LA QUEDADA EN MÁLAGA
Cuando conducía por la costa en dirección a Málaga, mientras el sol luchaba por salir de entre la bruma violeta que señalaba el horizonte marino como un disco cuyo color pasaba sucesivamente del cobre al naranja, para acabar formando un círculo de fuego que me obligó a ponerme las gafas oscuras circulando a 130 kms hora por la autopista, no pensaba que me esperaba un día tan, tan, tan buenísimo.
No me lo esperaba porque no tenía ganas de ir: como me temía, habían surgido contratiempos; pero por no dar la nota otra vez echándome atrás en un proyecto, faltando con ello al respeto a los compañeros que me esperaban frente al Hotel Larios, hice de tripas corazón, me levanté a las seis y enfilé rumbo a la Costa del Sol.
Llegué el primero a la cita, dos horas antes, y me dediqué a recorrer las calles que había pateado en mi época de calzones cortos, cincuenta años antes, cuando iba a la escuela ubicada junto al Estadio de la Rosaleda, hoy llamado Instituto de Enseñanza Secundaria La Rosaleda.
Estuve sacando fotos. El centro de la ciudad es peatonal. Las calles eran un enjambre de turistas ya a esa temprana hora; las terrazas de los bares estaban repletas de ellos desayunando, mientras observaban las campanas de la catedral repetidamente, llamando a la misa que celebraban en honor de la Virgen de la Victoria, la misma que dijo el rey Fernando el Católico que se le había aparecido y le había conminado a asaltar la ciudad y masacrar a los 15, 000 defensores mozárabes que la defendían, borrando todo vestigio de ellos y repoblándola con mil familias castellanas.
Me tomé dos cafés para hacer tiempo y quince minutos antes de las once me situé delante del hotel Larios. Se acercaba la hora y no acudía nadie. Tres minutos pasaban ya y seguía solo en medio de la calle, sorteando a los grupos de guiris que iban con sus guías de un lado para otro.
De pronto sonó mi móvil y mientras lo sacaba del bolso vi sonriendo y corriendo hacia mí a una señora con una niña de unos once o doce años: Leola con su lobita. Un poco sorprendido ante el cambio de imagen, nos dimos nuestros dos primeros besos, y mientras eso sucedía llegaron Atenea, Pangeat y Cristina, la familia de El Gastor, que ya había tenido el gusto de conocer tres meses antes.
Se repitieron los primeros minutos de presentaciones e intercambio de besos y abrazos y comenzamos a hablarnos mientras íbamos conociendo la ciudad. Leola nos obsequió con un broche de biznaga, y nos lo pusimos en la solapa.
Nos detuvimos en el centro de la calle Larios para escuchar la maravillosa voz de una mujer indigente, que se acompañaba con un acordeón. Un centenar de personas la observaban, tal era su encanto. Creo que si hubiese sido su voz natural, no estaría allí, en ese lugar, sino que ya estaría cantando en una ópera, pues cantaba como la Callas, sin un fallo en la voz y perfectamente sonora, como si hubiera sido grabada y manipulada en un estudio de grabación. Todos mirábamos buscando la trampa; no era posible tal belleza, tanto arte, tanta virtualidad en la calle, No me lo creía, y apostaba a que era playbak. Leola aseguraba que no, que su voz era auténtica.
Entramos en la catedral (La manquita, como la llaman los malagueños, pues le falta una de sus torres), magnifico templo construido a lo largo de 4 siglos y en los que se puede observar los distintos estilos arquitectónicos de las distintas fases de construcción. Estaba llena de fieles y turistas que sacaban fotos de recuerdos bajo la mirada seria y desaprobadora de los creyentes, que no entendían cómo la gente puede dedicarse a otra cosa que no sea escuchar lo que allí se decía, entre cantos y sermones.
Sacamos unas cuantas fotos dentro del templo y salimos a la calle. Como era mediodía, nos sentamos en el Pimpi, un bar típico a calmar los gritos del estómago, y Leola, que aparte de que no cesó de hablar desde que nos presentamos nos hizo gala de un desparpajo tremendo y nos trataba como si de toda la vida nos conociese, nos ofreció un vinito fresco de Cartojal y unas aceitunas.
Luego comenzamos a hablar de todo un poco: del foro, de los comentarios, del libro, de nuestros proyectos y sueños. Cuando hubimos descansado, salimos en dirección a la Alcazaba, el hermoso palacio ubicado a los pies del castillo de Gibralfaro, un lugar mágico, donde sus primeros moradores debieron sentirse en el Paraíso. Disparábamos sin temor el flash de las máquinas fotografiando el detalle más mínimo; todo nos encantaba.
Después volvimos a las callejuelas del centro y entramos en una cafetería típica, una taberna, refugio y lugar de encuentro de famosos: desde toreros, artistas de cine o teatro y cantantes, hasta los nuevos actores de la telebasura. Los antiguos muros están tapizados de fotos, posters y cuadros de los diferentes personajes que han entrado en el establecimiento.
Era la hora de la comida, los estómagos comenzaban a lanzar lastimeros sonidos y el ver a los ocupantes de las mesas cercanas con sus platos de tapas y bebidas típicas nos hizo llamar apresuradamente a uno de los camareros.
Leola no dejaba de sorprendernos, y esta vez lo consiguió pidiendo para ella, sin rubor alguno, una caña de cerveza, que luego resultó que era lo que en otros lares llamamos tankes, o sea…, ¡una jarra de casi un litro de cerveza fresquita con su línea de espuma justa! Yo no iba a ser menos; la acompañé.
Probamos una especie de empanada típica malagueña y una fuente de una ensalada buenísima, hecha con diferentes verduras y salsas. Cuando acabamos con todo, salimos a tomar el café y los chupitos en otro lugar, porque en éste no permitían fumar, y nuestra querida Leola no aguantaba más sin echar humo. Ya en otra terraza, bajo la sombra de los toldos situados a diez metros que cubren de acera a acera las calle Alcazabilla, con el teatro romano al lado tomamos café y unos chupitos. Seguimos hablando de libros, del ser escritor y sus motivaciones….. y casi de pasada hablamos de El Recreo. Entonces nos acordamos de la simpatiquísima Navarra del foro, Ely, y Leola y yo pedimos un pacharán con hielo en su honor. Conchi, Pepe y los niños pidieron otra cosa: helados y licor dulce.
La gran cantidad de cerveza, vino, chupitos y la comida nos empujaron a subir al castillo. Esa subida, que por la mañana nos pareció tan dura que no valía la pena hacerla, la encontramos inaplazable a las cinco de la tarde, con todo el calor de un sol despiadado situado sobre nosotros. La hicimos a pié, habiendo autobuses. ¡Y Atenea con zapatos de tacones! Dicen que antiguamente en la Sierra había cabras locas. Aún quedan algunas.
No os podéis imaginar la belleza del lugar, las vistas maravillosas de la ciudad desde aquella fortaleza, el paisaje del camino a través del bosque de pinos que cubre toda la montaña… Cuando alcanzamos la cima, no quedaban restos de la comida ni del alcohol ingerido. Ya podíamos conducir hacia nuestros hogares sin miedo al alcoholímetro.
Pero no teníamos prisa, total, cada cuarenta minutos había un autobús para bajarnos al centro. Estuvimos admirando todos los recovecos de la fortaleza y nos hicimos numerosas fotos para poder decir: “SÍ, ELY, HEMOS SUBIDO AL GIBRALFARO A PIE, TU AMIGA TE HIZO CASO. ¿ESTÁS SATISFECHA?”
Luego nos fuimos a la parada del bus, y esperamos su llegada. Aún estaríamos allí, si no fuera porque nos imaginamos que habíamos llegado tarde y debíamos esperar media hora. Vista así la cosa, nos bajamos a pie, dejamos la carretera y bajamos campo a través, como las cabras. ¡¡Y CONCHI CON TACONES!!
Cristina se resbaló y volvimos a la carretera para evitar más disgustos. Una vez en la ciudad, en la calle Larios nos cruzamos con la procesión de
la Virgen y Leola nos invitó a entrar en “Casa Mira”, una famosa heladería artesana, para degustar unos buenísimos y nunca probados sabores: unas verdaderas delicias malagueñas, especialidad de la casa. Leola, tuvo el detalle exquisito de comprar otras biznagas, éstas naturales, para mi esposa y para Conchi.
La compañía era agradable, el ambiente sensacional: bandas de música, uniformes y gran colorido de la procesión de la patrona de Málaga. Las horas se me habían pasado sin darme cuenta y el sol se había ocultado ya cuando José Pangeat señaló el reloj diciendo: “Debemos volver a casa”.
El momento se tornó triste, las despedidas siempre lo son. Promesas de repetir el encuentro en cualquier lugar y a no tardar mucho; se repartieron los besos y abrazos con un emocionado “Hasta pronto”, y las consabidas frases hechas para el momento: “Me he alegrado mucho de conoceros, lo he pasado muy bien…”
Pero lo que da idea de la autenticidad del encuentro es que apenas nos hubimos separado tres metros, nos dimos la vuelta para mirarnos y dije: “María José, quiero otro beso…” Y corrimos todos a abrazarnos y besarnos unos a otros de nuevo, con más ganas, con más cariño, con más sentimiento.
Porque la quedada en Málaga no fue para ver salir el sol de forma mágica, eso se repite en esta costa trescientas veces al año. Tampoco fuimos allí para asistir a la misa y procesión el día de la patrona, ni para ver el castillo viejo, beber vino o degustar exquisiteces, no…
La quedada en Málaga significaba enterrar para siempre nuestros falsos nombres, con los que, protegidos por el anonimato que ellos nos brindan, nos atrevemos a desnudar nuestras almas ante cientos de lectores desconocidos, contándoles nuestras historias, pensamientos, sentimientos y sueños.
La quedada en Málaga ha significado que nos podamos mirar a la cara mientras repetimos nuestras inquietudes, sueños y sentimientos. Ver cómo brillan los ojos al recordar tal o cual historia o persona. Ver la verdadera sonrisa, preciosa, los labios distendidos, húmedos, la blancura de los dientes; una carcajada real, con el sonido de la propia voz y sacudiendo el tórax, viendo cómo se estremecen los cuerpos con la risa, algo muy distinto a escribir simplemente un ja,ja, ja en el texto; sentir el calor de la amistad, la suavidad y el olor personal de la piel al besarnos; la forma y textura de las manos.
La quedada en Málaga ha sido asistir al milagro de que personas de diferentes profesiones, estudios y medios, relacionadas solamente por ser miembros virtuales de una página web, El Recreo, quienes de otro modo no coincidirían nunca en ningún lugar, se puedan conocer, hablar, abrazar y sellar una amistad.
Todo eso se han perdido los que no han podido acudir.
Lo único malo del día fue a la hora de pagar el aparcamiento del coche, ajeno como estábamos al paso del tiempo. Cuando el empleado me ha pedido los veinte euros, no me lo creía. “Es que su coche ha estado aquí desde las 9 de la mañana, y son la 8 de la tarde…”—adujo el chico. “¿Tanto tiempo? ¡Joder!”, exclamé.
María José, Conchi, Pepe, y a las niñas, preciosas ellas, María José y Cristina, os agradezco el honor que me habéis concedido de estar con vosotros y el maravilloso día que me habéis hecho pasar; nunca lo olvidaré. Besos y abrazos.
Juan Pan García