El jamón es un producto reconocido en el mundo entero. Son de diferentes clases y calidades, y cada país tiene sus preferencias.
En París yo no encontré ni un jamón como los de España, salvo los que llevaba mi vecino de habitación “El maño”, que llevaba jamón de Teruel al volver de las vacaciones, sino que eran jamones cocidos y sin hueso, como el jamón de York que veo aquí en algunas tiendas y que cortan a rodajas con máquinas.
Los jamones que que yo prefiero son los ibéricos.
Todas las clases de ibéricos: el de recebo, el de cebo, el de bellota (solo lo comí dos veces: en una cena especial de la empresa y en una boda. Estaban muy ricos, pero son tan caros que no me los puedo permitir), el de campo sin D.O y, en último lugar, el jamón ibérico al 50% de cerdo americano Duroc.
Y luego está el otro, el que más bonitos recuerdos provoca, el que más momentos felices me ha regalado, el que se disfraza con nombres más cultivados: cachas, nalgas, muslos...
Son jamones muy distintos, pero ambos provocan sensaciones agradables. Algunas, inolvidables.
Cuando yo me puedo permitir comprar un jamón ibérico de 7 u 8 kilos, lo llevo a casa esperando que sea bueno y esté bien curado, en su punto: ni muy blando ni muy seco, con la satisfacción de que voy a disfrutar buenos momentos con la familia saboreando el jamón, acompañado con un buen vino, mientras hablamos o escuchamos anécdotas.
Pero cuando se va conduciendo el coche, llevando al lado a la novia, a la compañera de trabajo, a una amiga con derecho a toque, incluso a la esposa de toda la vida, y esta está sentada a gusto y tranquila, con las piernas estiradas o encogidas y el vestido por encima de las rodillas..., es imposible no mirar de reojo y desear tocar, acariciar, incluso besar y morder la piel sedosa y cálida de sus piernas, sus cachas, nalgas o como queráis llamarlas.
Poco a poco, sin apenas darse cuenta, la mano se vuelve autónoma y se desplaza, se desliza sobre el vestido palpando su dureza, su textura (al igual que se hace con los jamones) y entonces el corazón palpita y enloquece... y la mano ya no se conforma con deslizarse por encima sino que explora todo el entorno hasta que un claxon sonando enfurecido y un fuerte chirriar de frenos le devuelve a la realidad: “Estás conduciendo, chaval, no seas impaciente, ya te sobraran ocasiones para saborear esas nalgas.”
Lo que digo en el último párrafo no es inspiración, me sucedió a mí en 1969 cuando llevaba en mi Citröen Dyane 6 a mi novia Carmen a la playa de la Puntilla por la carretera vieja de El Puerto. Iba yo así, con la mirada al frente sin ver nada, pero atento a las sensaciones de mi mano derecha que apretaba suavemente la suave y morena pierna de ella y se desplazaba, curiosa, hacia sus intimidades, cuando un camión que venía enfrente tocó la bocina y frenó de golpe. Carmen dio un grito:
“¡Juannnnnnnnnnnn, que no vamo a matá, joé!”
Desde aquel día ya no lo he vuelto a hacer: ella se había dejado acariciar, ¡ya la tenía en el bolsillo! En cuanto hubiese ocasión, sería mía.
¡Buenos días, amig@s! Lloviznando y a 15º de temperatura
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