Buenos días: martes y tres. ¡Uy,! por poco es martes y trece
y me trae mala suerte. Porque hoy, dentro de un ratito, voy a que me saquen
sangre, y no sea que se equivoquen y me saquen otra cosa, que se han dado casos
de entrar en quirófano para operarte y al cerrar la abertura se dejen unas
tijeras dentro. O que vaya una joven a tomarse la tensión y la hagan
desnudarse.
También se da el caso inverso: el de mi Carmen.
La pobrecita mía se resbaló hace dos semanas y cayó sentada
en el suelo. Como instintivamente puso la mano para parar el golpe, se rompió
un hueso de ésta. La llevé a Urgencias al ver cómo se le hinchaba enseguida la
muñeca. Pero le dolía más el trasero que la mano y se lo dijo al médico en el hospital. No le hizo caso, le dijo que era
normal: se había quedado sentada de golpe.
—¿Cómo que es normal? — exclamó ella.
— Normal es que no te lo mire, cariño — le dije para consolarla,
pues ella estaba muy descontenta con la atención recibida— Si hubieses tenido
treinta años, seguro que te lo mira él, los estudiantes en medicina que pululan
por allí y hasta el celador que empuja las camillas, pero a tu edad...
A veces, las operaciones traen suerte:
Una vez, estando yo en
la selva cercana a Kinshasa (Congo), me perdí e un cruce de caminos conduciendo
un Land Rover de la empresa y me encontré en un poblado indígena. Les dije en Francés que me había perdido, pero ellos me agarraron y me encerraron en una
cabaña. Por una rendija observé que ponían a calentar agua en una gran marmita
y me temí lo peor.
Efectivamente: dos horas después, durante las cuales ellos
no cesaron de cantar y dar vueltas en torno al caldero, vinieron a buscarme
para echarme en la olla grande. El Jefe y toda la tribu me observaba relamiéndose
los labios. Algunas mujeres que lucían labios grandes y gruesos como plátanos
se acercaban a tocarme mis genitales, lo
comparaban con los de sus compañeros, a quienes el instrumento de orinar les
llegaba hasta las rodillas, y se reían a
carcajadas.
Yo no quitaba ojo al fuego
y al agua hirviendo que burbujeaba en el caldero y rezaba a todos los santos
para que me libraran de aquello.
De pronto el jefe se
quedó mirando la cicatriz de mi operación de apéndice, que me la habían dejado
de pena en el hospital de Valencia —
parecía una trencilla de las que llevaban aquellos negritos colgando de la
cabeza—, y me preguntó algo en su
idioma. Menos mal que había uno que hablaba un poco el Francés,
lengua oficial del Congo.
— ¿Qu`est que c`est cela? (¿Qué ser eso? )
— Pues que antes que ustedes me cogieron otros compañeros
suyos en Sudáfrica y me cortaron un poquito de chichi y me cataron. Estaba
amargo y vomitaron. Les dio diarreas.
¡Oye, mira, fue mano de Dios!
Al oír eso el chaval empezó a gritar y a gesticular con las
manos . Todos se me quedaron mirando pasmados y luego dieron media vuelta y se
fueron alejando. Yo me quedé solo. Entonces salí corriendo, me monté en el
Land Rover y salí de allí levantando una gran polvareda.
Y aquí estoy.
Ahora tiemblo nada más
pensar en que dentro de un rato, a las ocho, me van a pinchar en el brazo; no
puedo ver una aguja.
Hola Juan,
ResponderEliminarmi querido amigo, no te tengo olvidado. Es un gusto volver y te encuentro escribiendo siempre...Eres un genio!
Te lei y me gusto.
Tambièn le contaste un cuento a la enfermera?
y la cara Carmen como va?
Saludos y un abracito.
¡Mi querida amiga Genessis, cuánto me alegro de leerte otra vez! Carmen y yo vamos, simplemente.
EliminarEspero que vuelvas a escribir tus bellísimas historias. Voy a verte a tu espacio enseguida. Un beso
ajaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa genial Juannnnnnnnnnnnnnnnn Genial!!
ResponderEliminarBesos
Jajajajajja, me alegro mucho de sacarte unas risas. M.Susana, mi alma gemela. Un beso fuerte
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