“NO LO PERDONES”, es un relato dedicado a todas aquellas mujeres que, soportando vejaciones y mal trato de sus esposos o parejas, esperan que algo les haga cambiar.
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“NO LO PERDONES”
A
mis 28 años y con toda la vida por delante, el futuro me sonreía. Había
terminado mi carrera de ingeniero agrónomo y salía con una mujer elegante y
rica. Pensábamos casarnos la siguiente primavera.
Fue entonces
cuando apareció Sara, una joven de apenas 17 años, muy hermosa, rebosando
alegría. Simpatizamos enseguida y desde aquel momento me la encontraba en todas
partes.
—¡Hola!, ¿tú por
aquí? —decía, simulando sorpresa.
Me seguía, estaba
claro, yo era un hombre…
Quedamos en una cabaña
que yo tenía en el campo, y allí se entregó por primera vez. Luego siguieron
otras citas, donde ambos gozábamos del sexo con ansia desmedida.
Su juventud, su
hermosura, sus gemidos y sus increíbles iniciativas sexuales me enloquecían;
pero al cabo de un tiempo comenzaron las noches de insomnio y ansiedad,
debatiendo conmigo mismo sobre la conveniencia de ese amor joven, impulsivo, de
entrega total, que me dejaba extenuado y satisfecho en un momento en que se
realizaban los trámites de una boda que, sin lugar a dudas, me aportaría
felicidad y estabilidad económica con una de las mujeres más ricas del pueblo.
—Estoy
embarazada — me soltó una mañana, plantada ante mí en medio de la calle, muy
seria y mirándome a los ojos.
Sus palabras se
estrellaron en mi rostro, enrojeciéndolo. Fue como si una tremenda losa cayera
sobre mí, inmovilizándome. Yo no sabía qué hacer y lo primero que dije la
enfureció:
—¿Embarazada?,
¿de quién?
Cambió el color de sus
mejillas, comenzó a respirar agitadamente y las lágrimas afloraron a sus ojos.
De súbito me arreó una bofetada y, conteniendo un sollozo, dio media vuelta y
se fue.
La noticia no tardó en
correr por las calles, entraba en las casas, invadía alcobas y salones, la
degustaban con vino en las tabernas y se diluía en los cabellos, mezclada en los
tintes y lacas de los salones de belleza.
Mi anunciada boda con
mi novia se anuló con una escueta nota; la de Sara se celebró a la fuerza,
tras denunciarme sus padres por abusar
de una menor a la Guardia Civil.
La tierra se abría bajo
mis pies, no podía dar un solo paso, todos mis sueños y proyectos se
arrastraban por el suelo por culpa de una relación furtiva, desenfrenada y
adictiva.
Como si no sufriera
bastante, cada vez que iba al bar, que eran más veces de las que debiera, los
amigos me reprochaban mi candidez, mi estupidez o inexperiencia, adjetivos que
variaban según la cantidad de copas que llevaba en la cuenta quien los
pronunciaba.
No había pasado una
semana del casamiento cuando llegué harto de vino a mi casa y, sin mediar
palabra, le propiné tal bofetada a la culpable de mis desgracias que cayó al
suelo. Observé que se le hinchaba la cara y sangraba por la nariz y el oído. Me
asusté, corrí a su lado y la abracé. «Te perdono, sé que no has sido tú, sino
el vino», me dijo. Al cabo de un rato, ella cabalgaba sobre mí, gimiendo de
placer. Yo la miraba, desconcertado, y me entregaba a sus caricias,
cerrando los ojos para no ver aquella mejilla hinchada, amoratada, monstruosa,
desconocida para mí.
La escena se repetía
cada semana. Cada vez que me cruzaba con mi antigua novia por la calle o
en su coche, recordaba la manera en que la había perdido, luego entraba
en el bar y me emborrachaba. El alcohol me enloquecía, y descargaba mi
furia en Sara.
Después de recibir la
paliza, ella decía que me perdonaba, que me comprendía, que me amaba tanto que
nada lograría separamos. Cuantos más golpes le arreaba, Sara se mostraba más
solícita, más cariñosa, más dulces sus palabras, más delicadas sus caricias,
más ternura en sus abrazos…
Poco a poco me
acostumbré a esa relación impetuosa y extraña: ella recibía sin rechistar los
golpes que yo le propinaba; luego me abrazaba y pedía perdón por no entender
mis motivos ni saber qué más podía darme para hacerme feliz. Ni una sola vez se
quejó de dolor ni me acusó ante nadie, al contrario: intentaba ocultar los
destrozos que mi locura ocasionaba en su cuerpo, aquél que alguna vez fuera
esbelto, bonito y delicado; el mismo que ahora estaba marcado de
cicatrices y espacios morados.
Así llevamos veinte
años. Tenemos dos retoños, varón y hembra. La chica se fue de casa al cumplir
los dieciocho, y nunca supe por qué evitaba estar a solas conmigo y me
miraba con ojos espantados cuando la besaba al llegar a casa. El niño llegó al
mundo diez años más tarde, otro descuido, pero él es diferente: me acompaña a
veces y me pide que caminemos por el campo, que demos una vuelta a caballo
hasta el río, que nos bañemos juntos… cualquier cosa, con tal de alejarme de la
taberna.
Desde el día en que
perdí mi soltería, ahogué mis penas en el alcohol y no puedo pasar de él. Sara
lo sabe y lo asume. Llevan un tiempo machacando con anuncios en
televisión contra el maltrato de género y cuando lo emiten veo a Sara muy
atenta a lo que dicen. Eso me enfurece, cojo el mando y cambio de canal. Ella
guarda silencio y evita mirarme a la cara.
Hace una semana que
todo cambió: mientras desayunaba en mi casa, llamaron a la puerta
los guardias. Me mostraron un documento oficial del Juzgado, una denuncia por
malos tratos. La firmaba Sara. No la entiendo, llevamos juntos veinte
años, ¿por qué ahora? Los agentes me esposaron y me llevaron al cuartelillo,
detenido.
Respondí a todas sus
preguntas y ellos tomaron buena nota de cuanto dije. Luego me ordenaron
alejarme de mi esposa hasta que el juez dictaminase. Así lo hice,
abandoné el pueblo y me fui a vivir a mi cabaña; pero ella rompe la orden cada
día y viene a buscarme a la choza, me hace la comida, lava mi ropa y copulamos.
Tampoco entiendo que haga eso.
Sara dice que me ha
denunciado para obligarme a cambiar, para que me dé cuenta del daño que le
estoy haciendo a la familia y del infierno en que he convertido el hogar.
Dice que lo ha hecho por nuestros hijos, por amor, que me adora, que espera me
rehabilite, pues no puede vivir sin mí… ¿Por amor? ¡Joder! No lo entiendo.
En verdad, reconozco
que Sara es maravillosa. Desde el día en que nos casamos, me trata como a un
señor, su Señor; me abraza y me besa siempre como si fuera su luna de miel,
pone el alma en ello. Sus caricias son dulces, enamoradas, llenas de ternura...
Y cuando me posee lo hace entregándose totalmente, sin reservas, diciendo
cuánto me quiere, cuánto me necesita. No se inhibe para nada. He bebido muchas
de sus lágrimas en sus besos... Son amargas.
Ella me
defiende siempre ante mis hijos cuando se quejan de mi salvaje
comportamiento. «No lo perdones, mamá; no lo hagas: te pegará otra
vez», decían ellos cada vez que la sorprendían llorando al llegar a casa,
dolorida tras recibir la paliza. «Está enfermo, hijos, se curará, tened
paciencia», respondía ella. Y yo bajaba la vista, avergonzado.
Pero al denunciarme ha
manchado mi nombre, me ha convertido en alguien con antecedentes penales, un
delincuente… La gente se aparta de mí, no me habla. Ahora bebo solo. No puedo
seguir así, tengo que hacer algo…
Esta tarde, mientras
hacía girar mi copa y apreciaba el color oro pálido del vino
fino, he tenido una idea. Creo que solucionaré mi problema.
No me importa lo que
diga el juez, ya he tenido bastante castigo. La próxima vez que me visite
daremos un paseo a caballo en la sierra, bordearemos los acantilados,
presenciaremos la puesta de sol al caer la tarde y haremos el amor. La haré
gozar como nunca lo he hecho, aspirando su alma con mis besos, comiéndole los
labios, mirándola a los ojos en su orgasmo… Intentaré alcanzar el mío al mismo
tiempo.
Después,
descansaremos uno junto al otro, mirando al cielo cogidos de la mano. Y
luego, al regresar por los acantilados, espolearé a su caballo.
Creerán que ha sido un
accidente.
FIN
Inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual de Cádiz. CA- 00286-2008
Es sorprendente lo inhumano que puede llegar a ser el propio ser humano...
ResponderEliminarEl amor no se demuestra con golpes. Nadie los merece. Triste realidad la de estas mujeres...
Y preciosa frase de Neruda.
Un abrazo, Juan;)
Hola, Ladyluna:
ResponderEliminarEl peor enemigo del ser humanos es él mismo, no nos imaginams lo dañinos que podemos llegar a ser.
Me quedo con tu frase:
El amor no se demuestra con golpes. Nadie los merece.
Abrazos.
Juan, una historia fuerte, bien relatada, que me mantuvo enganchada hasta el final...que triste es la realidad de las mujeres maltratadas. cuanta humillación!
ResponderEliminarpero creo que en estos casos, tanto el golpeador como la golpeada, estan enfermos...
Un placer leerte.
Besos
Un abrazo
Es cierto, Claudia, deben estar enfermos los dos, si no, no se entiende que se aguanten.
ResponderEliminarEs una historia novelada basada en un hecho real: los protogonistas viven, viven separados por orden del Juez, pero no hacen caso y se reencuentran cuando quieren.
Hasta que suceda lo inevitable.
Un beso. Gracias por pasarte por aquí.Juan Pan.
Terrible historia que no siempre tiene el mismo principio, aunque si el mismo final. Yo no los considero enfermos, siempre se le hecha la culpa al alcohol, (en alguna ocasión el alcohol es el problema) el resto sencillamente son seres que no valen nada en su interior, lo saben, prefieren pensar que los responsables son las personas que comparten sus vidas y a las que arrastran en sus miserables existencias, aunque los castigues siguen pensando que ellos son mejores y ha hecho lo que debían hacer. Triste a lo que puede llegar la raza humana.
ResponderEliminarBesos Juan.
Mercedes, esta historia es verdadera en un 90%.
ResponderEliminarUna mujer de El Gastor me la refirió. Una vecina y amiga suya denuncia a su marido por malos tratos. El juez lo condena a tres años de cárcel y cuando sale libre debe permanerec a más de tres kilómetros de la famila; pero es su esposa quien va a visitarle cada día a su casa, le lava la ropa y le cocina, hacen el amor como dos enamorados. Los vecinos le aconsejan que se aparte de él; pero ella dice que no puede vivir sin sus caricias.
De momento ahí siguen. Hasta aquí la historia es real. Sólo el final me lo he inventado yo, imaginando lo peor. Un beso