…
A las once y media de la noche, los dos monaguillos salimos del colegio y
entramos en la iglesia, situada al otro lado de la plaza. Braulio, el
sacristán, nos estaba esperando. Una vez dentro, nos dirigimos a la escalera
que subía hasta la torre, miramos hacia arriba por el hueco libre y cogimos
cada uno una de las sogas que bajaban desde el campanario y comenzamos a tirar
con fuerza de ellas. Las cuerdas nos levantaban del suelo a cada vuelta de las
campanas. No hacíamos ningún esfuerzo, la inercia del movimiento nos hacía
subir y bajar durante los tres minutos que tardaba cada toque: el primero, a
las once y media; el segundo, a las doce menos cuarto y el tercero a las doce
en punto. Casi todo el pueblo acudió a la misa del colegio. Como no cabían todos,
abrieron las puertas de la capilla, que comunicaba con el salón de actos, y se
habilitaron bancos y sillas para los asistentes.
La misa comenzó y continuó su curso en latín hasta el «Ite misa est» final. En ese momento, el cura bajó hasta el reclinatorio central con el Niño Jesús en las manos y el coro del colegio comenzó a cantar los villancicos. El alcalde, don Juan, fue el primero que se arrodilló para besar los pies del Niño; luego se levantó, dejó un billete de veinticinco pesetas en la bandeja dorada que yo mantenía a su derecha y regresó a su asiento. Al instante se formó una fila y todos los asistentes imitaron a su alcalde. Unos ponían un billete de cinco pesetas, otros solamente dos pesetas, una peseta, veinte… Nadie superaba al alcalde. Mi compañero y yo llevábamos la cuenta de quiénes eran los que más habían donado: el boticario, el zapatero, el de los ultramarinos Casa Duque, los maestros del colegio público, los guardias, etc. Una ancianita dejó un billete en la bandeja y se le cayó otro al suelo: ella no se dio cuenta y cuando se fue me agaché y lo recogí. Me lo guardé en la mano y con disimulo lo metí en el bolsillo de mi sotanita. Miré si alguien me había visto, pero todos estaban pendientes del avance de la fila. Además, donde yo estaba la luz era escasa, solo estaba iluminado el altar mayor con una docena de cirios. Estaba seguro de que nadie me había visto, pero los ojos del Niño Jesús parecían decirme lo contrario. Me miraba fijamente con las manos extendidas y una sonrisa en la boca. Me avergoncé de lo que había hecho y saqué el billete del bolsillo y lo puse en la bandeja. Entonces vi con horror que la superiora me estaba observando. ¡Me había visto! Yo pensé: «Ya estás acabado, Juanito. Mañana serás expulsado del colegio».
Me puse muy nervioso, tanto que la bandeja
temblaba en mis manos. Respiré con alivio cuando la fila llegó a su fin y me
pude volver de espaldas a todo el mundo, no podía sostener la mirada de la
madre superiora…
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