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domingo, febrero 24, 2008

MUJER MISTERIOSA 2


En un lugar de la provincia de Cádiz, año 1980
Aquella mañana Rosa se levantó de mal humor, no había pegado ojo en toda la noche a causa de la discusión que había provocado su marido durante la cena al humillarla ante los criados, llamándola “mujer seca, infértil, que sólo sirve para adorno de la casa”.
Llevaban cinco años casados y Don Manuel Merelo, dueño de Los Rosales, la finca más grande de la comarca, le reprochaba ser incapaz de concebir una criatura que llevase su apellido y heredase el cortijo para continuar su obra, tal como habían hecho sus antepasados desde hacía dos siglos.
Los tres primeros años fueron muy felices, y esa felicidad se percibía en su trato con la familia, los amigos y los miembros del servicio, quienes cariñosamente les llamaban “los tortolitos” cuando se referían a ellos. Fueron años de cariños y regalos, de palabras pícaras y dulces susurradas al oído, de fiestas con los amigos y salidas nocturnas a espectáculos y restaurantes.
Pero luego todo cambió, a don Manuel le entraron las prisas por engendrar un heredero y se limitaba a copular en vez de hacer el amor. Y cada vez que realizaba el acto sexual lo hacía mecánicamente, sin ninguna consideración hacia ella, con el único fin de dejarla embarazada. Rosa se sentía menospreciada y la tristeza fue acomodándose en su alma, la rabia contenida y el insomnio depresivo dibujaron cercos oscuros en torno a sus grandes ojos.
Un día lluvioso y gris de otoño, un amigo de don Manuel llevó al cortijo una preciosa yegua blanca para que la montase su caballo. La monta era un negocio que producía buenos ingresos en las arcas de la hacienda. El capataz condujo al animal a un compartimiento de las caballerizas del cortijo, y Atila, el semental de la raza caballo andaluz más famoso de la comarca, relinchó al oler a la hembra. El hombre sujetó a la yegua mientras el caballo realizaba su cometido. Atila puso sus patas sobre ella, la cubrió y en pocos minutos la inseminó.
Rosa presenciaba la escena con su marido y el amigo. Éstos se mostraban alegres y divertidos comentando lo maravillosa que es la Naturaleza. Al terminar la tarea, el hombre se fue montado en su yegua por el camino jalonado de plátanos que unía la hacienda con la carretera, sembrado de hojas secas y amarillentas caídas de los árboles formando una verdadera alfombra que amortiguaba el sonido de los cascos del animal.
Aquella noche don Manuel la poseyó como de costumbre y luego le dio la espalda en la cama para dormir; entonces ella, tras permanecer pasiva mientras su marido la penetraba e inundaba sus entrañas de semen, exclamó con un dejo de amargura:
– Ahora sé lo que deben sentir las yeguas que traen para que las monte el caballo.
– Ése es tu papel en la función – respondió él en tono áspero y sin volverse –. Para eso nos casamos.
Desde aquel día la relación entre ellos, que un día fue tan amorosa y envidiada por tantos, fue empeorando cada vez más, hasta convertirse en un mero contrato en que cada uno se limitaba a cumplir con sus obligaciones sin apenas dirigirse la palabra.
Algunos meses más tarde, Rosa, aprovechando un viaje que hizo a la capital para acompañar durante unos días a una hermana, que había sufrido un accidente, fue a la consulta del prestigioso y discreto ginecólogo que una amiga le había recomendado. Dos semanas después, ella recibió una llamada del doctor notificándole el resultado de las pruebas que le había realizado: “Rosa, tengo los resultados: estás perfectamente capacitada para ser madre. El problema tal vez lo tenga tu marido.”
Desde entonces esas palabras resonaban en su mente y pugnaban por salir violentamente de su boca cada vez que su esposo la acusaba de sus desgracias.
Pero ella era cobarde; no se atrevía a decírselo. Su esposo estaba tan seguro de su hombría, presumía tanto de su vitalidad, que no aceptaría que alguien lo dudase: era fuerte, funcionaba bien, su semen era abundante y todos en su familia habían engendrado; jamás se haría esa prueba. Lo conocía bien, sabía que tampoco aceptaría la solución de inseminación artificial; querría un hijo suyo.
Rosa se dio cuenta de que le tenía miedo.
Aquella madrugada Rosa estaba nerviosa, y mientras su marido dormía profundamente ella permanecía a su lado despierta, meditando sobre la forma de solucionar el problema con tacto para no empeorar la relación.
Cuando comenzó a clarear el día,  se levantó y fue al salón a ver la televisión tumbada en el sofá, esperando a que sonase el despertador que obligara a la criada a levantarse para comenzar una nueva jornada de trabajo.
Lo primero que hizo la sirvienta fue dirigirse al dormitorio y despertar al señor. Sabía que Don Manuel tenía completa la agenda del día: concertar una cita con el veterinario para vacunar a las reses; ir al banco a sacar dinero y, luego, reunirse con unos ganaderos en el comedor privado del casino. Una hora más tarde, al servirle el desayuno, don Manuel le dijo:
–María, hoy llegaré tarde; no me espere para comer.
Al finalizar el almuerzo, don Manuel sacó el lujoso Mercedes Benz azul marino del garaje y, sin dirigir una mirada a su esposa, abandonó la finca.
Ante la insistencia de María, Rosa aceptó tomar el vaso de leche caliente que aquélla le ofrecía y fue a ensillar a Nevado, el hermoso caballo andaluz, color gris, de crines blancas, largas y colgantes que su esposo le había regalado el primer aniversario de su boda. El día lucía soleado y caluroso y ella decidió dar un paseo hasta el río Majaceite, límite sur de la hacienda.
Los Rosales era una finca enorme que lindaba al este con la carretera de Jerez-Algeciras. Al oeste contenía un bosque de encinas, donde se alimentaba la manada de cerdos ibéricos que producía cada año centenares de jamones. Al norte, a tres kilómetros de la casa, había una dehesa de pastos verdes para las reses bravas que ensalzaban su hierro en las plazas de toros de España. El río estaba a una hora a caballo, hacia el sur; el paisaje lo componían arbustos y vegetación baja, propia de los cotos de caza. El terreno permanecía salvaje y sólo era atravesado por la manada de reses bravas una vez al año, cuando los peones, montados a caballo, la trasladaban hasta unos corrales ubicados en el valle para realizar las labores de herrado y tienta de los becerros.
Rosa hizo correr al galope a Nevado durante unos minutos y luego lo condujo al paso, disfrutando del aire de la mañana, aspirando el olor a romero y tomillo; viendo correr espantados a conejos y perdigones mientras se aproximaba al valle del río y sentía el aroma de jarales, laureles, retamas y adelfas.
Llevaba un vestido escotado sujeto por finos tirantes, y lo había recogido sobre la montura para lucir sus piernas al sol. El caballo dio un relincho al percibir la presencia de otro equino y ella lo detuvo unos momentos y giró sobre sí misma, mirando alrededor. No vio a nadie. Luego avanzó hacia una loma y atisbó el valle que aparecía ante ella. Vio a un hombre junto al río que liberaba de la montura a su caballo y lo dejaba pastar libremente. Rosa decidió acercarse con precaución y observar.
Cuando estuvo a unos cien metros, ató a Nevado a un sauce y caminó entre los arbustos; al acercarse al río vio que el desconocido se estaba desnudando, y Rosa se detuvo, azorada. No sabía qué hacer, sintió el rubor en su cara. La curiosidad pudo con ella y permaneció tras las retamas observando al intruso. Éste caminó desnudo hasta la orilla, se introdujo en el río despacio hasta que el nivel del agua le cubrió las rodillas, se inclinó para mojarse un poco los brazos y la nuca y luego se lanzó al agua.
El hombre le pareció joven, le calculó unos treinta años; era alto, musculoso y muy atractivo. Rosa se quedó prendada de él y una agradable sensación de calor la invadió mientras lo contemplaba de espaldas caminando hacia el agua. El chico alcanzó la orilla opuesta, hizo pie y se giró hacia ella, que lo observaba medio oculta entre las retamas, cerca de donde él había dejado su ropa. Fue entonces que Rosa se decidió a dar el paso más importante de su vida: avanzó resuelta hacia el río, se colocó frente al joven, se despojó del vestido y fue a su encuentro.
Las pocas horas pasadas con aquel desconocido fueron maravillosas, inolvidables: nadaron y jugaron en el remanso de agua bajo las sombras de los sauces y álamos, vigilados de cerca por una pareja de nutrias encaramadas a una roca. Acabaron tumbados al sol entre los juncos, observados por los buitres que volaban formando círculos en el cielo azul y acompañados por el canto de ranas y chicharras. Ese día, Rosa disfrutó de un cuerpo joven, esbelto y poderoso; se rindió ante la simpatía y nobleza del chico, y se entregó a él con pasión y ternura.
Después de hacer el amor por segunda vez sintió hambre y el joven fue a buscar en su montura pan y carne en manteca, que devoraron entre risas y besos.
El muchacho le habló de él, de su casa y de su vida; pero ella evitó hablar de la suya: fue un encuentro fortuito, una providencia del cielo, una solución a su problema conyugal, y ella no deseaba estropearlo dando pistas; no quería compromisos.
Al terminar de comer se tumbaron en la hierba y el joven se quedó dormido. Entonces Rosa se levantó sigilosamente, cogió su ropa y desapareció por donde había venido.
Mientras cabalgaba hacia la hacienda se sentía embargada de felicidad y autoestima: había sido tratada de igual a igual, sin presiones ni condiciones, y había apreciado la diferencia entre ser amada como mujer o ser utilizada como objeto.
La noche siguiente se mostró cariñosa con su marido, y cuando notó que éste alcanzaba el éxtasis lo abrazó y retuvo un largo rato sobre ella. Esa fecha era muy importante; ambos debían recordarla.

16 comentarios:

  1. Qué historia Juan!!!
    quien puede atreverse a juzgarla, con ese marido y ese destino...
    Un gusto leerte!
    ABrazos

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  2. He visitado tu blog, leído varios textos.
    Me dio placer hacerlo.

    Elisabet

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  3. Claudia, amiga,¡qué alegría verte por aquí!
    ¿Leíste la primera parte? Espero que sí. Estoy escribiendo más sobre el tema, voy a estrujarlo al máximo pra ver qué sale.
    Un beso. Gracias por tu visita.

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  4. ¡Hola, Elisabet!
    Bienvenida a este rincón, es un placer y un honor para mí saber que te han interesado mis relatos.
    Espero ser merecedor de tu atención y lograr entretenerte para que no te canses de visitarme.
    Saludos.

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  5. Hola Juan!^^
    Qué escrito, opino lo mismo que Claudia, quién la juzgaría con ese destino.
    Aunque podría haber tenido el coraje suficiente para encararse a su marido... Supongo que será dificil si lo quiere.
    Me encantó leerte;)

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  6. Anónimo1:39 a. m.

    Hola Juan

    Hermoso tu blog.
    Estoy muy contenta por tu progreso.
    Te felicito.

    Puedes escribirme.
    Sara ( ibalet@cox.net)

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  7. Lady Luna, muchas gracias por tu lectura y comentario. Efectivamente, es una tarea difícil si ella lo quiere.Además, dicen que el amor es ciego, por eso quizás los amnates se tropiecen tanto contra las farolas.
    Luego me paso por tu espacio.
    Saludos.

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  8. Hola, Sara, bienvenida a este lugar. Gracias por tu confianza. Te escribiré, no lo dudes.
    Saludos.

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  9. Amigo Juan, qué interesante tu blog, y qué gran relato éste de la mujer misteriosa. Creo que escribes cada vez mejor.
    Un abrazo, Boris.

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  10. ¡Boris, qué alegría de verte por aquí!
    Gracias, por tu visita y tus palabras de ánimo.
    Ésta es la segunda parte, creo que ya lo sabes, ¿verdad? Nos vemos en el foro. Un abrazo.

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  11. Hola Juan

    qué tal, aquí navegando por las redes y hoy voy a dejarte un comentario, no hay que decir que esto es cada vez más estupendo y esperando que nos veamos pronto
    pero
    te he dejado un regalito en mi hotelito, en una gala de Arte Y Pico

    un abrazo

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  12. Muy buena historia, Yo tampoco juzgaría a Rosa eso de sentirse como si fuese una yegua tiene que ser terrible, a eso jamas se le puede llamar amor ni tan siquiera pasión. Por cierto la otra parte es divina, sigue completando o exprimiendo, que esto da para mucho. Un beso Juan.

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  13. Siempre me ha gustado la novela romántica, la de historia, la de misterio, es bueno evadirse en lecturas amenas.Saludos

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  14. Anónimo10:54 a. m.

    ¡Gracias, Tomás! Estoy deseando poder disfrutar un día de las delicias de tu hotel.A ver si nos vemos en Málaga. Un abrazo

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  15. Anónimo10:56 a. m.

    ¡Gracias, Mercedes! Intuía que te iba a gustar, por seo te puse el enlace.Ya me gustaría poder continuar la historia, pero...¿Cómo? Me abandonaron las musas, debo esperar. Besos

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  16. Anónimo10:58 a. m.

    Hola, Encarna! Bienvenida amiga. Ya veo que eres de ese precioso pueblo donde se fundó el grupo de Poetas de Sierra Morena. Una preciosa postal la que nos muestras en tu blog.Gracias por tu visita y comentario. Saludos

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