COLEGIO DEL PALACIO DE LA SAGRA. CHAPINERÍA (MADRID)
El día de Nochebuena del año en que hice mi primera comunión fue algo especial en el colegio. Por la tarde no hubo clases y asistimos a un partido de fútbol entre el equipo del pueblo y el del colegio. Al terminar el partido se entregó el trofeo por el señor alcalde; después, las niñas completaron la tarde con una demostración de coros y danzas populares: jotas, sevillanas, malagueñas, etc.
La cena fue algo excepcional, un menú especial que culminaba con unos postres buenísimos confeccionados por las monjas del centro.
Después de cenar, la madre superiora me llamó y me dijo que esa noche la Misa del Gallo se iba a celebrar en la capilla del colegio y no en la iglesia del pueblo, como era costumbre, y que mi compañero Anselmo y yo oficiaríamos una vez más de monaguillos en aquella ceremonia cristiana. Nos llevó hasta la sacristía y nos dio las instrucciones de todo lo que debíamos realizar: tocar la campana de la iglesia del pueblo, mantener la bandeja en el sitio apropiado en el besapiés del Niño Jesús y ayudar a las personas mayores que no pudiesen levantarse del reclinatorio al arrodillarse para dar el beso.
Nos pusimos un traje de monaguillo de terciopelo, todo blanco, y preparamos las jarritas del vino y del agua para la misa (qué bueno estaba el vino del cura, una mezcla de moscatel y Cream). Luego nos fuimos a reunirnos con el resto de escolares al salón de actos para esperar la hora de la misa cantando villancicos y acompañando con panderetas y zambombas. Los demás golpeábamos cucharas entre sí, lo que producía en sonido que armonizaba con las panderetas.
A las once y media de la noche, los dos monaguillos salimos del colegio y entramos en la iglesia, situada al otro lado de la plaza. Braulio, el sacristán, nos estaba esperando. Una vez dentro, fuimos hasta la escalera que subía hasta la torre, miramos hacia arriba por el hueco libre y cogimos cada uno una de las sogas que bajaban desde el campanario y comenzamos a tirar con fuerza de ellas. Las cuerdas nos levantaban del suelo a cada vuelta de las campanas. No hacíamos ningún esfuerzo, la inercia del movimiento nos hacía subir y bajar durante los tres minutos que tardaba cada toque: el primero a las once y media; el segundo a las doce menos cuarto y el tercero a las doce en punto. Casi todo el pueblo acudió a la misa del colegio. Como no cabían todos, abrieron las puertas de la capilla, que comunicaba con el salón de actos, y se habilitaron bancos y sillas para los asistentes.
La misa comenzó y continuó su curso en latín hasta el “Ite misa est” final. En ese momento, el cura bajó hasta el reclinatorio central con el Niño Jesús en las manos y el Coro del colegio comenzó a cantar los villancicos.
El alcalde, don Juan, fue el primero que se arrodilló para besar los pies del Niño; luego se levantó, dejó un billete de 25 pesetas en la bandeja dorada que yo mantenía a su derecha y se fue a su asiento. Al instante se formó una fila y todos los asistentes imitaron a su alcalde. Unos ponían un billete de cinco pesetas, otros solamente dos pesetas, una peseta, veinte… Nadie superaba al alcalde. Mi compañero y yo llevábamos la cuenta de quiénes eran los que más habían dado: el boticario, el zapatero, el de los ultramarinos Casa Duque, los maestros del colegio público, los guardias, etc.
Una ancianita dejó un billete en la bandeja y se le cayó otro al suelo: ella no se dio cuenta y cuando se fue me agaché y lo recogí. Me lo guardé en la mano y con disimulo lo metí en el bolsillo de mi sotanita. Miré si alguien me había visto, pero todos estaban pendientes del avance de la fila. Además, donde yo estaba la luz era escasa, sólo estaba iluminado el altar mayor con una docena de cirios. Estaba seguro de que nadie me había visto, pero los ojos del Niño Jesús parecían decirme lo contrario. Me miraba fijamente, con las manos extendidas y una sonrisa en la boca. Me avergoncé de lo que había hecho y saqué el billete del bolsillo y lo puse en la bandeja. Entonces vi con horror que la superiora me estaba observando y me había visto devolver el dinero. Pensé que ya estaba listo, que al día siguiente sería expulsado del centro. Me puse muy nervioso, tanto que la bandeja temblaba en mis manos. Respiré con alivio cuando la fila llegó a su fin y me pude volver de espaldas a todo el mundo. No podía sostener la mirada de la superiora.
La misa terminó y el sacerdote cogió el cáliz y salimos los tres hacia la sacristía. Una vez dentro, fuimos separando los billetes según su valor, y contando las monedas. Acabado el recuento, el cura le dio un duro a mi compañero y otro a mí, y nos quitamos el traje. Luego nos fuimos a nuestros dormitorios. En el reloj del pasillo pasaban algunos minutos de las dos y todos los compañeros estaban ya acostados cuando llegamos.
Al día siguiente, cuando estábamos desayunando en el comedor, llegó la madre superiora y nos pidió un momento de atención. Todos callamos. Ella me ordenó que me levantase y fuese a su lado; yo obedecí, muerto de miedo. Entonces dijo:
"Quiero que miréis a Juan un momento. Anoche sacó de su bolsillo el poco dinero que tenía y se lo entregó al Niño Jesús. Ese dinero se lo había dado su familia para otras cosas, sin duda, y él prefirió donarlo. Nos dio un gran ejemplo de solidaridad. Démosle un aplauso a nuestro compañero"
Y todos aplaudieron.
¡Yo no salía de mi asombro! Me puse muy colorado mientras todos me miraban y aplaudían. Entonces recordé la sonrisa del Niño Santo. Parecía un milagro: ¡Apenas había nacido y ya me había perdonado!
¡Cosas de la Navidad!
FIN
Este cuento ha ganado el concurso del año 2006 de "Cuentos navideños" en la página web de El café de Artistas, seguido de otro de mis cuentos,"Navidad, dulce Navidad", y en el tercer puesto "Un cuento de Navidad". Los tres forman parte del libro "Los cuentos del abuelo", registrado por mí en el Registro de la Propiedad Intelectual de Cádiz el 10 de enero de 2006 con la clave CA 9/o6
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