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miércoles, noviembre 18, 2020

LA CARTA


 

«Querida Isabel:


Siempre fui un hombre atolondrado e irresponsable. De soltero, a menudo viajaba por mi trabajo, salía mucho y no podía dejar de dar rienda suelta a mi fogosidad; no me retenía de pasar entre piernas extrañas.


Un día me dije: Basta, asienta tu cabeza, vuelve al pueblo, cásate con ella y quédate para siempre, aunque sean menores tus ingresos, aunque debas privarte de algunos lujos. Y así lo hice.


Y nuestra vida fue apasionada y amorosa. Los años pasados a tu lado me acostumbraron a tu amor y a tus caricias, apasionadas al comienzo; rutinarias, mecánicas, repetidas después de un largo tiempo.


Y apareció tu amiga, la mejor de entre ellas.


A mis cuarenta y tantos años yo era viejo, vivía cansado, añorando los viejos

tiempos de nuestro enamoramiento, los felices primeros años de casados. No quería vivir el tiempo que me quedaba de vida prisionero de la angustia del conformismo, y tener aventuras de amor y de pasión soñaba en mis momentos lúcidos.


Y tu mejor amiga, en bandeja de plata me lo puso.


Fuimos dos locos que se entregaron a la pasión sin límites, a disfrutar del sexo maduro y experto del uno; del nuevo, inexperto y ansioso del otro: una conjunción extremadamente agradable, adictiva y apasionada.


Pero con el tiempo me di cuenta de que faltaba algo en esa loca relación: el amor…
Sucedió lo mismo que con el coche que teníamos, ¿recuerdas? Aquel viejo seiscientos que tuvimos durante catorce años, que nunca nos dejó tirados, porque yo conocía cada uno de sus componentes, cada uno de sus síntomas, y encontraba el remedio a sus fallos fácilmente: los platinos, las bujías, el carburador, la dinamo, el árbol de levas, los cilindros y pistones, las válvulas…


Cuando había algún problema, yo lo desbarataba todo y lo arreglaba con paciencia y cariño. Y luego vi aquel suntuoso coche alemán que me deslumbró, me hipnotizó. Y me lancé a por él, privándote de otras cosas básicas.


Sí, es verdad que cuando salía con él llamaba la atención y que mi prestigio alcanzó cotas insospechadas; pero no podía dormir de noche, tales eran mis problemas: no conocía su motor ni sus teclas; cualquier problema era insuperable, imposible de solucionar; cualquier pieza costaba un ojo de la cara. ¡No podía mantenerlo!


Tú no decías nada, nunca te quejaste mientras estirabas el dinero como goma para llegar a fin de mes.


Mi felicidad era sólo aparente, pura fachada; por dentro me deshacía en reproches y lamentos. Arrepentido del cambio. Es verdad que el vehículo tenía fuerza, una potencia y un lujo envidiables; pero yo echaba de menos al seiscientos, a pesar de que ya era viejo: me llevaba a los mismos sitios, era más sencillo, más familiar, más comprendido, más mío, más nuestro…


No sé si me he explicado, pero lo mismo sucedía con tu amiga: cuando acabábamos el acto sexual, que apenas duraba veinte minutos, nos volvíamos dos seres extraños, metódicos, nostálgicos. Ella ansiaba ostentar otras cosas, lujos que yo no podía costear. Nuestra relación no tenía futuro y lo sabíamos. Una vez conocidos nuestros recónditos secretos no quedaba otra cosa que el pensar mirando al techo, saboreando el cigarrillo, añorando

algo. Ella, no lo sé; yo sí.


Ese algo eras tú, tu sosegada vida de entrega y sufrimiento; tu cariño ciego, que daba la vida por tenerme contento, sin conseguirlo… Fui yo quien destruyó nuestro paraíso, y ahora vuelvo a ti y te escribo. Cuando te llegue esta carta, verás que no te ruego que me perdones, ni te digo lo mucho que te he querido, ni que cada día que he vivido lejos de ti he mirado esa foto nuestra que llevo en mi cartera, donde nos vemos abrazados y enamorados, felices como dos jóvenes ricos.


Pasaba cada día bajo tu ventana para sentir tu presencia a través de los visillos. Sabía que estabas ahí escondida, mirándome con odio, reprochándome mi machismo maldito. Sé que no hay segundas oportunidades, que cada acto sufre sus consecuencias, que jamás volverás a ser la misma que conocí; pero aun así, pasaba para sentirte cerca, esperando que te mostrases para poder ver en tu cara las marcas que han dejado mis afrentas y poder así irme tranquilo y justificar mi decisión: en aquel nogal del río, bajo el cual nos besábamos desde niños, donde te entregaste a mí por primera vez y donde nos hicimos esa foto y esas promesas que jamás he cumplido… Allí cuelga ya la soga que ejecutará, en breve, mi castigo.»


Isabel, con lágrimas en los ojos, rompió la carta en pedazos y exclamó:

¡Pues cuélgate de una vez! Esta vez no me vas a engañar!



Juan Pan García. Registrado, Todos derechos reservados.


2 comentarios:

  1. Buenísimo cuento jajaja recibió su castigo....

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  2. Muchísimas gracias, querida amiga. Isabel supo estar a la altura; otras acceden a dar otra oportunidad y el dolor se repite. Un beso, guapa.

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