El clima no acompañaba, hacía mucho frío y soplaba un viento desagradable que se clavaba como garfios en las orejas y provocaba lagrimas en los ojos. El fugitivo se ajustó el abrigo y avanzó con las manos en los bolsillos y los brazos apretados a los costados. La Luna le observaba desde lo alto, reinando en un cielo despejado. Una fina sábana de escarcha comenzaba a cubrir las calles y los tejados de pizarra.
El anciano enfiló la angosta calle, con la mirada clavada en la puerta posterior del palacio. Avanzaba lentamente, apoyándose con una mano en la pared, exhausto por la dura travesía que había soportado. Declarado en busca y captura, y perseguido con todos los medios a su alcance por una policía alentada por los medios informativos, que publicaban sus fechorías aumentándolas y distorsionándolas, como es costumbre en ellos, y sabiéndose odiado por la ciudadanía, que lo acusaba de todas sus desgracias, el fugitivo había decidido entregarse.
Una pareja de guardias le reconocieron y se abalanzaron sobre él y lo esposaron, reflejando en sus rostros el odio que los embargaba y que sólo la obediencia debida a las leyes les impedía manifestar salvajemente contra el anciano. Cuando llegaron a la puerta del palacio, los guardianes le aferraron por los brazos y le condujeron sin miramientos por un pasillo en dirección a una sala en cuya puerta, con letras doradas, un rótulo decía: Archivos Generales.
«Acomódate donde quieras y escribe todo lo que recuerdes para que lo tengan en cuenta los jueces que deben juzgarte. Los ánimos están exaltados, ya has sido condenado, y todos claman por una rápida ejecución», dijo el jefe del retén, empujándole adentro y cerrando la puerta.
No era el primero, ni seguramente sería el último, que acabaría en aquella sala: en una estantería, conservados en el interior de unos cofres rectangulares forrados en piel y cuidadosamente alineados, en cuyos lados y destacando sus nombres en letras doradas, se hallaban los restos de sus predecesores.
―¡¿Y qué querían que hiciera?! Estaba todo tan mal cuando me encomendaron el trabajo… ―gritó el viejo.
Recordó que una semana antes, mientras cenaba en un hostal de carretera, a cien kilómetros de donde se hallaba, había visto en la televisión al Rey, pronunciando su discurso navideño con voz monótona, repitiendo la retahíla de palabras huecas y ambiguas que el Jefe del Estado había pronunciado en la misma fecha durante los últimos cincuenta y cuatro años, sugiriendo lo que deberían de hacer los trabajadores para que el sistema funcionase bien.
A lo largo de su vida sólo había conocido calamidades de todo tipo: ciudades y bosques devastados por inundaciones e incendios; numerosos atracos de maleantes a bancos y joyerías; decenas de mujeres muriendo a manos de sus parejas… Había sentido en su boca el amargo sabor de los prestamos usureros concedidos por insaciables banqueros; había visto a millones de desocupados suplicando comida en los centros sociales; había observado a miles de viejos rebuscando alimentos caducados en los contenedores de basura de las grandes superficies, y en los vertederos; había visto la desesperación en los rostros de cientos de miles de familias desahuciadas, que vivían con sus hijos bajo los portales, bajo los puentes, en las estaciones del Metro y de los trenes; había presenciado la huida al extranjero de miles de jóvenes estudiosos y titulados universitarios, y otros jóvenes enrolándose en el Ejército y en las compañías de Seguridad porque no encontraban un trabajo donde aplicar sus conocimientos; miles de ancianos muriendo por la pandemia solos en las residencias, o de frío en sus casas porque no podían pagar la calefacción; la impotencia y desesperación de cientos de miles de viajeros atrapados durante días en aeropuertos fuera de servicio por causas inconfesables; miles de camioneros atrapados durante días en las autopistas heladas porque se les negaba la entrada al reino Unido; la desfachatez de los políticos que viven como reyes en otra galaxia, lejos de sus representados, y asegurándose sus sueldos y pensiones mientras recortaban las de los ciudadanos…
De pronto sonó un repique de campana y la gente que había hecho caso omiso a la prohibición de la señora Ayuso de ocupar la Plaza Mayor, saltando las barreras y desbordando la fuerza pública, guardó silencio y permaneció quieta, expectante, con los ojos clavados en el reloj de la plaza, sujetando bolsitas de uvas en las manos y las copas de Cava preparadas para el brindis.
En ese momento, un guardia abrió la puerta de la sala y se echó a un lado para dejar paso a un desconocido, diciendo:
—Este es tu sustituto. Ha querido conocerte antes de partir.
El visitante, un joven fuerte y alto, le miró despectivamente de arriba a bajo y le dijo:
—¡Que te jodan, mal nacido!
Seguidamente, salió de la sala y desapareció por el pasillo.
Entonces entró en la habitación un sacerdote con una Biblia en la mano, seguido de cuatro guardias armados.
—¿Ya, padre? —inquirió el hombre.
—Sí, hijo; ya es la hora.
En el mismo instante en que el anciano era ejecutado en la sala desierta de los archivos, en la puerta del palacio apareció su sustituto alzando una mano para saludar a las cámaras de televisión y a la multitud reunida en la plaza. Luego comenzó a caminar entre ellos.
Y todos lo recibían alegremente alzando sus copas y gritando:
¡Bienvenido, 2021!
¡Qué buen relato! Juan, y qué final tan inesperado y sorprendente. Jamás me imaginé que se trataba del año 2,020 al que estaban condenando y odiando. Y bueno, francamente es para odiarlo....con lo terrible que ha sido para la humanidad este año nefasto. Dios nos ayude y que el año que se está iniciando ahora mismo sea más benigno. Que ojalá pase un milagro para que encuentren la vacuna acertada que acabe con esta pandemia que nos tiene tensos a todos. Te invito a visitar mi blog "Joyas de mi alma", donde siempre serás bienvenido. Un saludo cordial y un bendecido año 2,021.
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