Dice el refrán «Cuando el río suena, agua lleva»
Se quejan los hosteleros de que, debido a las normas del Gobierno, la cosa no pinta bien para sus negocios.
Yo pienso que son ellos los que echan a la clientela para atrás.
Esta mañana he ido a ver un bar que recomendaba aquí una amiga la semana pasada, anunciando una degustación de caracoles para el pasado sábado, a la que no fui intuyendo que habría mucha gente y poco espacio.
Está ubicado en el centro, detrás del castillo, y tiene una terraza acristalada y con seis u siete mesas en la calle .
Caminando por la acera delante de mí iba un matrimonio que ha mirado la terraza y ha seguido para adelante. Igual que yo. Dos mesas de la terraza estaban ocupadas por vasos y platos sucios de desayunos. Un metro más arriba, cuatro ancianos sin mascarillas y en pie en medio de la terraza, discutían sobre pensiones y vacunas. En la puerta de entrada al bar había una joven con los brazos cruzados escuchando la conversación. Imagino que era la dueña o la camarera.
Yo iba tomar café y preguntar sobre la carta del menú por si algún día se nos apetecía a Carmen y a mí comer allí. Pero ni me he detenido. Al salir de la plaza del castillo y continuar por la calle de enfrente he llegado al cruce con la calle Luna, donde el matrimonio que iba delante de mí se ha sentado a una mesa del restaurante El Puerto.
Así se pierden los clientes.
Por la misma razón –gente charlando de pie sin mascarillas dentro de la terraza, y otros fumando–, dejamos de entrar desde el pasado verano mi esposa yo al bar de la barriada en el que solíamos cenar casi todos los sábados. Es verdad que el Gobierno les va a ayudar a recuperar las pérdidas; pero el cliente que se va disgustado de un sitio difícilmente regresa.
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