La vi un día agarrada a su cintura y mirándole a los ojos.
El afortunado amigo la besó en los labios y el abrazo se hizo intenso; luego ambos caminaron hacia el hotel, dejando mi corazón sangrando. Ella, la niña de mis ojos, la que yo amaba tanto aun sabiendo que era inalcanzable para mí, la misma a quien desde hacía años yo miraba como un joven nini mira el Ferrari en el escaparate de un concesionario.
Al día siguiente desayunamos los tres en el hotel. La alegría emanaba de sus ojos y sus risas espontáneas resonaban en el patio. Yo la miraba arrobado, sonriendo estúpidamente, mientras un ejército de hormigas mordía mis entrañas y unas voces extrañas martilleaban mi mente, insistiendo en hacerme comprender que ella era feliz y que yo debía aceptarlo, pues siendo una joven, preciosa, con carrera universitaria y buena posición económica, yo, humilde obrero metalúrgico con trabajo eventual, jamás podría satisfacer sus necesidades.
El desayuno entraba en el precio de la habitación y por tanto no había que pagar nada. Había llegado la hora de las despedidas y nos levantamos. Él me dio un abrazo y ella se acercó para darme un beso. Yo la besé en la mejilla despacio, aspirando el aroma de su piel, y sintiendo como mi alma me abandonaba y se iba con ella para siempre...
—¡Juan, deja ya el ordenador que la comida se enfría, joer, que tengo hambre! —grita mi mujer desde la cocina.
¡Ea, ya se me fue la idea que quería plasmar!, a tomar por culo el relato
—Ya voy, cariño. Cinco minutitos más y acabo.
—Yo empiezo a comer, tú haz lo que quieras.
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