pasar entre piernas
extrañas.
Un
día me dije: Basta, asienta tu cabeza, vuelve al pueblo, cásate con
ella y quédate para siempre, aunque sean menores tus ingresos,
aunque debas privarte de algunos lujos. Y así lo hice.
Y
nuestra vida fue apasionada y amorosa. Los años pasados a tu lado me
acostumbraron a tu amor y a tus caricias, apasionadas al comienzo;
rutinarias, mecánicas, repetidas después de un largo tiempo.
Y
apareció tu amiga, la mejor de entre ellas.
A
mis cuarenta y tantos años yo era viejo, vivía cansado, añorando
los viejos
tiempos de nuestro enamoramiento, los felices primeros años de casados. No quería vivir el tiempo que me quedaba de vida prisionero de la angustia del conformismo, y tener aventuras de amor y de pasión soñaba en mis momentos lúcidos.
Y
tu mejor amiga, en bandeja de plata me lo puso.
Fuimos
dos locos que se entregaron a la pasión sin límites, a disfrutar
del sexo maduro y experto del uno; del nuevo, inexperto y ansioso del
otro: una conjunción extremadamente agradable, adictiva y
apasionada.
Pero
con el tiempo me di cuenta de que faltaba algo en esa loca relación:
el amor…
Sucedió lo mismo que con el coche que teníamos,
¿recuerdas? Aquel viejo seiscientos que tuvimos durante catorce
años, que nunca nos dejó tirados, porque yo conocía cada uno de
sus componentes, cada uno de sus síntomas, y encontraba el remedio a
sus fallos fácilmente: los platinos, las bujías, el carburador, la
dinamo, el árbol de levas, los cilindros y pistones, las válvulas…
Cuando
había algún problema, yo lo desbarataba todo y lo arreglaba con
paciencia y cariño. Y luego vi aquel suntuoso coche alemán que me
deslumbró, me hipnotizó. Y me lancé a por él, privándote de
otras cosas básicas.
Sí,
es verdad que cuando salía con él llamaba la atención y que mi
prestigio alcanzó cotas insospechadas; pero no podía dormir de
noche, tales eran mis problemas: no conocía su motor ni sus teclas;
cualquier problema era insuperable, imposible de solucionar;
cualquier pieza costaba un ojo de la cara. ¡No podía mantenerlo!
Tú
no decías nada, nunca te quejaste mientras estirabas el dinero como
goma para llegar a fin de mes.
Mi
felicidad era sólo aparente, pura fachada; por dentro me deshacía
en reproches y lamentos. Arrepentido del cambio. Es verdad que el
vehículo tenía fuerza, una potencia y un lujo envidiables; pero yo
echaba de menos al seiscientos, a pesar de que ya era viejo: me
llevaba a los mismos sitios, era más sencillo, más familiar, más
comprendido, más mío, más nuestro…
No
sé si me he explicado, pero lo mismo sucedía con tu amiga: cuando
acabábamos el acto sexual, que apenas duraba veinte minutos, nos
volvíamos dos seres extraños, metódicos, nostálgicos. Ella
ansiaba ostentar otras cosas, lujos que yo no podía costear. Nuestra
relación no tenía futuro y lo sabíamos. Una vez conocidos nuestros
recónditos secretos no quedaba otra cosa que el pensar mirando al
techo, saboreando el cigarrillo, añorando
algo. Ella, no lo sé; yo sí.
Ese
algo eras tú, tu sosegada vida de entrega y sufrimiento; tu cariño
ciego, que daba la vida por tenerme contento, sin conseguirlo… Fui
yo quien destruyó nuestro paraíso, y ahora vuelvo a ti y te
escribo. Cuando te llegue esta carta, verás que no te ruego que me
perdones, ni te digo lo mucho que te he querido, ni que cada día que
he vivido lejos de ti he mirado esa foto nuestra que llevo en mi
cartera, donde nos vemos abrazados y enamorados, felices como dos
jóvenes ricos.
Pasaba
cada día bajo tu ventana para sentir tu presencia a través de los
visillos. Sabía que estabas ahí escondida, mirándome con odio,
reprochándome mi machismo maldito. Sé que no hay segundas
oportunidades, que cada acto sufre sus consecuencias, que jamás
volverás a ser la misma que conocí; pero aun así, pasaba para
sentirte cerca, esperando que te mostrases para poder ver en tu cara
las marcas que han dejado mis afrentas y poder así irme tranquilo y
justificar mi decisión: en aquel nogal del río, bajo el cual nos
besábamos desde niños, donde te entregaste a mí por primera vez y
donde nos hicimos esa foto y esas promesas que jamás he cumplido…
Allí cuelga ya la soga que ejecutará, en breve, mi castigo.»
Isabel, con lágrimas en los ojos, rompió la carta en pedazos y exclamó:
¡Pues cuélgate de una vez! Esta vez no me vas a engañar!
Juan
Pan García. Registrado, Todos derechos reservados.
Buenísimo cuento jajaja recibió su castigo....
ResponderEliminarMuchísimas gracias, querida amiga. Isabel supo estar a la altura; otras acceden a dar otra oportunidad y el dolor se repite. Un beso, guapa.
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