"Aprenderás que nunca se debe decir a un niño que sus sueños son tonterías, porque pocas cosas son tan humillantes
y sería una tragedia si lo creyese
porque le estarás quitando la esperanza".
Willians Shakespeare.
“Eres un niño chico, debes madurar”, me dijo cuando le confesé mis sentimientos.
“Debes madurar, debes madurar, debes madurar…”, repite una voz en mi mente mientras yo golpeo despacito y repetidamente con los nudillos sobre mis sienes.
Y vivo con ese reto: soy mayor, por consiguiente debo actuar y pensar como persona mayor, ser adulto, es decir:¡Dejarme de chiquilladas!
Y lo intento.
Cuando su imagen acude a mi mente mientras espero el sueño en la cama, me giro hacia otro lado, la ignoro y pienso en otra cosa: en el tiempo que hará al día siguiente; si pintaré o escribiré, o qué pienso del libro que estoy leyendo…
A veces lo consigo y me duermo, alejándome de ella. Otras, sus ojos se deslizan sobre mi cuerpo y sus labios me sonríen y susurran palabras cariñosas, dulces: “te quiero, te necesito.”
Palabras que creo son cariñosas, pero que al parecer no lo son tanto cuando soy yo quien las pronuncia. Por decirlas el otro día, ella puso cara seria y me dijo esa frase que me desconcierta y me desconsuela: “Eres un niño chico, debes de madurar”.
O sea, debo actuar como un hombre y tener presente lo siguiente:
No debo imaginar el sabor de su boca mientras me habla y yo quedo absorto en el movimiento de sus labios carnosos y estriados, en la humedad de su lengua, en sus dientes blancos como la leche. No debo desear acariciar su carita y besarla despacito antes de apretar mi mejilla contra la suya para retener ese momento unos segundos más.
Cuando haga calor y caminemos juntos no debo seguir el descenso de esa gota de sudor que se forma en su pecho y baja por su escotado vestido para perderse entre los senos; no debo pensar en qué habrá bajo esa fina tela que flota al viento y se eleva a veces, mostrando sus bonitas piernas; ni cuando me retraso adrede un par de metros y ella se gira un poco para ver si la sigo y la tela se amolda a su cuerpo, perfilando su trasero y abrazando esas nalgas que tanto ensueño.
No, no debo pensar en eso; soy adulto y debo actuar como tal. Ella dice que los adultos hablan con las chicas sin fijarse en esas cosas, y se ríen, bromean, salen de copas, se escriben y chatean sin malicia. Lo hacen porque son sólo amigos y no se enternecen ni enamoran porque son maduros, no son “niños” como yo.
Es difícil ser mayor.
Cuando llegas a esa edad que llaman “mayor”, entonces no eres adulto, ni hombre, ni nada; eres sólo eso: mayor.
Y cuando eres eso no puedes declarar el amor a tu amiga si ésta es la mujer que amas, que ocupa cada espacio de tu mente, de tu ser, de ti. Son esos casos en que no eres tú, que eres ella, vives para ella, por ella, aun siendo al mismo tiempo “mayor”.
No puedes hablar sobre lo que sientes porque enseguida te llaman niño, inmaduro, salido o… viejo verde. Sobre todo si ella es mucho más joven que tú.
Cuando eres mayor y hablas de amor se ríen de ti, sólo aceptan que hables de tus sentimientos si éstos van dirigidos a una mujer que sea como tú: mayor, sola, triste… Entonces dicen que “formáis una buena pareja”, que “os haréis compañía y os apoyaréis el uno al otro”. “Que uniendo vuestras pagas, llegaréis a fin de mes…” Y cosas por el estilo. Nunca mencionan el amor.
Se acepta la relación de la compasión, de la pena, de compartir la necesidad
Pero no se menciona el amor: la palabra amor es tabú, está prohibida para los que aunque son mayores sienten como niños.
Además, se sabe que uno es atraído hacia una mujer por su belleza física, aunque luego se añadan las cualidades, y a esa edad mayor ya no existe: se ha marchitado, del mismo modo que se marchitan las rosas.
Existe otra clase de belleza: la del alma, pero ésa no produce pasión ni hormigueos en tu interior, sino bondad, ternura, consuelo. Conformidad, más que nada
El otro día, mi amiga estaba haciendo unas cosas en la fotocopiadora mientras yo contemplaba su cuerpo desde mi escritorio. Ella se movía incesantemente, daba pequeños pasos y luego descansaba sobre una pierna y luego sobre la otra, y bajo el vestido se marcaban sus curvas…
De súbito, mis pensamientos volaron al espacio y me acerqué a ella, despacito, y la abracé por detrás, cogí sus senos entre mis manos y noté su consistencia y sus formas; sentí las dos puntitas duras y erectas entre mis dedos,¡podría colgar en ellas mi camisa! Me arrodillé y pegué mi mejilla sobre el vestido, sobre sus glúteos, esas zonas templadas y tiernas… Acaricié las formas redondas y aspiré su olor. Me imaginé el color y la dulzura de su piel y puse mis labios sobre ella, aspirando, besando, mordiendo apenas… No, no quise elevar el vestido para no romper la magia del momento, y permanecí así, sintiéndola palpitar contra mi mejilla a través del tejido.
– ¿Qué te parece, qué opinas de eso?, me dijo ella, volteándose de improviso hacia mí.
Di un respingo; su pregunta me despertó a la realidad y enrojecí de vergüenza. No sabía de qué me hablaba. No había oído su pregunta, hipnotizado como estaba ante su belleza.
Desde entonces, sólo pienso en ella. No sé lo que me pasa, debe ser eso: soy como un niño.
Y cuando me comenta algo sobre algún amigo, sobre la amistad que los une, sobre algún proyecto conjunto entre ellos, no puedo impedir sentir tristeza. “Celos”, dice ella. Mi amiga sabe bien lo que me pasa: es adulta, equilibrada, y tiene la cabeza bien amueblada, me dice. En cambio yo… “¡Eres como un niño chico!, ¡ja, ja, ja, ja!”, exclamó el otro día en la oficina.
Y no sabe cómo me duelen sus palabras… Porque yo lo intento todo para complacerla, deseo madurar para que me atienda, que me preste atención, que me escuche…
Por eso cuando está cerca de mí evito mirarla y en silencio repito: “Debes madurar, debes madurar, debes madurar…”
¡Cuánto deseo madurar para dejar de ser un niño y comportarme como un hombre!
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porque le estarás quitando la esperanza".
Willians Shakespeare.
“Eres un niño chico, debes madurar”, me dijo cuando le confesé mis sentimientos.
“Debes madurar, debes madurar, debes madurar…”, repite una voz en mi mente mientras yo golpeo despacito y repetidamente con los nudillos sobre mis sienes.
Y vivo con ese reto: soy mayor, por consiguiente debo actuar y pensar como persona mayor, ser adulto, es decir:¡Dejarme de chiquilladas!
Y lo intento.
Cuando su imagen acude a mi mente mientras espero el sueño en la cama, me giro hacia otro lado, la ignoro y pienso en otra cosa: en el tiempo que hará al día siguiente; si pintaré o escribiré, o qué pienso del libro que estoy leyendo…
A veces lo consigo y me duermo, alejándome de ella. Otras, sus ojos se deslizan sobre mi cuerpo y sus labios me sonríen y susurran palabras cariñosas, dulces: “te quiero, te necesito.”
Palabras que creo son cariñosas, pero que al parecer no lo son tanto cuando soy yo quien las pronuncia. Por decirlas el otro día, ella puso cara seria y me dijo esa frase que me desconcierta y me desconsuela: “Eres un niño chico, debes de madurar”.
O sea, debo actuar como un hombre y tener presente lo siguiente:
No debo imaginar el sabor de su boca mientras me habla y yo quedo absorto en el movimiento de sus labios carnosos y estriados, en la humedad de su lengua, en sus dientes blancos como la leche. No debo desear acariciar su carita y besarla despacito antes de apretar mi mejilla contra la suya para retener ese momento unos segundos más.
Cuando haga calor y caminemos juntos no debo seguir el descenso de esa gota de sudor que se forma en su pecho y baja por su escotado vestido para perderse entre los senos; no debo pensar en qué habrá bajo esa fina tela que flota al viento y se eleva a veces, mostrando sus bonitas piernas; ni cuando me retraso adrede un par de metros y ella se gira un poco para ver si la sigo y la tela se amolda a su cuerpo, perfilando su trasero y abrazando esas nalgas que tanto ensueño.
No, no debo pensar en eso; soy adulto y debo actuar como tal. Ella dice que los adultos hablan con las chicas sin fijarse en esas cosas, y se ríen, bromean, salen de copas, se escriben y chatean sin malicia. Lo hacen porque son sólo amigos y no se enternecen ni enamoran porque son maduros, no son “niños” como yo.
Es difícil ser mayor.
Cuando llegas a esa edad que llaman “mayor”, entonces no eres adulto, ni hombre, ni nada; eres sólo eso: mayor.
Y cuando eres eso no puedes declarar el amor a tu amiga si ésta es la mujer que amas, que ocupa cada espacio de tu mente, de tu ser, de ti. Son esos casos en que no eres tú, que eres ella, vives para ella, por ella, aun siendo al mismo tiempo “mayor”.
No puedes hablar sobre lo que sientes porque enseguida te llaman niño, inmaduro, salido o… viejo verde. Sobre todo si ella es mucho más joven que tú.
Cuando eres mayor y hablas de amor se ríen de ti, sólo aceptan que hables de tus sentimientos si éstos van dirigidos a una mujer que sea como tú: mayor, sola, triste… Entonces dicen que “formáis una buena pareja”, que “os haréis compañía y os apoyaréis el uno al otro”. “Que uniendo vuestras pagas, llegaréis a fin de mes…” Y cosas por el estilo. Nunca mencionan el amor.
Se acepta la relación de la compasión, de la pena, de compartir la necesidad
Pero no se menciona el amor: la palabra amor es tabú, está prohibida para los que aunque son mayores sienten como niños.
Además, se sabe que uno es atraído hacia una mujer por su belleza física, aunque luego se añadan las cualidades, y a esa edad mayor ya no existe: se ha marchitado, del mismo modo que se marchitan las rosas.
Existe otra clase de belleza: la del alma, pero ésa no produce pasión ni hormigueos en tu interior, sino bondad, ternura, consuelo. Conformidad, más que nada
El otro día, mi amiga estaba haciendo unas cosas en la fotocopiadora mientras yo contemplaba su cuerpo desde mi escritorio. Ella se movía incesantemente, daba pequeños pasos y luego descansaba sobre una pierna y luego sobre la otra, y bajo el vestido se marcaban sus curvas…
De súbito, mis pensamientos volaron al espacio y me acerqué a ella, despacito, y la abracé por detrás, cogí sus senos entre mis manos y noté su consistencia y sus formas; sentí las dos puntitas duras y erectas entre mis dedos,¡podría colgar en ellas mi camisa! Me arrodillé y pegué mi mejilla sobre el vestido, sobre sus glúteos, esas zonas templadas y tiernas… Acaricié las formas redondas y aspiré su olor. Me imaginé el color y la dulzura de su piel y puse mis labios sobre ella, aspirando, besando, mordiendo apenas… No, no quise elevar el vestido para no romper la magia del momento, y permanecí así, sintiéndola palpitar contra mi mejilla a través del tejido.
– ¿Qué te parece, qué opinas de eso?, me dijo ella, volteándose de improviso hacia mí.
Di un respingo; su pregunta me despertó a la realidad y enrojecí de vergüenza. No sabía de qué me hablaba. No había oído su pregunta, hipnotizado como estaba ante su belleza.
Desde entonces, sólo pienso en ella. No sé lo que me pasa, debe ser eso: soy como un niño.
Y cuando me comenta algo sobre algún amigo, sobre la amistad que los une, sobre algún proyecto conjunto entre ellos, no puedo impedir sentir tristeza. “Celos”, dice ella. Mi amiga sabe bien lo que me pasa: es adulta, equilibrada, y tiene la cabeza bien amueblada, me dice. En cambio yo… “¡Eres como un niño chico!, ¡ja, ja, ja, ja!”, exclamó el otro día en la oficina.
Y no sabe cómo me duelen sus palabras… Porque yo lo intento todo para complacerla, deseo madurar para que me atienda, que me preste atención, que me escuche…
Por eso cuando está cerca de mí evito mirarla y en silencio repito: “Debes madurar, debes madurar, debes madurar…”
¡Cuánto deseo madurar para dejar de ser un niño y comportarme como un hombre!
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