A esa misma hora, al otro lado del Atlántico,
en una ciudad española, el Sol se había ocultado en el horizonte y solamente
una franja de luz encarnada reflejándose en los bordes de las nubes de
poniente, produciendo caprichosas olas vaporosas y estáticas, indicaba que el
día había dado paso a la noche cuando José logró aparcar su vehículo en doble fila, en una calle paralela a
la avenida en que vivía.
José descendió de su viejo Renault Megane, comprado de segunda mano en una agencia de compra-venta firmando letras que le obligarían a pasar
cinco años de su vida para disponer de esa herramienta de trabajo. Cerró el
vehículo y se encaminó a su casa, situada en la planta octava del edificio.
Le recibió su esposa con un beso al entrar en
la vivienda, que luego le recogió su abrigo y el maletín del ordenador portátil y lo llevó al
dormitorio. José se sentó con un suspiro en el sofá del salón y se quedó
mirando el televisor.
Aquel había sido un mal día desde el comienzo.
A los problemas viejos que arrastraba se le habían unido otros nuevos e
inesperados. Todo parecía suceder en contra de sus intereses, todo estaba
ideado en su contra, y se sentía desfallecer por momentos: “Si no fuera por que
mi mujer quedaría indefensa y desasistida, me quitaría de en medio”, pensaba
una y otra vez. Pero su esposa estaba enferma y luchaba desde hacía diez años
contra el cáncer; su hija estaba embarazada y sin trabajo y José no podía
abandonarlas a su suerte…
Ni aunque se lo pidiese la mujer más bella del
mundo.
Sentía ese deber como lo más importante de su vida.
Fueron muchos años de vivir juntos y sacar con esfuerzo el proyecto de su
familia, y todo eso tenía un enorme peso en la balanza de sus sueños.
Repasó mentalmente el último
email recibido de Margaret, su amante: “He comprendido que lo nuestro no tiene
futuro, y yo necesito un hombre a mi lado que me ame y se ocupe de mí,
compartiéndolo todo. Te dejo, espero que
no me guardes rencor”.
Durante todo el día ese mensaje
había martilleado sus sienes, impidiéndole realizar eficazmente su trabajo,
hasta tal punto que el jefe le había dicho que se marchase a su casa y se
tomase el día libre.
Lo había hecho; abandonó su
puesto en la oficina y salió a la calle, pero al pasar frente al bar de Juanita
entró y pidió una botella de jerez. Las
horas pasaron lentamente mientras digería los 17 º de alcohol del afamado vino,
pensando en que su vida ya no tenía sentido, que lo que le esperaba sería una
mera existencia, no una verdadera vida. Un metódico y rutinario deambular sin
meta alguna.
La camarera le observaba con el rabillo del
ojo, y aprovechó el momento de que no había ningún otro cliente para acercarse
a él y sentarse en la mesa.
—Te veo preocupado, José.
¿Quieres que hablemos? —le dijo, cruzando sus brazos sobre la mesa e inclinándose
hacia él.
— ¿Preocupado yo?, ¡qué va! Si
sólo deseo morirme, esta vida da asco, sólo trae complicaciones. Si no tenemos
problemas, los creamos.
—Problemas laborales, económicos
o… ¿no debías estar trabajando?
—Sí, pero me he venido. Estoy
harto de trabajar siempre, de vivir pensando en los demás, sacrificando mi vida
por ellos... Hoy sólo quiero beber y olvidarme de todos.
La mujer se levantó y se llevó
la botella.
— Voy a cerrar durante un par de horas. Yo haré que te olvides de todo. Necesito que
estés lúcido —dijo a José, quien la miraba, atónito, mientras ella colocaba
la botella en el estante.
Juanita era una mujer guapa que había celebrado sus treinta y cinco años el mes anterior,
invitando a sus clientes a una copa. Hacía tiempo que sentía algo por José, le deseaba. Pero él
solo hablaba de su esposa, de sus problemas, y eso la coartaba.
José miraba el televisor con el
pensamiento puesto en la aventura vivida aquella tarde en el bar: un fracaso.
Otro más. A pesar de los intentos de
Juanita, no pudo satisfacerla: Su pensamiento estaba lejos, al otro lado
del océano, en un apartamento situado en la planta dieciséis de un edificio que
miraba hacia la Estatua de la Libertad.
Todos los textos publicados en este blog están legalmente registrados