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jueves, abril 01, 2021

YO TODAVÍA LIGO


Aprovechando que se ha calmado el viento y hace calor, he ido a dar un paseo por el centro. Al pasar frente a Mercadona ha salido una mujer que quitaba el sentío, ¡qué cuerpo por Dios!

Ella salía del super cargada con dos bolsas de alimentos. Al verme alelado mirándola, se ha bajado la mascarilla y me ha sonreído, ¡Dios mío que guapa era!
Se puso a caminar delante de mí y yo la seguí, admirando el balanceo de las curvas y redondeces de su pantalón ajustado, tipo leggings.

Diez metros tardó en dejar las bolsa en el suelo para descansar, ofreciéndome una visión celestial.
Me miró otra vez, dejando caer las pestañas de de una manera sensual, cerrando los ojos y dando un suspiro.

Yo pensé en ayudarla, llevando yo las bolsas, pero me dije.” Si lo hago ya no voy a contemplar más su hermoso trasero al inclinarse para soltar las bolsas, y para una vez que Dios me regala tal divina ofrenda no la voy a despreciar”.

Un minuto después, ella recogió las bolsas y continuó su camino; yo, como fiel guarda espaldas, seguí detrás de ella.
Los pensamientos que circulaban por mi mente no son aptos ni para ustedes, los adultos. Después de descansar cinco veces, dejando las bolsas en el Cielo (perdón, en el suelo. En el Cielo estaba yo), se detuvo en el portal de un edificio antiguo de tres plantas, me miró como por última vez y se dirigió a la escalera.
Eso yo no lo iba a consentir. Me acerqué y le dije:

– Por favor, señora, permítame que le suba yo las bolsas.
– Muy amable, gracias. Es a la tercera planta.

Como buen caballero, le cedí el paso, ¡no faltaba más! Y allá iba ella dos escalones delante de mí, alzando ora la pierna izquierda, ora la derecha, y otra vez ¡alsa, qué bonita!, y yo con la cara rozando sus leggings, hasta llegar a la puerta de su casa.

Yo, con la lengua afuera y respirando más fuerte que un perro después de una hora corriendo tras la pelota en la playa, ya no la veía apenas. Tal era mi agotamiento que mi corazón pedía por favor le dejara salir del pecho un rato para respirar.

Pero ella me invitó a entrar y dejar la compra sobre la mesa de la cocina. Cerró la puerta, se quito la mascarilla, y dirigiéndose al salón me dijo, con una voz que me hizo recordar la frescura y el sonido del agua bajando de la sierra:

–Ahora mismo vuelvo. Póngase usted cómodo.

¡¿Cómodo?! ¿Qué significa, Dios mío?
Y me desnudé. Me quedé de pié en pelotas.

Al ratito se abre la puerta del salón y aparece la diosa con un niño de no más de tres añitos, que se me queda mirando con los ojos como dos platos, y le dice:
—David, ¿tú ves cómo está ese señor de blanco, y escuchimizado, sus carnes flojas y esa cara de tonto tan triste? Pues eso le pasa porque no come y pasa las horas pensando en hacer maldades. Y así te vas a quedar tú si no comes. ¿Te has enterado, cariño?

Y el zagal, haciendo un pucherito, responde:
—Chíiiii, mami
— ¿Tú te vas a comer todo lo que te ponga mamá?
—Chiiii, yo pomé tó
—Ea, pues dile adiós a ese señor, que has sido tan amable me ha traído la compra.

Y el niño me dice adiós con la mano y sale de la mano de su madre de la cocina.

¡Dos minutos tardé yo en vestirme y salir corriendo escaleras abajo!



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